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tarike.Org

Este blog no es una declaración de principios. No es un canto a la solidaridad, ni a la multiculturalidad, ni a nada. No aspira a ser un estudio en profundidad sobre el país en el que vivo o del país del que procedo. No representa necesariamente lo que la organización a la que pertenezco piensa, ni la realidad objetiva del proyecto en el que trabajo. Este blog es sólo mi historia. Como la vivo y/o como la invento. Sólo eso. Mi percepción y la percepción de quienes me rodean, en su mayoría menores de edad. No es objetivo, y tal vez ni siquiera sea cierto, pero para mí es tan verdad como mi propia vida.

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Abr 26

Hacer por hacer

A todas esas familias que hoy:

. habéis decidido salir los dos, porque no le veis ningún sentido a estar encerrados juntos y no poder salir juntos y/o no queríais perderos el momento en que el primer rayo de sol le daba en la cara a vuestros churumbeles

. os habéis mantenido impertérritos en vuestro plan de zona verde común, a pesar de llegar allí y ver que parecía Port Aventura, sin ni siquiera valorar modificar el itinerario o interrumpir el paseo para salir más tarde o, incluso, salir mañana.

. os habéis emocionado tanto al ver a vuestros hijos tan emocionados que habéis perdido el reflejo de agarrarlos cuando se han acercado a otros niños, o el reflejo de decirles a los abuelos que no pueden bajar a la calle a verlos, o el reflejo de evitar tertulias con otros papis de la escuela, y saludarse únicamente al pasar.

Deciros, en primer lugar, que respeto todas y cada una de las opciones y decisiones tomadas, entiendo, de manera responsable. Muchos no le habéis visto sentido a la Orden de Sanidad y habéis optado por la desobediencia civil y pacífica que, a mi parecer, puede ser hasta positiva.

Dicho lo cual, algunas consideraciones, siempre avanzando en este ejercer vuestra recién encontrada protesta social:

1. Espero, de verdad, que seáis igual de determinados, conscientes y responsables en el combatir otras muchas injusticias que vivimos a diario (antes y dentro de la pandemia), igual de reticentes a adoptar medidas sólo porque lo dice el partido de turno, igual de valientes a la hora de luchar, en general, por vuestros derechos fundamentales, incurriendo, como habéis hecho hoy, incluso, en la ilegalidad. Igual de activos en el no conformarse con las soluciones brindadas por los expertos de turno. No estáis solos. Hay gente que ya está allí. A lo mejor con motivaciones distintas de las de no poder separarte ni media hora de tus cachorros, pero bueno, un poco la motivación es lo de menos. Cuando el estado te avasalla con algo que tú entiendes como injusto (los desahucios, el rescate a los bancos, los recortes sanitarios o tener que hacer turnos para salir a pasear), HAY QUE LUCHAR. No sientas, de verdad, que tu motivación es menor. Por algo se empieza.

2. Entiende, también, que hay quien pueda interpretar tu desobediencia civil como un chorreo en toda regla, un “damos la mano y nos cogen el brazo”, un “en este país cada quien hace lo que le sale de los webs”. No digo que sea un razonamiento correcto, digo que, seguramente, habrá quién traducirá la aglomeración vivida hoy de once a doce de la mañana en este sentido. Cosas más raras hemos visto. Asume, también, que tu incursión en la ilegalidad puede no haber hecho más que empezar, porque habrá quien use esa argumentación para recular en el alivio del confinamiento, y eso te obligue a seguir desobedeciendo ulteriormente. Recuerda que siempre puedes quejarte de este pollo sin cabeza en que se ha convertido la salida de la pandemia. Culpa del coletas. O de que todavía no nos toca salir. Vete a saber.

3. Me encanta, además, lo positivos que sois. “Tenemos que volver a vivir YA”. Está bien tomar el control sobre la propia vida, en estos momentos en que hay gente que ha perdido el control sobre la propia muerte. Por ellos, tenemos que seguir adelante. Además, los 378 muertos de ayer hacen que los 300 de hoy parezcan poquitos. Si los comparamos con los quinientos diarios de hace solo una semana, todavía parecen menos. Si llegáramos a los 193, decididamente querría decir que está todo bajo control. Uy, me he liado de número. Esos son los muertos en los atentados de 2004, que cambiaron para siempre la Historia de nuestro país, y que nos pareció una masacre atroz, cruel e injusta. Una cosa positiva de la pandemia: los muertos, puestos en contexto estadístico, nos pueden dar hasta motivos para el optimismo Mola. Como son tantos, no hay nadie que haya indagado en las vidas y afectos de todos y cada uno de ellos (nos quedaría una galería fotográfica que no hay servidor de periódico que pueda soportar), y, como son todos abuelitos, pues tampoco es como si fueran como nosotros. Son como nosotros dentro de siglos y siglos.

4. Espero, sinceramente, que podáis entender que a esta misma conclusión que vosotros habéis llegado hoy (“esto ya no hay quien lo aguante”), también llegaron aquellos vecinos que fueron denunciados por saltarse el confinamiento. Como digo, la motivación es lo de menos, lo importante es ver la luz. Ahora que tú has tenido que decidir entre seguir tu corazón o perderte el paseo de tus hijos, espero que entiendas a quien tuvo que elegir entre salir de casa con su hijo de tres años o dejarlo solo en esa misma casa mientras iba a comprar, a la jubilada que de repente se angustió porque nadie le iba a dar de comer a los gatos que atendía ella en un solar de al lado de su casa, o a quien a la vuelta del trabajo entró a comprar sólo dos cosas en el súper, concretamente colorante alimentario y sal, pensando que la pasta de sal coloradita les distraerá a sus hijos del miedo que se vive en casa, y sin esperarse las miradas de reproche porque estaba comprando sólo colorante alimentario y sal. Ya ves tú si no podía esperar a la semana que viene para comprar dos chorradas. Espero, con todo mi corazón, que el ejercicio de la desobediencia social, de alguna manera, os conduzca a la tolerancia hacia esas personas que desobedecieron antes, y entendáis que muchas normas se quedan estrechas para determinadas situaciones de primera necesidad, como es el primer paseo de vuestros hijos después de un mes en casa. Un paseo que tardará un día entero en volver a repetirse. Imposible perdérselo. En pareja, como todo lo bonito que os ha pasado. Di que sí.

Por lo demás, espero que hayáis disfrutado del paseo. Por cierto, a las tres de la tarde, el mismo sol y nadie por la calle.

PD. Yo no te digo ni que sí ni que no… sólo digo que en estos tiempos, el balance entre lo que dice la Ley que hay que hacer, lo que crees que puedes hacer sin perjudicar a nadie, lo que necesitas hacer, lo que tus hijos necesitan hacer, lo que los profesionales sanitarios necesitan que hagas, lo que las muertes de miles de personas te sugieren hacer, lo que el gobierno manda que hagas, lo que debes hacer, lo que puedes hacer, y lo que te apetece hacer es súper complicado. Para todos.

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Abr 16

Naufragio… con niños

Leo estos días artículos y opiniones sobre las consecuencias que el encierro va a tener para nuestros hijos. Se queja la gente de que se ha pensado más en las mascotas que en nuestros hijos. Que los niños no son prioridad. Que se ha tomado un enfoque adultocéntrico para gestionar la crisis.

Ya. En estos momentos los niños no son prioridad. Las prioridades son eso: prioridades. En una situación como la actual, es de cajón que no se puede llegar a todo. Y nuestros hijos (los sanos, neurotípicos, sin discapacidad y en familias funcionales y funcionantes) no están en peligro. Ahora no, no son la prioridad. No pueden y no deben serlo. La prioridad son los mayores y las personas vulnerables, que son los que están en riesgo real de morir. A ellos hay que atender en este momento. Y los demás lo mejor que podemos hacer (nuestros hijos también) es no estorbar.

Si el virus se hubiera cebado con los niños (recordemos que los virus pueden ser bastante aleatorios), y en vez de tener quince mil muertos adultos tuviéramos quince mil ataúdes pequeñitos en fila en varias plantas de un párking (o de diez párkings), instalaríamos francotiradores en las azoteas para evitar que la gente saliera a la calle. Si fuera un Chérnobyl (las cifras son un poco esas), nos meteríamos en un búnker y allí nos quedaríamos los meses que hiciera falta. Si quince mil niños en nuestro país murieran sin el acompañamiento de su familia, con el único contacto físico del respirador y una mano enguantada de una persona bienintencionada, pero a la que no conocen, si el virus tuviera los mismos efectos en las guarderías que en las residencias de ancianos (imaginen: de veinte niños de una clase, en un mes se mueren tres. Pablito, Pedrín y Anita, por ejemplo, con su pañal, con su piel suavecita, con su bondad absoluta, con su no entender lo que está pasando, con sus familiares esperando en casa la llamada del médico para saber si su bebé de dos años está vivo o muerto, sin poder, ni siquiera acompañarlo en ese tránsito que, para los afectos y la vida compartida, es también final y miedo. Cambiemos dos años por ochenta). Como nuestros niños están a salvo del virus, nos permitimos, incluso, reclamar que se piense en ellos. El hecho es que miles, millones de niños, están decentemente atendidos en esta crisis. Los atendemos nosotros, que más allá del gobierno y los profes, somos los directos responsables de nuestros hijos.

Sobre mascotas vs. hijos neurotípicos: no hace falta un ejercicio de excepcional empatía para entender que, como padres, seguramente tenemos ya controlada de alguna manera la cuestión de las cacas de nuestros hijos. Como propietarios de mascotas, eso es bastante más complicado. No tengo perro, y muchas veces me escandalizo con los cuidados que se dedican a los mismos: cesáreas para parir cachorros de razas que hubieran debido extinguirse en un mundo donde millones de mujeres no tienen acceso a cesárea. Pero el sacar a los perros me parece, en este momento, un tema de salud, y también de ser consecuentes con la responsabilidad de tener un animal en casa, que mantengo, más allá de razas y lujos inútiles, una responsabilidad que hay que afrontar siempre y para toda la vida, como todas las responsabilidades que se adquieren con seres vivos (esto último, no se lo digan a las lentejas que plantamos el segundo día de cuarentena).

Y sí, el confinamiento pasará factura a nuestros hijos. Por supuesto que sí. Pero, si a estas alturas no hemos entendido que no podemos protegerlos de todo, que educarlos es también enseñarles que a veces la vida pasa factura, creo que como padres y madres no lo estamos haciendo del todo bien. Intentamos por todos los medios protegerlos, que ni sientan ni padezcan, que nunca el lodo de la vida les alcance. Es legítimo intentarlo. Es de deber, también, que aprendan que a veces la mierda nos alcanza a todos. Que la factura de este desastre la pagamos todos. Y que podemos considerarnos afortunados de vivir para contarlo. Que en una situación como esta, para proteger a nuestros mayores, a sus yayos, a las personas que, en muchos casos, los cuidan cada día, tienen que quedarse en casa. Punto. Y sí, si no lo entienden, tendrá que ser «porque lo digo yo, que soy tu madre». Como si tuviéramos algún control sobre la situación. Como si en casa reinara un enfoque adultocéntrico en este momento. Como si la prioridad, por una vez, no fueran ellos. Ya lo dicen los americanos: «fake it ‘till you make it». Como si controláramos y tuviéramos claro lo que hay que hacer.

Y con esto, que quede MUY CLARO, NO JUSTIFICO a los policías del visillo, de la nota en el rellano, de la pintada en el coche, que me parecen la cosa más horrible de esta situación, la delación hecha siglo XXI, esa España cainita que espera agazapada la menor oportunidad. Qué miedo, señores y señoras, qué miedo.

Por otro lado, no es verdad que los niños no son prioridad. No se considera prioritario dejarles salir a la calle. Mal que bien, tenemos miles de maestros y maestras que están haciendo de nuestros hijos su prioridad. Y en casa siempre han sido la prioridad, y lo siguen siendo. También para sus yayos son y siempre han sido prioridad. Pienso en todas esas personas ancianas que han querido y quieren a mi hija: en la monja con Parkinson que se pasó un verano (literal) tejiéndole unas bragas de ganchillo; en las señoras y señores de la parroquia que de vez en cuando le dan caramelos, que le dicen lo guapa y lo alta que es (como si ser alta o guapa fuera fruto del tesón individual, bien es verdad); en los yayos de sus compañeros de clase, que se apuntan su nombre para pronunciarlo bien; en las abuelas de sus amigos de natación, que rebuscan en las mochilas cuando nos olvidamos algo; en los curas salesianos que nunca se olvidan de saludarla, de dedicarle una palabra de cariño, de hacerla sentir en casa. Por ellos, amor, nosotras que podemos, nos tenemos que quedar en casa. Porque ellos y ellas lo valen.

Y la factura la pagaremos -la estamos pagando- , juntas. Y sí, puede ser que estemos dejando propina, que no haga realmente falta que estemos en casa, que estemos pagando errores de otros… pero yo, particularmente, siempre creo que es mejor hacer de más que de menos, y en ese principio intento también educara a mi hija: cumplir con lo que parece ser la única manera en la que podemos colaborar en este momento, que no quiere decir deponer el juicio crítico, ni rendirse, ni someterse, porque, como nos recuerda mucha gente, esto no es una guerra. Somos todos perdedores, en este momento, como sociedad, como sistema. Hemos fallado a nuestro mayores, y, sí, estamos fallando a nuestros hijos. Estamos -están- mucha gente intentando paliar ese fracaso, salvar los muebles de este naufragio. En este caso no está siendo «los niños primeros», porque los niños sanos, neurotípicos y en familias funcionantes, a Dios gracias, ya tienen chaleco salvavidas, adjudicado con una aleatoriedad de la que deberíamos -creo- ser más conscientes.

También os digo que, al paso que vamos con el home schooling, igual cuando vuelva al cole le tienen que volver a enseñar los colores y las frutas. El tema de la convivencia, en cambio, lo llevamos genial. Ayer dijo que para Reyes se pedirá una nueva familia. Una que salga más de casa, dice. Y que tenga jardín.

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Nov 02

LAS NOVIAS BEBÉS

Hemos pasado el final del verano con F., una de las muy mejores amigas de la Nena, sobrina de nuestra canguro. Venía todos los días a casa (a veces incluso cuando la niñera tenía fiesta) y se ha quedado varias veces a dormir. Los jóvenes padres de F. viven en Enseno, un pueblo a unos veinte kilómetros del nuestro. Como son un poquitín desastre, la niña pasa largas temporadas con su tía, nuestra canguro.

Yo no lo sabía, pero cuando te dejan un niño, se ve que tienes que devolverlo en mejores condiciones que cuando te lo dejaron. Así, mi canguro decidió que, antes de que F. volviera a su Enseno del alma (una ciudad pequeñurria y bastante cutre en la carretera hacia Butajira), había que mejorarla radicalmente.

Andaba yo aquellos días autopalmeándome la espalda por lo bien que mi Nena está integrada en el África. En este contexto, cuando la canguro (y la Nena) me llamaron por teléfono para decirme que volverían más tarde de lo habitual porque “me estaban preparando una sorpresa”, no me extrañó.

A las seis y media de la tarde llegó a casa la canguro, acompañada de la Nena y F., las dos con el pelo estiradísimo y moldeadísimo, vestidas con sendos tutús (son el fondo de armario de la Nena) y completamente encantadas de la vida:

_ ¿A qué estamos preciosas, mamá?– me preguntó la Nena, o la versión enana de Oprah Winfred que se había comido a mi Nena, o la maru de gala de Nochevieja de TVE que hablaba con la voz de mi Nena.

Y yo sólo acerté a decir: _¡Guau… pelazo!– fundamentalmente porque sólo se veía pelo. Liso. Muy liso. Olor de laca de la del bote dorado en toda la habitación.

Mientras yo recogía los pedazos de toda esa conciencia que a mí me parecía estarle inculcando a mi vástaga, la susodicha y su compañera de fechorías recorrían la casa gritando a pleno pulmón: “¡¡¡Somos las novias bebés, somos las novias bebés y nos vamos a casaaarrr!!!”, mientras la niñera se partía de la risa.

Dos horas después pude echarlas a dormir, si bien primero tuve que extirparles quirúrgicamente el peine de la mano, porque no hacían más que peinarse la una a la otra. En ese momento unicornio en el que meto a la Nena a dormir, me preguntó:

_ Mama…estoy guapa, ¿verdad?– con esa mirada de inocencia que todo lo espera (de mí).

Tras pensar unos segundos, claudiqué en mi deseo de largarle un discurso sobre la importancia del pelo africano para las africanas del hoy, del ayer y del mañana:

_ Sí, estás guapísima. Estás guapísima siempre.

_ Pero ¿te gusta mi nuevo pelo?

_ Me gusta el nuevo y me gustaba el de antes.- Diplomacia ante todo.

Decidí concluir con una perla de sabiduría digital: “Además del pelazo, lo importante es el cerebro debajo, cariño, y tú de eso vas sobrada”

A Dios gracias el alisado no sobrevivió a su propia emoción más de un día, con el consiguiente disgusto de la Nena, que no se explicaba cómo se le rizaba el pelo tan rápido. Sólo se le pasó el sofoco cuando me arrastró hasta la pelu para reservarle hora para su cumpleaños. Que es dentro de un mes. La peluquera la vio tan emocionada que le ha prometido un peinado memorable, “tan bonito como los de Kenia”, explicó, segura de mi aprobación, porque se ve que el estilo de Kenia es la bara de medir en nuestra Oromia: si lo hacen en Kenia, es fashion.

Sea lo que sea que dijo que le haría (la verdad, mi vocabulario especializado en belleza y estética en amárico es bastante, bastante limitado), estoy segura de tres cosas:

  1. Será inflamable
  2. Le molestará tanto que no podrá dormir
  3. Me costará horas y lloros deshacerlo

Por darme, me ha dado hasta el ultimátum:

_ Mamá, si no voy a la pelu, no me puedo casar. Las novias bebés van a la pelu para casarse

Qué suerte tienen las novias bebés. Y sus futuros maridos bebés, supongo.

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Oct 24

ENTRE DOS TIERRAS

Como se puede imaginar, la pertenencia de mi Nena a la cultura etíope plantea situaciones curiosonas, sobre todo desde el punto de vista frenji. Por ejemplo, algunos ejemplos:

. pipí en la calle: ahora lo controla mejor, pero durante las vacaciones en España del año en que dejamos el pañal (y los dos siguientes), donde le daban ganas, se bajaba los pantalones y antes de que te dieras cuenta, ya había plantado un pequeño pino en mitad de la linda terraza en la que te estabas tomando una horchata. Lo mismo con el pipí, obviamente. Es más, si estaba jugando al sol, se metía debajo de las sombrillas para hacer pipí, porque la canguro le explicó una cosa sobre el vapor del pipí en el suelo caliente que hace que te salgan granos en el potorrín. Inasequible a las miradas de horror de alguna gente (sobre todo cuando ya tenía tres florecientes años, que seguía haciendo lo mismo), me agencié unas bolsitas de esas de las cacas de los perros. Yo no sé por qué, si lo hacen los perros, no lo puede hacer la Nena. No entiendo de dónde venía el escandalizarse. De verdad que limpié/enjuagué cada deposición de la Nena.

. la fuente del parque. La primera vez que fue a beber en una fuente en los columpios en España en verano, después de beber, se lavó la cabeza, la cara y, quitándose los zapatos, los pies también. Cuando acabó, echó un escupitajo a la rejilla de la fuente. En ese punto, el resto de niños no podían dejar de mirarla. Quiero creer que la miraban fascinados.

. una vez, en misa, doblé la hoja de los cantos que nos habían dado y me la eché al bolso: “muy bien, mamá”, me animó en voz bien alta, “así luego nos limpiamos el culete”. Quise morir.

. Conversación mientras reviso Whatasapp: “Nena, el hijo de mi amiga se ha caído contra la acera y se ha hecho una brecha. Pobrino”. Respuesta: “¿qué es una acera?” Y yo sin saber muy bien qué responder, porque las personas y los coches y los animales aquí van todos al mogollón.

. Recientemente participamos en un encuentro de animadores juveniles aquí en Etiopía. Yo no soy joven, pero sí muy animada, así que allí estábamos con la Nena. Me dieron una de esas acreditaciones de colgar al cuello. La Nena me la pidió con gran interés. Se la dí. Ante mi asombro, se la colgó al cuello y empezó a besarla:

_ Gracias, mamá, así me proteje del mal de ojo– me soltó, confundiendo la acreditación con uno de los amuletos que los niños llevan aquí al cuello. Obviamente, tuve que mandar a la niñera a buscarme un amuleto de verdad, porque se pasó dos días con la acreditación colgada, que ni para dormir se la quitó.

. Siempre en el terreno de alcoba, la Nena en cuanto oye zumbar un mosquito, se tapa los oídos y duerme así, con las manos en las orejas. Los etíopes tienen un miedo ancestral a que les entren bichos en los oídos mientras duermen –no digo que el miedo carezca de fundamento- y, sobre todo los niños, muchas veces duermen tapándose los oídos.

. La Nena muchas veces me llama por mi nombre. En Etiopía es normal que los hijos llamen a sus madres por el nombre. Normalmente, sólo las llaman “mamá” o “mamayé” o “emayé” mientras son pequeños o cuando lloran o están disgustados. El verano pasado, la Nena se pasó las vacaciones llamándome por mi nombre de pila. La gente me preguntaba si no me daba cosica. Yo respondía que no, que a mí me hacía gracia. “Es como si me llamase la vecina del tercero”, decía yo toda flamenca. “Pues por eso”, me contestaba la gente, “¿no te da cosica?”. La verdad es que sólo me dio un poco de apuro el día en que una señora en el parque me preguntó “que eres, ¿trabajadora social?”, entendiendo que la Nena sería uno de mis casos. Como la criatura va un poco a péndulo, ahora se refiere el cien por cien del tiempo a mí como “enate” (mi madre) o “mamayé” (mi madre también), sin omitir jamás el posesivo, que hasta los etíopes le dicen “que sí, que ya sabemos que es tu madre”. También lo usa mucho para corregir a la gente:

_ No se llama “sister”. Se llama mamayé.

Y lo peor: _ No es frenji. Es mi mamá.

Con la raza tiene una cierta confusión. Con dos años, un día jugando le iba nombrando gente y ella respondía:

_ F., ¿qué es?

_ Abesha

_ ¿Y M.?

_ Frenji

_ ¿Y mamá?

_ ¿Mamá?…¡Chalada!

No diré que tiene altas capacidades… pero sí que muchas cosas las pilla al vuelo.

 

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Oct 19

ANATOMÍA DEL DESASTRE

A las ocho de la mañana, un día cualquiera, la señora W. se nos desplomó en la puerta del proyecto, gritando que le ardía la cabeza. La acompañamos al hospital público, pensando que, detrás de las formas netamente culturales de manifestación del dolor (la señora estaba dictando sus últimas voluntades, convencida de que Satán había venido para llevársela) subyacía una migraña.

Según llegamos, le dieron una inyección de Diacepán (Valium), para tranquilizarla. Allí la dejé, a la espera de que pasara un doctor a visitarla. Volví por la tarde, y me alargaron un papel con la receta de las medicinas que necesitaba. Así, a bote pronto, le habían prescrito:

  •  un antidepresivo
  • el Valium para dos semanas
  • un antipsicótico (Haloperidol)
  • un antibiótico para el tifus y las fiebres tifoideas

Nótese que el único síntoma era dolor de cabeza. Mucho dolor de cabeza.

Busca que te busca, encontré el doctor que había escrito la receta. Le pregunté (educadamente, que voy aprendiendo) por qué había prescrito medicinas para tratar un trastorno de la personalidad:

_ Porque tiene un trastorno de la personalidad– me respondió

_ Pues hasta esta mañana era normal– le refuté

_ No lo sé. No la conozco. Que se tome esto y se vaya a casa y se lo siga tomando- concluyó

Decidí entonces dejarle sólo el antibiótico. Lo demás, me lo metí en la bolsa y lo tiré al wáter cuando llegué a casa. Me quedé sólo el Valium porque tenemos que ir a buscar un gato a una casa y no se deja coger. En cuanto averigüe la dosis para atontarlo, me servirá el Valium. La señora, entre seguir las indicaciones del doctor (que no le había explicado nada) y seguir las mías (que sí le expliqué todo) decidió seguir mis indicaciones.

En dos días, la señora estaba como nueva.

Viene la anécdota al caso para ilustrar una reflexión que me ronda frecuentemente: cómo las circunstancias fuerzan a veces la toma de decisiones para las que no estoy absolutamente capacitada. En esta ocasión, la señora se curó. Igual que se curó, podíamos haberla encontrado ahorcada en su casa. Y eso sí habría sido una cagada. Una cagada mía.

Porque, como bien nos enseña Grey’s Anatomy, antes o después la cagas siempre. Vas librando, vas librando, y un día tomas una decisión que tiene como resultado la muerte de alguien. No tiene por qué ser una decisión tan drástica como retirar una medicación. Puede que la elección del hospital al que decidas acudir (lo lejos que está, el transporte…) condiciones la vida o la muerte de la persona.

Por ejemplo, para la niña Ch., decidí que no necesitaba incubadora. Decidí que mandarla a una ciudad con hospital con incubadora suponía un riesgo demasiado elevado de que la madre se pirara, y decidí ingresarla en un ambiente más controlado y protegido. Sin incubadora. Según todos los protocolos médicos, la niña necesitaba incubadora. Nunca estuvo en una. Tiene dos años y está preciosa. Junto a su madre.

Por ahora, siempre me he equivocado haciendo de más que de menos. A veces he corrido cuando no hacía falta. Por ahora, siempre he corrido cuando había que correr. Unos amigos míos, en un proyecto similar al mío, se lamentaban de no haber corrido lo suficiente. Según ellos (ambos dos trabajadores sociales), no supieron ver la gravedad de las condiciones de una niña de un año y medio, que falleció en un hospital.

Y es que ese consuelo, que parece tópico, que parece circunstancial, que parece vacío –“se hizo todo lo que se pudo”- para una gran parte del mundo es, simplemente, una utopía. Porque hay hospitales (y clínicas, y doctores, y curanderos, y enfermeros) que ya no es que no te curen. Es que te matan.

Al final, en esta ruleta rusa de la responsabilidad que a veces es el asistir a gente vulnerable, el único consuelo que te tiene que quedar es que, al menos, la cagaste haciendo lo que entendiste era lo mejor para esa persona. Que hiciste lo mismo que hubieras hecho por tu familia (pensando que mantener ese nivel de atención y ese tiempo, con un número de beneficiarios altos, es extenuante). Y que a ti, al menos, las cagadas se te aparecen en sueños durante mucho, mucho tiempo.

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Sep 25

SU MUNDO

Sábado después de comer y se empeña la Nena en que quiere ir a jugar al barrio de la canguro. La acompaño de la mano y, llegando delante de casa de la canguro, corre a unirse al grupo que está jugando a la goma con una cinta vieja de videocasete. Está Babila –su “amor verdadero”, según ella, cuánto daño ha hecho Frozen – y la Nena, después de un rato, le pregunta si le apetece ir a ver a Siam, otra niña de su clase, que vive allí al lado. “Tú vete, mamá, y luego me vienes a buscar a casa de Siam”.

Se alejan por la calle polvorienta. Es día de mercado. Van por un lateral, pero siguen cerca de los carros y las vacas

_ ¡Babila!, le grito

No se vuelve, pero coge a la Nena de la mano. La Nena sí se vuelve:

_ No te preocupes, mamá. Te veo luego – y me lanza un beso al aire.

Las señoras del mercado que están esperando su carro para irse a casa no pierden comba y se quedan ojipláticas, porque la Nena me ha hablado en español. “Fíjate, cómo habla bien inglés la niña”, comentan, pero hacen cábalas durante un rato, porque la Nena me ha llamado “mamayé” (mi madre, entendido como un mote cariñoso), y se han dado cuenta de que quería decir “mamá”. Desde la tienda cercana, les aclaran, “es su niña. La está criando”.

Yo me quedo plantada en mitad de la calle, observando mientras la Nena y Babila enfilan el callejón en el que vive Siam. Pasarán la tarde saltando sobre los dos neumáticos viejos que tiene Siam en el jardín. La canguro sale de su casa: “si sobran sambusas de la tienda, se los llevo luego para merendar”, me tranquiliza. “O shiro wot*”, me río, y se ríe ella también, porque le digo a menudo que en Etiopía siempre es hora de comer comida de mediodía, con esas meriendas de legumbres e injeeras, que al bollicao si lo conocieran le meterían doro wot*. Cuando duerme fuera de casa, la Nena desayuna arroz con berberé. O patatas cocidas.

Otros dos niños se unen a la Nena y su amigo. Se paran los cuatro y observan algo en el suelo. Algún bicho, supongo. Babila lo pisa con decisión y siguen todos su camino. Saludan al señor A. que repara bicicletas. Se levanta y le da un beso a la Nena. Me saluda desde lejos. La semana pasada se le escapó la vaca mientras la Nena se montaba en el carro para ir al cole. El señor A., medio dormido, le tiró una piedra a la vaca, que, de rebote, fue a darle a la Nena. Sólo fue un raspón en la mejilla, pero el señor se deshace en disculpas cada vez que ve a la Nena. Influye también el hecho de que quiso reparar el daño dando leche gratis a la Nena, y la Nena lo rechazó diciendo que a ella la leche no le gusta. A mí sí me gusta, pero como la pedrada se la llevó ella, pues nos hemos quedado sin leche. Y el señor A. sin reparación y con remordimiento de conciencia, porque yo mandé a su hija a estudiar magisterio infantil, y él a cambio le ha tirado una pedrada a la mía. Somos la risa del barrio.

Entro en la tienda, compro papel de váter. Me sale un birr y medio más al rollo que en el mayorista, pero los hijos de la tienda son amigos de la Nena, y la verdad que si tuviera que pagar todos los chupachups que le dan, me saldría más caro. Así, lo que me saldrá caro será el dentista, pero como me lo regalan en España, pues me da más igual.

Vuelvo a casa a esperar que se haga la hora de ir a por la Nena. Aprovecho para dedicarme a mi gran pasión: las labores del hogar, mientras pienso en la Nena que participa en ese barrio, en ese mundo, en esa vida etíope de una manera que –creo- es un tesoro para ella. Y entre sábana y sábana doblada, me repito que, aunque perle de cagadas nuestra vida en común, esos recuerdos, ese barrio, esa gente… por la parte que me toca… eso lo he hecho bien. Vivir en su mundo, aunque sea un mundo que muchas veces me desconcierta, aunque sea un mundo que nunca será completamente el mío… vivir en ese mundo ha sido (y es, hasta que deje de serlo), la opción correcta.

Dos horas más tarde la encuentro metida en la acequia vacía que bordea la calle, intentando sacar un cabritillo que se ha quedado atascado dentro sin llevarse un topetazo, junto a los otros pequeños del barrio, cubierta de polvo, bajo la atenta mirada de la señora de la tienda. La acequia, las cosas como son, huele a pipí.

_ ¡¡¡Mamayé!!! ¿Nos sacas la cabra? El hermano de Siam ha dicho que nos la regala si conseguimos sacarla. Así la matamos y nos la comeremos.

Para desayunar, supongo.

 

. *Shiro wot: Wot, en general, es la salsa que acompaña la injeera. Shiro wot es la que se hace con shiro, un polvillo a base de garbanzos molidos y especias varias
. *Doro wot: Pues otra salsa para la injeera, pero con pollo (doro). Es una de las comidas de la fiesta.

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Sep 21

FALSOS PROFETAS

Hace cuatro años pasaba yo por el que todavía mantengo que ha sido el período más difícil de mi vida: el proceso burocrático de adopción. En aquel momento, a principios de Julio, no veía yo ni principio ni final ni nada de nada y, harta de todo y de todos, me fui a España de vacaciones.

Antes de irme hablé con G. Ella y su marido, F., estaban también en proceso de adopción en ese momento. Empezamos en distintos momentos –ellos un par de meses más tarde- pero al final el inquebrantable muro de la burocracia etíope había igualado nuestros procesos y nuestra situación, en aquel momento, de callejón sin salida.

_ Me voy de vacaciones, G.- le dije- estoy cansada, y creo, de verdad, que a lo mejor lo que no es, no tiene que ser. A lo mejor la puerta que no se abre es porque no tiene que abrirse

Ella no se paró ni dos minutos a escucharme. Cuando estaba en el aeropuerto esperando para irme a España, me llamó por teléfono: “Yo sé que nuestra hijas existen. Sé que están en Gondar. La semana que viene me voy a buscarlas. Te digo algo cuando las encuentre”.

Esta línea de actuación es súper típica de G. Es lo que Abba D. llama “Falsos profetas” que es un modo así como místico de llamar a los mentirosos simpaticones: gente que no te cuenta cómo son las cosas, sino cómo ellos creen que las cosas deberían ser. Y que creen tanto en sus propias mentiras (o sueños) que nunca cejan en su empeño de transformar la realidad para que se adecúe a esa fantasía mental que les mueve Y al final, lo logran.

Además, G. tiene un sentido de la escenografía y el drama bastante acusados. Así, tres semanas más tarde, me llegó un mail que decía: “estoy en Gondar, y estoy viendo a tu hija gatear. Es maravillosa.”, junto a una foto borrosa de un niño/a delgadito y peladito que dormía retorcido/a encima de una sábana de esas que fabrican en los complejos textiles del gobierno etíope. Su falsa profecía se había realizado, para pasmo de su marido F. y míos, que estábamos más en el equipo de los escépticos. Ella y F. son, obviamente, los padrinos de la Nena.

Los conocí hace trece años. Yo llevaba cuatro meses en Addis Abeba, y me informaron de que una pareja con un niño de un año y medio vendrían a vivir temporalmente conmigo, en lo que hacían el curso de amárico. Cuando llegaron a casa, lo primero que pensé es que aquel niño parecía un duende. Entonces no sabía que G. nunca ha asociado “maternidad” con “obligación de peinar a nadie”, y que sus cuatro hijos lucen con arte y alegría el look capilar que la almohada tiene a bien modelarles cada noche.

Trece años más tarde, por casualidades de la vida, no pude participar en el fiestón de despedida en Addis, en el que participaron artistas circenses callejeros, maestras super pagadas de la escuela italiana, la rarísima parroquia italiana, Misioneras de la Caridad y discapacitados varios. Sí fui a buscarles al aeropuerto cuando llegaron a Milán. Eran las seis de la mañana. Salieron cansados  y tristes, en el aeropuerto desierto, empujando dos carros con una torre de maletas cada uno. Y encima de cada torre, un saco blanco en el más puro estilo viajero abesha.

Nuestra vuelta a Etiopía después de las vacaciones ha sido un poco dura este año, porque G. y su familia ya no están. Se aferran, nos aferraremos un día también nosotras, a la convicción de que nuestra historia en Etiopía no conocerá final, sino sólo etapas intermedias que tendremos que pasar fuera de aquí. De que la tierra de nuestras hijas es también nuestra tierra. Al menos una de nuestras tierras.

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Sep 17

DE PASO

Hace ya un par de meses, un día apareció en nuestro jardín una pareja de mochileros franceses. Llevaban dos años recorriendo el mundo en autoestop. Nos pidieron alojamiento. Se quedaron tres días con nosotros. Eran súper simpáticos y compartieron algunas anécdotas de su viaje muy interesantes. Sobre todo, no fueron pesados para nada, que es siempre un riesgo de los viajeros. Me pidieron colaborar en nuestro fondo común de gastos de casa. Obviamente, les dije que si un día una Nena etíope se plantaba en su casa en autoestop, que por favor le dieran alojamiento, y que con eso nos dábamos por pagados. Con eso y con compartir ese momento de su sueño viajero. Explicaron que dejarán de viajar cuándo entiendan por qué se fueron de viaje.

Algunos días más tarde, vinieron a visitarnos tres madres de niños muertos. Me explico: son tres señoras italianas que han perdido hijos. Una de ellas, con ayuda de un grupo de familias todas con lutos en sus vidas, empezó una ONG haciendo pozos en memoria de su hijo fallecido. Lleva trece pozos.

Yo ya había oído hablar de ellas, y lo de los pozos en honor a los niños muertos me había dado siempre bastante yuyu. Personalmente me produce un rechazo casi visceral la típica placa conmemorativa del donador muerto. A mí me aterraría ver mi nombre -no digamos ya mi foto, y no digamos ya mi foto peinada en los años noventa-, en nada que tenga que permanecer. Pero esa soy yo. No quiere decir que todo el mundo piense/sienta así.

Las madres de los niños muertos tuvieron a bien compartir toda una tarde conmigo. Les enseñé el proyecto donde trabajo y nos tomamos un café. Tuvieron la generosidad de compartir sus historias conmigo, y allí entendí cómo esos pozos y esas escuelas que financian, les ayudan a vivir con ese Dolor. Una de ellas, ya mayor, con un hijo fallecido a los treinta años y viuda, había decidido apuntarse al suicidio asistido. Le parecía que, habiendo trabajado y enterrado todo lo que tenía que trabajar y enterrar, mejor estaría Allá Arriba con sus seres queridos. El apoyo del resto del grupo de familias en luto, y la posibilidad de que la memoria de su hijo viviera en un aula de informática para niños de la calle (lleva ya dos financiadas la señora), le dieron nuevas fuerzas. Y nueva vida. Las tres señoras con las que compartí aquella tarde me parecieron extraordinariamente vitales, y si bien sus vidas giraban en torno a ese luto que las marcaba y definía, no era esa idea ningún nubarrón, sino más bien un vapor, un perfume, que las envolvía en su hablar alegre, ininterrumpido y generoso.

Una vez vivimos tres meses con una chica que era súper fan de Hombres, Mujeres y Viceversa. Era también fan de una variante de la música electrónica que se llama bumping. Lo juro que un día estando ella en su habitación escuchando música cuando llegué a casa, lo primero que pensé al escuchar el estruendo fue “mierda, la lavadora a tomar por saco”. Obviamente, era el bumping a todo trapo.

S., tan opuesta a mí, tan adulta en muchas cosas y tan adolescente en otras, nos enseñó muchísimas cosas que no sabíamos. La mayoría buenas. Trabajó sin descanso con nuestros peques, que todavía añoran aquellas tardes en las que bailaban Walaytiña sin descanso a todo tren (además del bumping, le fascinaban los bailes del Walayta). La Nena todavía recuerda hoy con gran cariño su vestuario basado en el flúor y el animal print. Y su pelazo. Y sus permanentes ganas de hacer cosas. Y lo bien que bailaba hip hop.

La instalación eléctrica del proyecto nos la cambió el año pasado un chico que es igual que Peter Queen de Homeland. Físicamente parecido y mismo trabajo. Cualquiera que sea ese trabajo. Me pasé un mes rezando para que nada explotara en ningún sitio, no porque me preocupe la paz mundial (que sí que me preocupa, pero así en la cotidianeidad, pues no me ronda tanto la cabeza), sino porque si a algún chico/a del radicalismo se le iba la cabeza, yo me veía con los cables al aire por siempre jamás. Tuvimos suerte y el terrorismo internacional le permitió a nuestro voluntario acabar la instalación. Desde entonces tenemos horno eléctrico de pan.

En otra ocasión, durante quince días, tuvimos como voluntario a un socorrista. Era guapo como un príncipe Disney. Juro que cuando se movía parecían caerle chispillas de aquel pelo que, incluso en nuestra Zway petada de cal en el agua, le caía sedosamente sobre la frente perfecta. Por las noches, para estar en casa, se ponía la camiseta, la pantaloneta y las chanclas de socorrista de piscina. Se notaba que el tema del socorrismo lo llevaba con orgullo. En invierno, trabajaba en una fábrica de chocolate, haciendo monas de Pascua. Nos pintó la clase para enseñar inglés, que luego reconvertimos en vivienda de emergencia.

El verano pasado, uno de los voluntarios era un estudiante de Filosofía. Raro, raro. Le parecimos, en general, bastante superficiales. Pintó varias clases de la escuela de los curas. Se pasaba el día pensando, y le buscaba no tres, sino quinientos pies al gato. Sigue con sus estudios de Filosofía, en lo que averigua si el gato existe o no, y si lo devorará o no. Además, participó en actividades de tiempo libre con niños del campo.

En nuestro top tres de personas raras tenemos a una señora, catedrática de universidad, viuda y jubilada, a la que su marido le dejó un dinerito que ella se dedica a distribuir entre distintos proyectos. Estuvo quince días con nosotros, dejándonos una retahíla de anécdotas para los restos (era poeta, y tenía un novio por Whatsapp al que llamaba “El Guerrero”). La que a mí más me puso de los nervios es el día en el que se presentó en el proyecto con una niña de unos ocho años:

_ Tenemos que escolarizarla. Me la he encontrado por la calle.

Entiéndase que de casa al proyecto hay unos doscientos metros. Obviamente, la niña ya estaba escolarizada (cursaba segundo de Primaria). No estaba en la calle. Estaba jugando a la puerta de su casa, porque la mayoría de las escuelas sólo tienen horarios de media jornada. Desde un punto de vista incluso legal, la frenji no la estaba ayudando. La estaba secuestrando. Le ordenamos devolver la niña donde se la había encontrado.

Las Navidades pasadas nos visitó un jardinero que daba clases de jardinería en un hogar de jubilados, y que además en sus ratos libres era tenor lírico. Superadas las primeras diferencias estéticas (a él le gustaban las flores, a mí también, pero me gustan más las flores que se pueden comer), nos construyó un jardín que es un primor. Además, nos cantó dos arias para la inauguración de la guardería de los peques. Momento para la posteridad.

A lo largo de los años, he vivido/trabajado con –calculo-, más de doscientas personas. De varios rincones del planeta. La casa donde vivimos (y también la casa en la que vivíamos antes) son casas de voluntarios. A días, lo confieso sin problemas, me tienen hasta el moño. Pero la mayor parte del tiempo considero que uno de los grandes regalos que me da esta vida loca es la cantidad de gente que he conocido: no sólo los amigos añadidos a mi vida, sino también aquellos que, a veces durante un verano, a veces dos días, me regalaron su tiempo y sus historias. Y tengo que decir que, más allá de las anécdotas, el panorama que se dibuja en nuestra casa abierta de esta humanidad que nos circunda es muy caótico, pero siempre interesante y esperanzador.

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Sep 14

FIESTÓN

La semana pasada tuvimos fiestón. Porque sí. No teníamos un duro en el banco, pero nos dio igual. Dos cabras compramos. Como nos quedamos sin dinero para coca colas, bebimos los polvos solubles, a dos birr el sobre, para dos litros de agua. Decoramos con sábanas viejas y papel de váter. La excusa: el cumpleaños de nuestros hijos. Como en las guarderías buenas, celebramos una vez al año el cumpleaños de todos los peques. En Europa lo hacen para no liarse con tanta fiesta. Aquí lo hacemos porque nadie se acuerda de la fecha de nacimiento de sus hijos.

A las once de la mañana, con la carne ya preparada, llegó S.: “¡¡¡¡Kaktus!!!, ¡ya puedo ver!”. Dios mío, qué alegría. Su abuela –recientemente entrada en el proyecto-, lo mira contenta. Y a pesar de que no he hecho nada –sólo lo mandé al médico a que le corrigieran la medicación- me embarga una felicidad absurda.

Y luego llega A. del cole, caminando casi normal con su pierna nueva, y su madre, F., me mira y se ríe. Ponemos a M., su otro hijo, tumbado en un colchón en medio del jaleo, para que se sienta todo lo importante que es. Se quedará dormido a mitad de sarao, pero hasta entonces abrirá su enorme bocota para gritar que él también se alegra de estar vivo.

A mediodía, de bolsas de plástico escondidas, salen vestidos de tul cutre, brillantes brillantes, y las peques se visten de novias. Las Señoras Vulnerables preparan la mesa del bufé. Las Adolescentes Gueter acaban de decorar. Las dos cuidadoras se visten de fiesta, porque es el cumpleaños de sus alumnos.

Música a todo trapo, carne por un tubo, y la Nena que llega del cole, se pone en fila para el bufé, y se come su injeera con carne y patatas. Tampoco yo sé cuándo es su cumpleaños.

Llegan H. y H., madre e hijo. Les va bien. El peque es súper despierto. Recordamos, una vez más, el día en que, con dos años, entró en la oficina y me soltó:

_ Kaktus

_ Díme, H.

_ Yo no pierdo la esperanza

Y se piró. Ahora esa misma frase está escrita en el tablón del proyecto y en la pared de mi dormitorio. Todavía la uso, al menos, una vez al día.

Pastel del taller de cocina, de colores y cremas imposibles. Lo comemos con las manos, y se nos quedan las manos rosas y verde pistacho. No porque el pastel llevara pistachos. El colorante era verde pistacho. El pastel llevaba un porrón de huevos y bien de margarina.

Bailamos un rato, les largo un discursín en el que comparo nuestras unidades familiares con un pan, en el que los niños son la levadura, que da forma al pan y es lo más importante de la masa. Según voy hablando, me doy cuenta también de que es una cuestión numérica: si hay pocos el pan viene más triste, y si hay demasiados el pan se desmorona. Como yo sólo tengo a la Nena, no llevo la metáfora tan allá. A ver si a las que están solas con uno o dos les va a dar por tener dieciséis.

Acabado el baile, les pongo una peli a los peques. Cuando salimos, las Señoras me han guardado una cazuelilla con restos de wot para la cena. Es curioso que siempre me dan los restos de comida, como si la necesitada fuera yo. Están convencidas de que no sé cocinar, y de que por eso la Nena y yo estamos más bien delgaínas.

Llegamos a casa, la Nena todavía con el uniforme de micro monja que lleva para ir al cole y la cara pintada con los colores de la bandera etíope. Estamos tan cansadas que, por fuerza, tiene que haber sido un fiestón genial.

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Abr 10

SORORIDAD

A la señora D. nos la trajo uno de los seveñás. Dormía en la calle de al lado de la misión, acurrucada en una esquina. Como es grandona, no conseguía esconderse lo bastante, y a veces los borrachos la intentaban molestar, por decirlo finamente. La señora D. gritaba y los seveñás de la misión acudían y espantaban a los borrachos. Y así, durante una semana. Como obviamente la situación carecía alarmantemente de sostenibilidad, los guardianes nos pidieron nuestra colaboración para reintegrar a la señora D. en la sociedad.

Las primeras semanas fueron de muchas risas. La señora D. aparecía mentalmente perjudicá, hablando científicamente. Repelía de manera patológica el contacto humano. Teníamos que hablarle a una distancia de unos cinco metros. Si nos acercábamos, se alejaba. Bailábamos por todo el recinto, nosotros dando chillos y ella farfullando cosas que nunca llegábamos a entender.

Le preguntamos que por qué estaba durmiendo en la calle. Nos respondió que porque le daba la santa gana. Le ofrecimos una caseta de lámina en el recinto del cementerio católico que forma parte de la misión. Es un sitio tranquilo, sin nadie que te moleste. No hay muchas tumbas, y sinceramente a la señora parecían molestarle más los vivos que los muertos. Como siempre hay guardián, estaría vigilada. Y hay baño. No quiso entrar en la caseta porque, afirmó, “se me caerá encima”, y durmió bajo el techo de una pequeña capilla que hay en el cementerio. Cuando le enseñamos su nuevo hogar (esto es, el cementerio), estaba la guardiana (seveñá) del cementerio: la señora K., una ex beneficiaria que tiene unos cincuenta años pero que aparenta 133 por lo menos, y que, a su salida del proyecto, fue contratada por la misión como la primera mujer seveñá, hace ya un porrón de años. Tiene un hijo bastante parasitario de veinticinco años y vive en una pequeña habitación dentro de nuestro proyecto. Fue a la señora K. a  la que se le ocurrió que, si le daba miedo dormir indoors, podía dormir debajo del techo de la capilla. “Yo la dejaré arreglada todos los días antes de irme. No os preocupéis. Y le diré al seveñá de por la noche que esté atento por si necesita algo”, nos dijo.

Dos días más tarde fuimos a visitarla después del trabajo. Ambas dos estaban lavando la ropa de D. D. lavaba y la señora K., a distancia, le daba instrucciones: “escurre bien, tiende extendido que queda mejor”. Aparentemente, D. seguía las indicaciones.

Una semana más tarde D. pidió comprarse un hornillo. Quería cocinar. Le ayudaba la señora K. Fuimos a ver cómo iba el proceso de reinserción en la sociedad. Las dos inclinadas encima del hornillo. Juntas. Con la señora K. que le explicaba todo pausadamente y D. que asentía. Hizo un pan tradicional. Lo comimos todas juntas. Su primer pan. Se comió su pedazo a sólo un metro de nosotras. Todo un logro

La señora K. es católica y así, con gran horror de la parroquia, que son bastante intolerantes, comenzó a llevarse a D., que parece venir de un entorno musulmán, a misa. Se ponían en el último banco. La señora K. de blanco riguroso, delgada y chiquinina, con la cabeza bien alta; y D., grandona y descoordinada, envuelta en los coloridos trapos que suele vestir sin orden ni concierto, siempre cabizbaja y con la inexpresiva mirada aparentemente perdida. La señora K. seguía indicándole: “levántate, santíguate, aplaude”. Y D. se levantaba, se santiguaba, aplaudía.

Cuando D. nos informó de que pensaba que sí que le apetecía dormir bajo techo, le buscamos una casa (habitación) y se la equipamos. Tuvo que ir también la señora K. a enseñarle cómo vivir en ella. Los primeros dos días no había tocado nada. Ni siquiera se había tapado con la manta: “Kaktus lo puso todo ordenado. No quiero desordenarlo”. La señora K. le enseñó que podía desordenarlo y volver a ordenarlo de nuevo.

Un día no aparecieron a misa. El lunes le pregunté a la señora K: “Ayer saltasteis la misa, ¿eh?”. “Sí”, me respondió, “nos fuimos de picnic al lago”. Decir que se me quedó la boca abierta es poco. “D. me dijo que quería ir a comer al lago, como la gente bien, y nos fuimos con la tartera a sentarnos debajo de un árbol”, explicó. “Lo pasamos muy bien”, concluyó.

Y así ha pasado un año. D. trabaja en nuestros telares. Nunca habla con nadie por iniciativa propia, pero responde cuando le preguntas algo. Ya no está tan atenta de apartarse si alguien se acerca, aunque todavía lo hace de vez en cuando. Está medicada y va cada tres meses, junto a la señora K., a visita con el psiquiatra. Se van en autobús, duermen en un hotel, y vuelven al día siguiente.

Las dos son inseparables. Los domingos se toman juntas el café y van a misa. D. no habla, pero asiente cuando la señora K. lo hace. La señora K. se apunta a un bombardeo, y D. va con ella a todo.

El pasado domingo corrimos una carrera que organizó (fatalmente, pero bueno) la oficina local de Asuntos del Niño y la Mujer para celebrar el Día de la Mujer. La señora K. y D. quisieron participar.  Verlas entrar corriendo de la mano en la línea de meta es una de esas imágenes que Etiopía me regala de vez en cuando y que atesoro en mi corazón. Creo que uno de los sentidos de esa palabra que últimamente suena tanto, “sororidad”, es ése: dos señoras, las dos solas; una joven, la otra no. Una loca, la otra menos. Una necesitada de cariño, la otra también. Caminando juntas. Ayudándose. Asumiendo como propio el dolor ajeno. Acompañándose. Luchando. Y soñando.

D. nos pidió si podía regalarle a la señora K. uno de los fulares que hace en su telar. La señora K. se emocionó hasta el infinito. Esta semana las vimos que cuchicheaban por los rincones. Se les ha ocurrido cultivar café. Nada serio. Sólo algunas plantas que nos sirvan para el proyecto. Lo tienen todo estudiado. Las dos. Este sábado compraremos las plantas.

Será el café más feliz del mundo. Si hay gallinas felices y vacas felices, digo yo que habrá café feliz también, ¿no? Pues el nuestro lo será de verdad.

 

 

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