SILENCIO
La madre de N. pertenecía al grupo de lo que yo, en mi interior, denomino Las Conchitas . Las deprimías, vaya. Era una señora perpetuamente enferma. Sin motivo aparente, pero enferma. Después de visitar varias clínicas privadas donde le hicieron un montón de pruebas sin resultados concluyentes, la llevamos a La Doctora, que dio con la solución en dos patadas: la única prueba que esta señora necesita es la del Sida. Y bacalao. Es lo que tiene La Doctora, que el Sida es que lo huele a distancia. Como si fuera col hervida.
En el proceso de counselling salió a la luz que la señora ya conocía su estatus de salud hacía varios años. Sólo que nunca relacionó el hecho de ser seropositiva con los múltiples males que la consumían. Eso, y que no quería que nadie supiera que era seropositiva. Le aterraba que se alguien se diera cuenta. “Me echarán de mi casa”, me dijo. “Te buscaremos otra”, le repliqué. “Me verán que voy al departamento del HIV/AIDS a por las medicinas”. “Puedes venir hasta la clínica de La Doctora, que está en Quintalapuñeta, y nadie te verá”. Lo más conveniente, en cualquier caso, parecía referirla a uno de los múltiples proyectos que trabajan para apoyar a los seropositivos en el barrio. Por supuesto, pequeño inconveniente: “no quiero que nadie venga a mi casa a darme medicinas, no quiero que nadie lo sepa”.
Con 50 CD4 no es que la señora tuviera todo el tiempo del mundo para decidir cómo afrontar la enfermedad, pero acordamos dejarla tranquila una semana para que pudiera elegir, de todas las opciones ofertadas (que eran múltiples y muy variadas, siempre protegiendo su intimidad), la que más cómoda le resultara. Eligió, al final de esa semana, marcharse a su pueblo a morir, como los elefantes. “Hubiera acabado antes disparándose”, sentenció La Doctora. Falleció dos meses más tarde. Pa´ nosotras la perra gorda.
Hace dos semanas, S. y su hermano mayor (al que yo no conocía), vinieron a verme. Su madre estaba en el hospital del barrio. Muy enferma. ¿Qué tiene?, les pregunté. S. (doce años) dijo que los médicos no les habían contado nada. Su hermano (18 años) bajó la mirada. Mandé a S. a jugar, e hice entrar a su hermano en la oficina:
_ ¿Qué tiene tu madre?
_ HIV/AIDS
_ ¿Lo sabíais ya?
_ Ella sí, pero nunca nos lo contó. Nunca dijo nada.
Ayer falleció. Tan pobre, tan pobre, que ni siquiera pagaba la cuota del heder. Ni tienda le han montado.
Es la quinta madre de la Santa Infancia que muere en los últimos seis meses. Las cinco de HIV/AIDS. Las cinco conocían su positividad desde hacía años. Las cinco callaron hasta que el HIV/AIDS las devoró vivas.
No las está matando el Sida. Las está matando el silencio; y la ignorancia. Las está matando el miedo.
*Heder: Asociación tradicional a la que pagas una pequeña cantidad al mes para que, cuando te mueras, te preparen un bonito funeral .