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Archive for diciembre, 2009

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Dic 25

CUENTO DE NAVIDAD (PARA NIÑOS)

La llegada de los Magos había roto por completo la tranquilidad de la noche. Algarabía de asombro y alegría en las calles oscuras. Dentro del portal, sin embargo, reinaba el silencio. El Niño dormía. Los Magos, de rodillas, murmuraban oraciones en una lengua extraña. La Madre, algo azorada, velaba el sueño de su Hijo. El Padre, a su lado, no acababa de creerse todo lo que había visto y vivido aquella noche. En el umbral de la amplia puerta, una veintena de pastores trataban de abrirse paso a discretos codazos para ver al Niño de cerca.

La Madre miraba con ternura a aquellos hombres de monte que habían caminado varias horas para conocer a su Hijo. Por primera vez, habían dejado sus rebaños en el monte para venir a contemplar un milagro que no acababan de comprender.

De repente, entre los rostros curtidos por el sol, le pareció ver una luz. Dos luces. Dos ojos oscuros, encima de la sonrisa más blanca que jamás había visto. Un rostro menudo que se confundía con la noche. Y otro más. Y otro. Parecían niños, pero ella nunca había visto niños tan oscuros. Uno se había subido a hombros de otro, para ver mejor, mientras el tercero, bueno, la tercera, daba pequeños saltitos intentando superar los fornidos hombros de los pastores.

La Madre se levantó y, no sin antes dar un pequeño vistazo a su pequeño, se abrió paso entre los pastores que, con gestos de asombro, hicieron un pequeño pasillo, al final del cual quedaron los tres niños, sorprendidos y algo avergonzados. Temblaban.

_ Venid dentro, los animales os darán calor también a vosotros – les invitó la Madre y, cogiendo a la niña de la mano, recorrió de nuevo el pasillo abierto entre los pastores hasta el pesebre donde dormía el recién nacido.

Los niños, todavía asombrados, la siguieron y, sin decir nada, se sentaron en una esquina. El más mayor de los tres se llamaba Tesfaye que, en su lengua, quería decir “Mi esperanza”. Vestía un curioso mono de esquiar que, seguramente, había pertenecido antes a un niño que sí sabía lo que era esquiar. Las perneras estaban cortadas a la altura de las rodillas. Tesfaye no sabía por qué. Unas chanclas completaban la extraña indumentaria que atraía los comentarios de los pastores, que tampoco sabían lo que era esquiar.

El otro niño era un poco más pequeño, de unos cinco años. Se llamaba Hulumayew. Quería decir “He visto todo”. La madre de Huluayew era ciega, pero le gustaba recordar todo lo que había visto de pequeña. Hulumayew llevaba un pantalón corto y una camiseta de manga corta, con capucha. Ambos de incierto color marrón, porque a Hulumayew le encantaba jugar con la tierra.

Tarikua, la niña, miraba sobre todo a la Madre. Como ella no tenía, le parecía que aquel Niño era muy afortunado. Era una Madre muy guapa, pensaba Tarikua, mientras trataba de tapar los agujeros de su raída falda.

Entre los pastores comenzaba a cundir el descontento y la envidia. Aquellos extraños niños habían llegado los últimos, y, mira por dónde, ya estaban en primera fila. Los Magos seguían con sus oraciones, ajenos a los cuchicheos que alcanzaban un volumen creciente.

_ Míralos, qué mal vestidos
_ Sí, y solos, de noche, sin padres, qué irresponsabilidad
_ Y ni regalos han traído, menuda cara…

De pronto, Tesfaye se levantó, con energía.
_ No es verdad, sí que hemos traído regalos

La Madre lo acalló con un gesto.
_ No tenéis que traer nada. No hace falta. Ya lo han traído los demás. No os preocupéis
_ Pero es que sí que hemos traído algo – reafirmó Tesfaye
_ Bueno, pues que se lo den de una vez – espetó uno de los pastores de la segunda fila

Tesfaye se acercó al pesebre, despacio.
_ Mira, Niño, lo que te he traído. Una muñeca. La encontré en un basurero. Es que no sabíamos que podríamos llegar hasta Tí -explicó con embarazo – pero ya verás, ¡está casi nueva!

La Madre tomó la muñeca. Era la muñeca más fea del mundo, toda despeinada, sin un brazo y con un solo ojo. La Madre la cogió con mucho cariño, porque sabía que cada muñeca tiene su alma, y que no todas las muñecas son bonitas. La Madre sabía que en el mundo hay muchas muñecas sin ojos, y sin brazos, y sin voz. Colocó la muñeca en el pesebre, junto al Niño, que empezó a chupar con deleite uno de los pies de la muñeca.

Todos miraron al niño pequeño, que dio un paso al frente y, con voz temblorosa, dijo:
_ Yo te he traído estas piedras -y abrió su pequeña mano, dejando ver seis piedras de colores brillantes- son las piedras más bonitas que he podido encontrar -explicó orgulloso- y con ellas podrás jugar a un montón de cosas, ya verás. Si quieres, yo te enseño en cuanto crezcas-, acabó, y dejó las piedras a los pies del niño, que las miraba encantado. Una era un trozo de ladrillo, y otra estaba hecha de sal. Dos tenían el brillo de las piedras de río, y otra era una piedra manchada de pintura roja. La última era casi transparente, como un trozo de cristal.

_ Mi regalo no es para tí, Niño -empezó Tarikua- sino para tu madre. Es un amuleto -explicó, quitándose del cuello una pequeña bolsa de cuero –en mi país dicen que da fortuna a quien lo lleva. Señora -dijo, dirigiéndose a la Madre- espero que usted viva para siempre, para que pueda darle al Niño todos los besos que necesite -completó.

La Madre cogió el trozo de cuero. Sabía que ahí dentro estaban todas las ilusiones de la niña, la poca fortuna que había tenido en la vida. Se lo colgó al cuello con una sonrisa y besó a la niña que, despacio, volvió a su rincón.

Los pastores miraban estupefactos la escena. ¿Cómo podía alguien llevar semejantes asquerosidades como regalo al Rey de Reyes? ¡Qué desfachatez la de aquellos niños! De nuevo, murmullos de indignación en el umbral de la puerta.
_ ¡Piedras!… Los magos, al menos, han traído oro, pero piedras… ¡A quién se le ocurre!
_ Y qué muñeca más horrible, si hasta le falta un ojo…
_ Amuletos, brujería… todo superstición inútil…

_ Con la de gérmenes que tendrán todas esas cosas, a ver si el niño se las va a meter en la boca y vamos a tener un disgusto…
Los pastores no se habían dado cuenta, pero la Madre no perdía palabra de lo que decían. En un momento dado, alzó la mano, pidiendo silencio:
_ Niños, mi hijo y yo os damos las gracias. De corazón -añadió, mirando de reojo a los pastores, que callaron, avergonzados-, porque de corazón nos habéis hecho vuestros regalos. Tal vez la gente no se acuerde de estas bonitas piedras, o de esta muñeca tan sabia, o de este amuleto de esperanza, pero no os preocupéis, porque ni mi Hijo ni yo olvidaremos vuestra ofrenda.

Sin saber muy bien por qué, Tarikua, Tesfayw y Hulumayew sintieron por dentro un calor muy bonito, que les hizo olvidar el frío de la noche. Era la sonrisa del Niño, que les iluminaba el corazón.

—————————

Las agujas del reloj marcaban las diez de la noche. El encargado del enorme centro comercial apagó la luz de su oficina. Su mujer, sus hijos y sus suegros le esperaban en casa para cenar, mientras veían el especial de Navidad en la tele. Había sido un día muy atareado, con cientos de clientes que corrían apresuradamente buscando los últimos regalos de Navidad para esa tía que vivía en una residencia para ancianos (qué sorpresa se iba a llevar con ese nuevo pañuelo -el décimo en los últimos diez años- para su desvencijado cuello) o el hijo, ingeniero, que había venido de Londres en el último minuto (“qué le compro, si es que ya tiene de todo”, se oía murmurar en las tiendas).

El encargado echó la llave de la oficina y recorrió los pasillos, apagando las luces, colocando aquella guirnalda caída y asegurándose de que todas las tiendas estaban cerradas y bien cerradas. Ensimismado en sus pensamientos como estaba -seguro que su suegra recordaría con nostalgia esa receta de cardo que nunca quería preparar, pero que era indudablemente mejor que la que su mujer había cocinado con esmero-, se paró inconscientemente delante del Nacimiento montado en el recibidor central del edificio. Este año se había superado a sí mismo, comprando preciosas figuras de escayola y recubriendo la escena con musgo de verdad. Había tenido que conducir dos horas en el puente de Todos los Santos para llegar al monte y coger el musgo, cuyo perfume se resistía a morir entre las fragancias que los dependientes pulverizaban en las distintas tiendas.

Y, de repente, los vio. Tres muñecos de tosca plastilina, en una esquina del portal de escayola. El encargado esbozó una mueca de disgusto ante los trocitos de raída tela que cubrían las primitivas figuras, con caras marrones y pelo hecho con alambres rizados, recubiertos de lana negra. “Desde luego”, pensó, “la gente es que no respeta nada”. Y recordó haber visto rondando por el centro al hijo de una de las limpiadoras, Sara, que era de Cabo Verde. O de Eritrea. El encargado no se acordaba. Distinguía a las limpiadoras entre “colombianas”, que hubieran podido ser de México o de Perú; “marroquíes”, todas aquellas que no llevaban pantalones; y “africanas”, desde el Sáhara hasta Ciudad del Cabo. Intentaba adaptarse a los nuevos tiempos, y jamás usaba las palabras “negra” o “mora”.

Iba ya a tirar los muñecos a la basura, pero en el mismo ademán de coger a la que parecía una niña (llevaba falda), quién sabe por qué, le dio apuro. Como vergüenza, allí, en la soledad del centro comercial vacío. Ya arreglaría el Belén el 26, se excusó consigo mismo, mientras advertía algunas pequeñas piedras tiradas aquí y allá alrededor del mofletudo Niño Jesús. “Total -reconoció para sus adentros-, la gente está tan ocupada comprando, que no creo que nadie se haya dado cuenta”.

Apagó la última luz, echó la verja, y se dirigió a su casa. Sin saber muy bien por qué, una sonrisa así como tonta le nacía entre los labios.


felicitacion 09 español

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Dic 19

UNDER MY SKIN

Hace algunos meses me salió un chert en la mano izquierda. En inglés se dice ring worm y algunos los llaman anillos de pobreza (se ve que Marta Luisa de Noruega nunca ha tenido uno).
Como suele suceder, al principio no me dí cuenta. Era un hormigueo apenas perceptible, y pensé que me había picado un mosquito. Con el tiempo (y la dejadez por mi parte), fue adquiriendo una perfecta forma redonda, como una quemadura. Como si alguien me hubiera marcado.

El caso es que a mí me gustaba tener esa señal en el dorso de la mano. Lo veía como un símbolo de todo lo que cada día me pasa la Santa Infancia. Lo bueno y lo malo. Ellos (la Infancia), que están llenos de cherts, sin embargo, no acertaban a identificar el mismo hongo en una piel blanca, y me preguntaban constantemente si me dolía. Yo les decía que no, que sólo, de vez en cuando, por las noches, me despertaba rascándome.

Al final, como una cosa es el simbolismo y otra el sentido común, opté por comprarme una crema frenji y comenzar a medicar mi anillo. Todos los días, tres veces al día.
Y hoy, cuando me he despertado, después de una noche bastante larga, se había ido. Desaparecido. No queda ya ni la marca pálida de las últimas semanas.
Mis manos vuelven a ser mías.
Supongo.

De este tiempo de anillos imposibles y promesas mojadas, me ha quedado esta bonita canción:



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Dic 16

YAMEREBESHAL

Hoy hemos concluido la semana cultural decretada por el gobierno para todas las escuelas. Básicamente se trata de una exaltación de los distintos aspectos que componen la cultura etíope, especialmente en lo relativo a diversidad étnica.

Hoy era el gran desfile final, y lo primero que hemos hecho ha sido adoptar el más puro espíritu etíope: por una chorrada de fiesta, hoy nadie ha trabajado. Porque sí. No había seveñá en la puerta, no había cocineras en la cocina, las maestras pasaban de los niños y la gente que debía trabajar en la cadena de producción de la escuela técnica ha decidido que hoy no tocaba trabajar. Todo muy abeshá.

Al margen de esto, la gracia del día es que todo el mundo ha venido vestido de una etnia distinta. Me too. ¿De qué me he vestido? Adivinen, adivinen… Bueno, que no tiene mucho misterio. Obviamente, me he vestido de komche . Me compré la tela en el Gulit de mis amores y uno de los sastres que tienen allí el puestillo me cosió un vestido a medida, verde con flores blancas. Luego me he calzado los mítico Kongo Chama (zapatos negros de plástico), foulard negro en la cabeza, crucecilla al cuello, pertinentes tatuajes tribales pintados con eye-liner, y a triunfar. La mejor parte es que la Santa Infancia me ha confeccionado un hato de leña, como las señoras que recogen la leña en Entoto para venderla (que es de lo más Komche que se puede hacer en la ciudad). Y allí he ido yo todo el día, con los pies pre-cooked (y repitiendome a mí misma “las uñas de los pies están sobrevaloradas, no las necesitas, no las necesitas”) y mi hatillo de leña a la espalda, que voy llena de cardenales (la Santa Infancia se ha emocionado y me ha cargado con unos diez kilos de leña).


yamerebeshal

Creo que puedo reivindicar humildemente el hecho de haber sido la primera komche de la historia con sujetador de Calvin Klein (realmente, ése era el puntazo, pero nadie se ha dado cuenta) y móvil. Las madres de la Santa Infancia, cuando me han visto, no podían parar de reír. K. me ha dicho que su madre tiene mis mismas medidas, por lo que le podría regalar el vestido si no lo voy a usar más.

Decidido: el año que viene, me visto de seveñá.

P.D: El título del post es lo que me decía hoy todo el mundo. Viene a querer decir “estás priciosa”.

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Dic 06

DEVIL CAME TO ME

El otro día, W. se desmayó en la clase de baile. Sí, los mayores de la Santa Infancia han desarrollado este año una pasión nunca vista por los bailes tradicionales etíopes. Se han buscado un profe y se pasan tres horas todos los sábados sudando la gota gorda y moviendo los hombros compulsivamente.

En medio de tanta pasión, a W. le dio un jamacuco y tuvo un momento de ausencia mental. Una vez más o menos recuperada, varias amigas la acompañaron a casa. Por razones que no vienen al caso y que incluyen una voluntaria muy, muy estresá (que no soy yo), fuimos por la noche a su casa para asegurarnos de que estaba bien. Cuando llegamos era ya de noche y W. esperaba con sus tres amigas a la puerta de su casa, porque su madre estaba fuera y no había llegado todavía. La voluntaria estresá (que no, que no soy yo) sacó su vena maternal y a W., ante la atención focalizada sobre su persona, le volvieron todos los males de este mundo. Tanto, tanto le dolía, que se sumergió en una crisis histérica con todas las de la ley. Sus amigas, rápidas como el rayo, alcanzaron una conclusión unánime: está endemoniada. W. así lo entendió y, como suele hacer la Santa Infancia, una vez metida en el papel, decidió ir a por el Óscar. Todo el mundo sabe que los Golden Globes son de pobres.

Y allí estábamos cuando llegó la madre: cuatro frenjis (una de ellas apunto de empezar a repartir leches, y ésta sí era yo), tres niñas abeshá, W. que gritaba como una posesa (literal) y un nutrido grupo de vecinos que habían salido a ver el show. Para reducir la audiencia, sugerí a la madre que lo mejor sería entrar en su casa.

Una vez que llegamos a la casa, la madre hizo lo que cualquier madre había hecho: abrazó serenamente a W. y la tranquilizó con palabras amables, explicándole que es del todo imposible que el demonio habite en el cuerpo de una niña de catorce años. La acunó despacito hasta que se durmió, con una sonrisa en los labios.

Lo siento. Estaba soñando.

Cuando entramos en la cabaña, los gritos de la madre rivalizaban con los de W. Inmediatamente, sacó el tzebel* de emergencia que se ve que tienen en todas las casas, y empezó a rociar a su hija con el agua mientras recitaba oraciones sin parar. Una vecina se unió al exorcismo descolgando un cuadro del arcángel Gabriel que había en la pared y dándole con él a W. en la cabeza. W., totalmente metida en situación, incrementó el volumen de sus gritos mientras se revolcaba por el suelo, tirando los pocos muebles que había en la casa. Las otras tres niñas medio lloraban medio gritaban también.

Y allí, en medio del caos, mientras al fondo de tu cabeza Daniel Day Lewis observa con atención la escena por si tiene que hacer la segunda parte de Mi Pie Izquiero (hay gente muy rara en tu cabeza), la sientes: esa niebla, esa tristeza. Esa pobreza ignorante, asustada, oscura, densa. Esa fe triste, amargada, pegajosa. Esa certeza de que hay abismos demasiado profundos. Lo ves todo, lo oyes todo: los gritos, la oscuridad, el tzebel que te moja a ti también, el arcángel Gabriel que se ha caído de su cuadro; y sabes que todo lo que haces son escupitajos al mar. Sabes que te ahogas. Ellas te arrastran. Y te dan ganas de marcharte: salir de la cabaña (que presenta un evidente overbooking) y pirarte. Y desentenderte. Y dejarlas que hablen, que chillen, que lloren, que griten, porque jamás van a escucharte.

Pero no. En lugar de salirte tú, echas a los demás de la cabaña. El cuadro queda en el suelo, la botella con el tzebel en un rincón. W. sigue gritando, con los ojos desorbitados, afirmando que ve espíritus en una de las esquinas de la cabaña. Con la poca luz que hay, no sé cómo puede ver nada. ¿Por qué siempre ponen la única bombilla de sólo 45 watios? Me siento al lado de W., y espero a que se le pase. Eliminada una gran parte de la audiencia, y ante la indiferencia del público restante (esto es, servidora), la actriz pierde fuelle. Comienza a mirarme, a escuchar lo que le digo. Le digo que sé que está asustada, pero que ya pasó. Que sé con certeza que en su cuerpo sólo puede vivir Dios, porque la conozco bien. Que deje de gritar, porque a su madre le va a dar un yuyu también (y yo no estoy dispuesta a lidiar con dos posesas, pero esto no se lo digo, porque no me parece el momento). Que me ha asustado. Coge la mano que le ofrezco, se va calmando. Nos sentamos en un rincón. Le rehago la coleta del pelo, para que dé menos susto.

Comenzamos a recoger el desastre, por hacer algo. Devolvemos a Gabriel a su lugar original. Luego, salimos de la cabaña y tranquilizamos a todos los que hay fuera, incluida la madre. Después, me toca llevar a las tres amigas a sus respectivas casas y explicarles a sus familias por qué llegan a casa cuando ya es noche cerrada.

Luego, me voy a mi casa. Noche cerrada también para mí.

*Tzebel: Aguas benditas
* Frenji: Como muchos sabéis, así es como llaman a los extranjeros en Etiopía.

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Dic 04

APUNTES DE CONDUCTA

La Santa Infancia, como espero se deduzca de este blog, es un colectivo intrincado y apasionante. Casi tanto como las Juanis españolas. A esta Santa Infancia también la observo con pasión, y hoy os ofrezco un elenco de cosillas curiosonas que hace la Santa Infancia:

. Escupitajo y se acabó: La Santa Infancia, como ya he comentado alguna vez, se ducha semanalmente. No es la frecuencia más idónea, pero es lo que hay por el momento. En el modo de lavarse se parecen bastante a las demás personas del mundo mundial, salvo que se rascan todas las partes del cuerpo con las uñas porque, duchándote una vez a la semana, la roña está bastante enquistá y cuesta sacársela. Lo llamativo es que, antes de vestirse, lo último que hacen es escupir. Es extraño, porque normalmente sólo escupen cuando algo les da asquito. Y cuando acaban de ducharse. Y allí entro yo, rauda y veloz, con la fregona, recogiendo japos. Por algo fui a universidad de pago.

. La boca, ese gran contenedor. Muchos de los vestidos de la Santa Infancia carecen de bolsillos. Y de botones. Y de cremalleras. Y de dobladillos. Pero de esto hablaremos otro día. El caso es que, como no llevan bolsillos, si tienen que guardarse algo importante, como una moneda, pues no saben muy bien qué hacer. Lo más lógico sería en los calcetines. Pero tampoco tienen calcetines. Y entonces se lo meten en la boca. Como digo, no para chuparla (la moneda), sino para guardársela. Pueden pasar varias horas con ella en la boca. ¿Las lombrices? Hija, vienen de París.

. La pandilla basura. La Santa Infancia nunca da nada por inútil. Nunca tiran nada a la basura. Todo puede servir para algo. Una suela de zapato, un boli roto, un vaso descascarillado… Nunca sabes para qué te va a servir. Y ya no es que no tiren nada, es que lo recogen todo. La verdad, es un coñazo, porque te pasas la vida remetiendo mierdas en las papeleras, que luego la Santa Infancia vuelve a sacar y, cuando se cansan, tiran por ahí para que otro la recoja. El otro día me encontré seis veces en el patio de recreo el mismo zapato roto. Seis veces.

. Aire para respirar. La Santa Infancia es un colectivo muy afectuoso. Esto lo decimos cuando tenemos el día positivo, pero es más realista decir que son un poco agobiantes. De vez en cuando les dan arranques de cariño y te dan unos besos de esos que se quedan cinco minutos con los labios pegados a tu mejilla, haciendo fuerza hasta que se te duermen los carrillos. Lo curioso es que, cuando se despegan, hacen ¡ah!, como si se hubieran bebido una Coca Cola en un anuncio de los ochenta. Es como si cogieran aire y te preguntas si tú también hueles tan mal que tienen que contener la respiración cuando están cerca tuyo.

. Ni medio lleno, ni medio vacío: a rebosar. Cuando la Santa Infancia (y los etíopes en general) llenan un vaso de lo que sea, siempre lo llenan del todo. Hasta el borde y más allá. Resultado: el líquido (agua, café, Mirinda…) siempre, siempre se te cae cuando coges el vaso. Es una costumbre bastante molesta y, en mi humilde parecer, sin demasiado sentido.

Y hasta aquí lo que más me ha llamado la atención de entre todas esas pequeñas cosas que los hacen únicos, vivos y diferentes (y algo raritos). Al menos para mí.

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