Un sábado aproveché que mi Santa Infancia estaba enfrascada en cienes de torneos de fútbol para irme de compras. Me dí un garbeo por la zona de la iglesia de Gabriel, a unos diez minutos en coche de donde vivimos o a otros diez a pie vadeando el río asqueroso donde el Alert Hospital vierte sus residuos. Yo opté por el coche.
Iba buscando unas ensaladeras de plástico monísimas y súper poco útiles que había visto en casa de unos amigos (demasiado grandes para comer cereales en ellas y demasiado pequeñas para poner ensalada para más de dos personas. Ideales). Así, merodeando por el lugar, que en los últimos años ha mejorado un montón, me encontré a las puertas de un centro comercial que abrieron el año pasado.
Cuando ya iba a entrar, alguien gritó mi nombre, y me encontré de bruces con A., de unos quince años, uno de nuestros fracasos, que camina por la vida y por la calle con varios dientes de menos y el pelo de tres colores. Se acercó a saludarme y, al mismo tiempo, se aproximó blandiendo su bastón el seveñá del centro comercial, preparado para librarme de mi inoportuno encuentro. Me apresuré a explicar que lo conocía, con lo que la cosa no pasó a mayores. Estuve a punto de hacer eso tan frenji que es entrarse mendigos a sitios donde no tienen nada que ver (algún día hablaremos de la temporada de recogida del niño de la calle), pero lo dejé correr porque, en mi modesto entender, son cosas que no aportan nada a nadie.
Así, me dí un garbeo por el supermercado, centro comercial y spa. Hasta piscina tenía. A mí, cuando entro en estos sitios, se me queda la boca un poco demasiado abierta. Me doy cuenta cuando me entra sed, y entonces la cierro (chica lista). Había una tienda de electrodomésticos en la que vendían hasta heladeras y yogurteras. Había muy poca gente, pero bastantes lucecillas de colores de Navidad, que me parecen fascinantes.
Después de mirar un rato las luces, por no salir con las manos vacías, compré un panecillo (sólo había con semillas por encima) y una tableta de chocolate en el súper. Cuando salí a la calle, le dí las dos cosas a mi fracaso, quien a cambio me dejó jugar en un futbolín destartalado con sus colegas mientras se comía el chocolate y el panecillo, después de quitarle las semillas.
Tras despedirme, seguí paseando sin encontrar mis ensaladeras, y me volví con mi Santa Infancia. W. (nueve años) vino a saludarme emocionadísima, porque su madre se había encontrado otro botón por la calle, y se lo había cosido en el único vestido que tiene. La madre de W., aunque tiene pocos dedos, consigue coserle botones a modo de adornos, y su vestidito komche le queda así de bonito:
Esos botones me parecen belleza en estado puro. Si la gente supiera de su existencia, seguro que pagaba por verlos. Los encuentro mucho más bonitos que el spa, la piscina o las tiendas de vestidos absurdamente caros. Los encuentro, incluso, más bonitos que las luces de Navidad.
Como siempre, me has dejado con la boca abierta (por suerte aqui es invierno y no hay moscas). Un post perfecto!
No sé cómo lo haces, pero tus posts me hacen reir y luego me hacen llorar. Y siempre me hacen pensar. Y encima, no son cursis. Me encanta leerte.
No dejes de nunca de ser nuestros ojos en la distancia porque es leerte y evadirme de todo por unos minutos, te leo con avidez y a partir de ahora con emoción cuando me encuentre un botón caido. Gracias.
Una vez más, que bonito! Me has enseñado a ver de otra manera los botones….
Lo son Kaktus…
Los botones son adornos de verdad. Lo demás, es artificio. Y tu también eres de verdad. Que suerte tenemos algunos.
Genial… Hace todo cercano, y conviertes lo más simple en maravilloso… Tienen y tienes mucha suerte!
«Lo esencial es invisible a los ojos» pero para ti no porque ves con el corazón.
Es genial. La madre le va colgando medallas a la niña.
Es curioso, justo esta tarde le he estado cosiendo a mi hijo dos botones del baby que se le habían perdido. Tengo una bolsita en la que voy metiendo botones por si alguna vez (como hoy) necesito alguno.
Mientras leía tu post pensaba en lo feliz que haría esa madre a su hija si por suerte pillara mi bolsita. Y también, que mi hijo seguramente ni se había dado cuenta de que a su baby le faltaban dos botones.
Bien dices, Tarike,: “contrastes”.
..y esta historia podría cambiar la frase de «y como muestra un botón».. por «y como muestra de amor, un botón»…
..me encanta trasladarme con tus relatos a Etiopía.
Hola kactus:
están llegando noticias de manifestaciones y rebeliones del pueblo, se habla de la cuidad de Adama. En Addis están las cosas tanquilas??
Un beso muy fuerte, y cuentame por favor….
gracias
Estaba escribiendo sobre el artista etiope Elias Sime y viendo sus obras y un video de una exhibicion que hizo en Santa Monica hace un tiempo, me vino un flash de este post tuyo sobre los botones. Elias Sime hace arte con objetos reciclados, entre los cuales son importantes los botones y en el video da una explicacion de porque cose botones en sus obras y dice cosas muy hermosas, como que un boton es un elemento de union entre dos cosas, una conexion, pero que tambien los botones son representaciones de amor. Si quieres y puedes ver el video (o tus lectores) te dejo el link a YouTube, en ingles: http://www.youtube.com/watch?v=sFa2z5hLoC4