CUENTO DE NAVIDAD (PARA NIÑOS)
La llegada de los Magos había roto por completo la tranquilidad de la noche. Algarabía de asombro y alegría en las calles oscuras. Dentro del portal, sin embargo, reinaba el silencio. El Niño dormía. Los Magos, de rodillas, murmuraban oraciones en una lengua extraña. La Madre, algo azorada, velaba el sueño de su Hijo. El Padre, a su lado, no acababa de creerse todo lo que había visto y vivido aquella noche. En el umbral de la amplia puerta, una veintena de pastores trataban de abrirse paso a discretos codazos para ver al Niño de cerca.
La Madre miraba con ternura a aquellos hombres de monte que habían caminado varias horas para conocer a su Hijo. Por primera vez, habían dejado sus rebaños en el monte para venir a contemplar un milagro que no acababan de comprender.
De repente, entre los rostros curtidos por el sol, le pareció ver una luz. Dos luces. Dos ojos oscuros, encima de la sonrisa más blanca que jamás había visto. Un rostro menudo que se confundía con la noche. Y otro más. Y otro. Parecían niños, pero ella nunca había visto niños tan oscuros. Uno se había subido a hombros de otro, para ver mejor, mientras el tercero, bueno, la tercera, daba pequeños saltitos intentando superar los fornidos hombros de los pastores.
La Madre se levantó y, no sin antes dar un pequeño vistazo a su pequeño, se abrió paso entre los pastores que, con gestos de asombro, hicieron un pequeño pasillo, al final del cual quedaron los tres niños, sorprendidos y algo avergonzados. Temblaban.
_ Venid dentro, los animales os darán calor también a vosotros – les invitó la Madre y, cogiendo a la niña de la mano, recorrió de nuevo el pasillo abierto entre los pastores hasta el pesebre donde dormía el recién nacido.
Los niños, todavía asombrados, la siguieron y, sin decir nada, se sentaron en una esquina. El más mayor de los tres se llamaba Tesfaye que, en su lengua, quería decir “Mi esperanza”. Vestía un curioso mono de esquiar que, seguramente, había pertenecido antes a un niño que sí sabía lo que era esquiar. Las perneras estaban cortadas a la altura de las rodillas. Tesfaye no sabía por qué. Unas chanclas completaban la extraña indumentaria que atraía los comentarios de los pastores, que tampoco sabían lo que era esquiar.
El otro niño era un poco más pequeño, de unos cinco años. Se llamaba Hulumayew. Quería decir “He visto todo”. La madre de Huluayew era ciega, pero le gustaba recordar todo lo que había visto de pequeña. Hulumayew llevaba un pantalón corto y una camiseta de manga corta, con capucha. Ambos de incierto color marrón, porque a Hulumayew le encantaba jugar con la tierra.
Tarikua, la niña, miraba sobre todo a la Madre. Como ella no tenía, le parecía que aquel Niño era muy afortunado. Era una Madre muy guapa, pensaba Tarikua, mientras trataba de tapar los agujeros de su raída falda.
Entre los pastores comenzaba a cundir el descontento y la envidia. Aquellos extraños niños habían llegado los últimos, y, mira por dónde, ya estaban en primera fila. Los Magos seguían con sus oraciones, ajenos a los cuchicheos que alcanzaban un volumen creciente.
_ Míralos, qué mal vestidos
_ Sí, y solos, de noche, sin padres, qué irresponsabilidad
_ Y ni regalos han traído, menuda cara…
De pronto, Tesfaye se levantó, con energía.
_ No es verdad, sí que hemos traído regalos
La Madre lo acalló con un gesto.
_ No tenéis que traer nada. No hace falta. Ya lo han traído los demás. No os preocupéis
_ Pero es que sí que hemos traído algo – reafirmó Tesfaye
_ Bueno, pues que se lo den de una vez – espetó uno de los pastores de la segunda fila
Tesfaye se acercó al pesebre, despacio.
_ Mira, Niño, lo que te he traído. Una muñeca. La encontré en un basurero. Es que no sabíamos que podríamos llegar hasta Tí -explicó con embarazo – pero ya verás, ¡está casi nueva!
La Madre tomó la muñeca. Era la muñeca más fea del mundo, toda despeinada, sin un brazo y con un solo ojo. La Madre la cogió con mucho cariño, porque sabía que cada muñeca tiene su alma, y que no todas las muñecas son bonitas. La Madre sabía que en el mundo hay muchas muñecas sin ojos, y sin brazos, y sin voz. Colocó la muñeca en el pesebre, junto al Niño, que empezó a chupar con deleite uno de los pies de la muñeca.
Todos miraron al niño pequeño, que dio un paso al frente y, con voz temblorosa, dijo:
_ Yo te he traído estas piedras -y abrió su pequeña mano, dejando ver seis piedras de colores brillantes- son las piedras más bonitas que he podido encontrar -explicó orgulloso- y con ellas podrás jugar a un montón de cosas, ya verás. Si quieres, yo te enseño en cuanto crezcas-, acabó, y dejó las piedras a los pies del niño, que las miraba encantado. Una era un trozo de ladrillo, y otra estaba hecha de sal. Dos tenían el brillo de las piedras de río, y otra era una piedra manchada de pintura roja. La última era casi transparente, como un trozo de cristal.
_ Mi regalo no es para tí, Niño -empezó Tarikua- sino para tu madre. Es un amuleto -explicó, quitándose del cuello una pequeña bolsa de cuero –en mi país dicen que da fortuna a quien lo lleva. Señora -dijo, dirigiéndose a la Madre- espero que usted viva para siempre, para que pueda darle al Niño todos los besos que necesite -completó.
La Madre cogió el trozo de cuero. Sabía que ahí dentro estaban todas las ilusiones de la niña, la poca fortuna que había tenido en la vida. Se lo colgó al cuello con una sonrisa y besó a la niña que, despacio, volvió a su rincón.
Los pastores miraban estupefactos la escena. ¿Cómo podía alguien llevar semejantes asquerosidades como regalo al Rey de Reyes? ¡Qué desfachatez la de aquellos niños! De nuevo, murmullos de indignación en el umbral de la puerta.
_ ¡Piedras!… Los magos, al menos, han traído oro, pero piedras… ¡A quién se le ocurre!
_ Y qué muñeca más horrible, si hasta le falta un ojo…
_ Amuletos, brujería… todo superstición inútil…
_ Con la de gérmenes que tendrán todas esas cosas, a ver si el niño se las va a meter en la boca y vamos a tener un disgusto…
Los pastores no se habían dado cuenta, pero la Madre no perdía palabra de lo que decían. En un momento dado, alzó la mano, pidiendo silencio:
_ Niños, mi hijo y yo os damos las gracias. De corazón -añadió, mirando de reojo a los pastores, que callaron, avergonzados-, porque de corazón nos habéis hecho vuestros regalos. Tal vez la gente no se acuerde de estas bonitas piedras, o de esta muñeca tan sabia, o de este amuleto de esperanza, pero no os preocupéis, porque ni mi Hijo ni yo olvidaremos vuestra ofrenda.
Sin saber muy bien por qué, Tarikua, Tesfayw y Hulumayew sintieron por dentro un calor muy bonito, que les hizo olvidar el frío de la noche. Era la sonrisa del Niño, que les iluminaba el corazón.
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Las agujas del reloj marcaban las diez de la noche. El encargado del enorme centro comercial apagó la luz de su oficina. Su mujer, sus hijos y sus suegros le esperaban en casa para cenar, mientras veían el especial de Navidad en la tele. Había sido un día muy atareado, con cientos de clientes que corrían apresuradamente buscando los últimos regalos de Navidad para esa tía que vivía en una residencia para ancianos (qué sorpresa se iba a llevar con ese nuevo pañuelo -el décimo en los últimos diez años- para su desvencijado cuello) o el hijo, ingeniero, que había venido de Londres en el último minuto (“qué le compro, si es que ya tiene de todo”, se oía murmurar en las tiendas).
El encargado echó la llave de la oficina y recorrió los pasillos, apagando las luces, colocando aquella guirnalda caída y asegurándose de que todas las tiendas estaban cerradas y bien cerradas. Ensimismado en sus pensamientos como estaba -seguro que su suegra recordaría con nostalgia esa receta de cardo que nunca quería preparar, pero que era indudablemente mejor que la que su mujer había cocinado con esmero-, se paró inconscientemente delante del Nacimiento montado en el recibidor central del edificio. Este año se había superado a sí mismo, comprando preciosas figuras de escayola y recubriendo la escena con musgo de verdad. Había tenido que conducir dos horas en el puente de Todos los Santos para llegar al monte y coger el musgo, cuyo perfume se resistía a morir entre las fragancias que los dependientes pulverizaban en las distintas tiendas.
Y, de repente, los vio. Tres muñecos de tosca plastilina, en una esquina del portal de escayola. El encargado esbozó una mueca de disgusto ante los trocitos de raída tela que cubrían las primitivas figuras, con caras marrones y pelo hecho con alambres rizados, recubiertos de lana negra. “Desde luego”, pensó, “la gente es que no respeta nada”. Y recordó haber visto rondando por el centro al hijo de una de las limpiadoras, Sara, que era de Cabo Verde. O de Eritrea. El encargado no se acordaba. Distinguía a las limpiadoras entre “colombianas”, que hubieran podido ser de México o de Perú; “marroquíes”, todas aquellas que no llevaban pantalones; y “africanas”, desde el Sáhara hasta Ciudad del Cabo. Intentaba adaptarse a los nuevos tiempos, y jamás usaba las palabras “negra” o “mora”.
Iba ya a tirar los muñecos a la basura, pero en el mismo ademán de coger a la que parecía una niña (llevaba falda), quién sabe por qué, le dio apuro. Como vergüenza, allí, en la soledad del centro comercial vacío. Ya arreglaría el Belén el 26, se excusó consigo mismo, mientras advertía algunas pequeñas piedras tiradas aquí y allá alrededor del mofletudo Niño Jesús. “Total -reconoció para sus adentros-, la gente está tan ocupada comprando, que no creo que nadie se haya dado cuenta”.
Apagó la última luz, echó la verja, y se dirigió a su casa. Sin saber muy bien por qué, una sonrisa así como tonta le nacía entre los labios.