CAMINO A LA PERDICIÓN
Cuando uno comienza a trabajar en nuestro proyecto, sea como profesora, cocinera o voluntaria, atraviesa varias etapas. Los primeros días, la Santa Infancia te parece lo mejor que te ha pasado en la vida. A las pocas semanas, te desesperas profundamente porque son increíblemente desobedientes. Posteriormente, ante el caos que te rodea, como no puedes abarcar todo, decides salvar a C.
En los cinco años que hace que lo conozco -ahora tiene quince-, nunca he entendido la fascinación que parece despertar C. en los que lo rodean. Desde mi punto de vista -y estoy tratando de ser objetiva-, no es un chaval excepcionalmente simpático, ni demasiado educado, ni muy gracioso, ni muy guapo, ni, desde luego, muy inteligente.
Su historia es dura, pero no menos que otras muchas historias de otros miembros de la Santa Infancia. Su madre se piró de casa cuando C. tenía cinco años, llevándose a todos sus hijos, menos al pequeño C. (con los años, no podemos menos que pensar que a lo mejor tonta del todo no era la señora). C. quedó al cuidado de su padre, un borracho simpaticón absolutamente incapaz de cuidar de su hijo. Desde hace siete años, C. ha vivido en varias casas con familias de acogida. Su padre falleció en la indigencia hace unos tres años, motivo que aprovechó su madre para aparecer de la nada y reafirmarse en su determinación de no vivir con un hijo que, con el pasar del tiempo, ni la quería ni la necesitaba. O eso pensaba él.
C. ha sido, y es, uno de los niños más queridos y ayudados de nuestro centro. Hemos hecho de todo por él. Ha asistido a más actividades extraescolares que una niña de Puerta del Hierro: ha practicado kárate, aprendido algo de guitarra, piano y flauta, malabares, manualidades varias, teatro y baile moderno. Cuando lo expulsaron de la primera escuela, le compramos un pequeño rebaño de ovejas para tenerlo ocupado durante el día. Le construimos hasta una caseta en la que debía encerrar las ovejas al caer la tarde y que quedaba bajo su entera responsabilidad. Creo que es la vez que más emocionado lo he visto. Pegó una foto suya en una de las paredes de la caseta. En una esquina colgó un impermeable que le dimos y en la otra guardó las botas de goma que también le proporcionamos como parte de su indumentaria de trabajo.
Poco más de un mes después, una noche uno de los perros mató una oveja, porque C. había perdido la ilusión y pasaba de encerrarlas en la caseta. Y tengo que decir que el pastoreo fue la actividad en la que mostró mayor perseverancia.
Como digo, C. es el niño que todos hemos querido salvar. Y es que no hay nadie que no lo haya intentado, al menos, una vez. Es algo sobrenatural. De hecho, cuando haces tus primeras fotos de la Santa Infancia, al poco de llegar, te garantizo que C. sale en una de las diez primeras fotos. Hasta ahora, ha figurado ya en calendarios de cuatro asociaciones distintas. Incluso los niños de la calle de un proyecto cercano al nuestro, de los cuatrocientos miembros que componen nuestra Santa Infancia, prefieren sin duda a C. Ellos también piensan que nunca hemos sabido entenderlo ni apreciarlo.
C. ha sido ayudado por tres proyectos distintos. Ha vivido en cuatro casas diferentes, con gente que, realmente, intentó quererlo y ayudarlo. Ha sido expulsado de dos escuelas. Lo hemos pillado robando (robándonos, se entiende) cinco veces. Y siempre le hemos dado otra oportunidad. Lo único constante en su vida ha sido nuestro cariño y su decidida tendencia a tomar decisiones equivocadas en momentos inadecuados.
La última semana la ha pasado en la cárcel. Le rompió la pierna de una pedrada a otro chaval de su escuela. Un chaval con posibles -se ve- cuya familia denunció la agresión. Además, la primera vez que la policía lo llevó al cuartelillo, se escapó. Hemos dejado pasar varios días antes de pagar la fianza para ver si así aprende la lección. Y hemos ido a buscarlo para darle otra oportunidad. Otra más. Además, hemos contratado una psicóloga hace poco, y ella también ha decidido salvarlo.
Yo no sé que tiene, que no podemos dejar de intentarlo.