LA POCERA
El otro día me aconteció un problema doméstico. Sé que cuando uno empieza a hablar de problemas domésticos quiere decir que se está quedando sin argumentos de otro tipo, pero me toca un pie.
Concretamente, el agujero de desagüe del plato de mi ducha comenzó a escupir lo que previamente había bajado por el váter. Esto es, caca. A mí, honestamente, me dio el pánico. Aquello suponía la materialización de mis pesadillas más temidas. Suspendí todas mis actividades productivas (soy una mujer de prioridades claras), y, como buena curranta del sector Desarrollo, me fui a pedir un assesment sobre mi situación al Ingeniero. En el sector Desarrollo, cuando tienes un problema, primero te hacen un assesment y luego te organizan un training. Son el Agua de Lourdes de la Cooperación.
_ Pues va a ser que se te ha bozado el pocillo-, me respondió. Lo de “pocillo” es mi traducción del italiano. Es el pequeño depósito al que desembocan los desagües de mi baño antes de pasar a la fosa séptica- Vas a tener que abrirlo y limpiarlo, pero no te va a gustar lo que vas a encontrar allí.
Yo llamé a un par de efectivos de mi Santa Infancia, porque me gusta tener testigos de mis miserias cotidianas. Ellos también, tras observar mi plato de ducha, dieron su diagnóstico de la situación: “Es verdad que comes un montón de verduras, ¿eh?”. Luego intentaron desatascar el váter, lo que sólo ocasionó nuevos derrames en el plato de ducha, y ante el cachondeo reinante, tuve que explicarles la gravedad del problema que afrontábamos: “Si lo que hay en el plato de la ducha rebasa el plato de la ducha y se extiende por el baño y la habitación, no tendré más remedio que quemar la casa y huir sin mirar atrás”.
Así, procedimos a abrir el pocillo. Y allí toqué fondo. De golpe y porrazo -¡zas, en toda la boca!-, tomé conciencia de las miserias más humillantes de la condición humana. Awareness, que le dicen en los trainings. Tengo que decir que, mientras limpiaba el pocillo, tuve un momento de derrumbe anímico en el que lo único que me salía era gimotear “qué asco, Dios, pero qué asco”, mientras mis elementos de la Santa Infancia me repetían “aishós”, y me consolaban diciéndome que luego ellos se llevarían la caja con los residuos del pocillo para enterrarla allí donde habita el olvido. No lo decían así, pero así lo entendía yo.
Y al final, después de batallar durante los veinte minutos más largos de mi vida con el pocillo y las tuberías, cuando la situación parecía ya claramente sacada de una película de Álex de la Iglesia, la cosa se desatascó, y tras cinco minutos de escupir todo lo que mi cuerpo ha expulsado en el último mes –aproximadamente el equivalente a mi masa corporal, o así me lo pareció-, el agua volvió a fluir.
¿Lo peor de la experiencia? El olor, el olor.