INCULTURACIÓN
Hemos vuelto al Amanuel Hospital con T. De hecho, hemos vuelto varias veces en las últimas dos semanas. El jueves pasado, fuimos a la desesperada, porque T. no sólo intentó hacer daño a los demás, sino que también intentó hacerse daño a sí mismo. Así que lo metimos en el coche como buenamente pudimos, y nos fuimos al hospital. Llegados al hospital, tengo que decir que, entre la fauna reinante, T. nos situaba en la cúspide del caos. Era el que más gritaba de todo el hospital. Decidieron ingresarlo pero, al ir a preguntar a la señora que administra las camas, la señora dijo que no había camas. Y allí yo me reboté un bastante, porque me sentía incapaz de controlarlo un día más.
El viernes volvimos al hospital y, oh milagro, estaba la misma señora administrando camas:
_ Perdone, buenos días, estuvimos ayer aquí…
_ Sí, me acuerdo– me contestó secamente- y os dije que os llamaría cuando hubiera una cama. Y no os he llamado
_ Ya… es que hemos pensado en venir directamente y así, si se quedaba una cama libre, pues usted no tenía que tomarse la molestia de llamar…
_ Sentaos a esperar – me cortó
Hasta a mí me quedó claro que mi perorata del día anterior sobre de quién iba a ser la responsabilidad si T. de verdad hacía algo gordo durante la noche le había molestado a la señora. Intenté disculparme, más que nada porque la tía de T. había tenido que quitarle cuchillos de las manos un par de veces durante la noche, y cuando al final lo echó de casa, a las cuatro de la mañana, T. se puso a gritar por todo el barrio, hasta que, a las seis, decidió cambiar de sitio y venir a gritar a mi ventana, hasta que me levanté y le dí de desayunar. Luego lo duché, porque había venido sin zapatos, con un ojo morado y lleno de mierda. A pesar de mis disculpas, la señora se negó a rebelarme si había una cama disponible o no. Pues a esperar.
Durante la espera, T. dio lo mejor de sí mismo: cabezazos contra la pared, proposiciones sexuales a todas las señoras de la redolada, sermones religiosos a voz en cuello… Yo lo frenaba como buenamente podía, asegurándole que todo iba a ir bien, que Dios lo quiere mucho, y pidiendo perdón a las señoras. Él a ratos me gritaba que yo era la enviada de Satán, y a veces lloraba y me pedía perdón porque yo era la Virgen María. Una fiesta, oiga.
La señora de las camas no perdía comba, porque su oficina daba al patio donde estábamos. Al final, salió:
_ ¿Eres su madre?- me preguntó
_ No– repuse- sólo soy alguien que lo ayuda
_ Pues pareces su madre– me replicó, a lo que yo me quedé sin saber muy bien qué responder.
_ Ayer no me caíste bien – me explicó- pero hoy he cambiado de idea. Se ha quedado una cama libre, y os la voy a dar a vosotros.
Hace algunos años, me hubiera puesto a despotricar como las locas, asombrada de que algo tan importante como la adjudicación de una cama de hospital psiquiátrico dependa del criterio arbitrario de una secretaria medio analfabeta. El viernes sólo tenía ganas de besar los pies de aquella señora, que se apiadaba de mí y de mi niño loquito, que ya no me llama por las noches, porque le tiemblan tanto las manos que no puede marcar los números.
A lo mejor eso es lo que llaman inculturarse: dejar de preguntarse cómo deberían de ser las cosas, dejar de asombrarte, cuz this is Africa. Callar, aceptar, rezar, trabajar. Y, cuando la suerte te sonríe, seguir luchando por los tuyos. Como las madres de mi Santa Infancia. Como yo, que no soy madre, pero a veces lo parezco.