SHINE A LIGHT
El viernes pasado, a T. se le encendió una luz. Y no sabemos cómo hacer para apagarla.
Descubrió que somos diferentes. Que hay pobres y ricos, hombres y mujeres, ángeles y personas, luz y sombra, mar y tierra, frenjis y abeshás, niños y adultos, perros y gatos… y así hasta el infinito. Se quedó atascado allí, en la diferencia. Y en Dios. Porque Dios nos ha hecho diferentes. Dios nos ha creado hombres y mujeres, pobres y ricos, frenjis y abeshás…
Como la ocasión lo merecía, el domingo fuimos a comprobar si hay urgencias en el Amanuel Hospital . Y mira, sí. Y allí nos dieron la llave del purgatorio en dos palabras: trastorno bipolar. Desde entonces, T. vive envuelto en luz. Una luz tan fuerte que no le deja dormir. Una luz tan fuerte que lo está cegando.
Alguien que quiso ayudarle le escribió esto en un papel:
“El Señor es mi pastor, nada me falta.
En verdes praderas me hace reposar,
me conduce junto a aguas tranquilas
y repone mis fuerzas.
Me guía por la senda del bien,
haciendo honor a su nombre.
Aunque pase por un valle tenebroso,
ningún mal temeré:
porque tú estás conmigo;
tu vara y tu cayado me dan seguridad
(…)
Tu amor y tu bondad me acompañan
todos los días de mi vida:
y habitaré en la casa del Señor
por días sin término.”
A veces se lo saca del bolsillo, y me lo lee en voz baja. Y luego me repite, “el Señor es mi pastor. No tengo miedo”. Y leo en sus ojos que está aterrado. Sólo que no se da cuenta. Dice que Dios le cambió la vida el viernes, y que le está muy agradecido. Y a mí, que cuando pasan estas cosas procuro no pensar demasiado en Dios, se me hace un nudo en la garganta, y miro hacia otra parte.
Antes del viernes, yo sé que T. me quería mucho. Ahora me quiere todavía más, y me lo repite quinientas veces al día. Hablamos durante horas. ¿Por qué soy pobre?, ¿por qué eres frenji?, el Señor es mi pastor, no tengo miedo, te quiero, no te preocupes, estoy bien, el Señor es mi pastor, estaré bien. Algo preocupada sí estoy, porque me siento completamente en sintonía con él. A él le pasa lo mismo, y así pasamos todo el día juntos.
La Santa Infancia ha cerrado filas, y lo protegen como buenamente pueden. Lo van a buscar a casa todas las mañanas y me lo traen. A la tarde, lo acompañan y le dan las pastillas antes de dormir. Es uno de los nuestros, y está sufriendo.
Mañana tenemos una nueva cita con el médico, y nos dirán si lo ingresan o no. Por si acaso, hoy le he puesto dos mudas en una bolsa, una toalla, una pastilla de jabón y un rollo de papel higiénico. Todos dicen que es mejor que lo ingresen, que no podemos hacernos cargo, que no puedo protegerlo y controlarlo 24 horas al día, que es una bomba de relojería, que tengo 400 niños más a los que también tengo que proteger. Y yo no sé si tienen razón o no, pero cuando he salido con la bolsa y los ojos cargados de lágrimas, T. me ha abrazado: “Piensas demasiado en mí”, me ha dicho, “el Señor es mi pastor, Dios me quiere, no pienses, no te preocupes”.
Es verdad. Dios lo quiere. Dios nos ha creado. Ricos y pobres. Frenjis y abeshás. Enfermos y sanos.
Cuerdos y locos.
Hay días que llegas a casa, y sólo tienes ganas de llorar.