Hoy me he acordado de un día en que tuve que llevar a W. (“que qué es lo que tengo, que tengo de tó”) a la casa de unas monjas muy amigas nuestras donde ha vivido los últimos meses. Aquel día, a W. le dolía la tripa. W. a sus once años, raro es el día que no le duele algo, y por eso damos prioridad a la solución de sus necesidades. Es lo que tienen las enfermedades raras autoinmunes, que te duele un poco todo, y que la gente que te rodea se acojona enseguida cuando te duele algo nuevo.
Cuando llegamos a la pequeña casa de las sisters, la tumbé en su cama, situada en una de las dos habitaciones para diez personas (concretamente, en la habitación de las señoras). Las sisters estaban rezando, que es una cosa que hacen mucho, y me senté a esperar, porque no me parecía bien dejar allí el paquete y pirarme. Al rato, W. comenzó a estar mejor, y empezamos a hablar. Me dí cuenta de que tenía un cuento debajo del colchón, y le pedí que me lo leyera. Para poderlo leer juntas, me tumbé a su lado.
Cuando una lleva una vida tan apasionante como la mía, sucede un poco que, en que te quedas parada dos minutos –y más si es en posición horizontal-, te viene un sopor mortal. Y así no llegué ni a la segunda página que me quedé sopa, con el fondo de la vocecilla de W. que me leía este cuento sobre un caballo blanco y otro negro.
Cuenta la leyenda que las monjas salieron de rezar y me encontraron completamente sobada en su habitación para señoras enfermas, con W. que ya había acabado el cuento y que también se había quedado traspuesta. Me desperté dos horas más tarde, cuando empezó a sonarme el móvil echándome en cara que tenía otros niños que sí estaban despiertos a los que atender.
Hoy me he acordado de aquella siesta improvisada, donde pasé de cuidadora a cuidada. Me he acordado también de todos esos besos sin fuerza que W. me ha dado en el último año. Su padre apareció ayer por sorpresa y, sin atender ningún tipo de razones, decidió que W. estaba ya curada de todo y que se la llevaba a Goyam con su familia. A W. la idea no le pareció mal, porque tiene hermanos y hermanas a las que echa de menos. A las sisters y a mí, que sabemos con precisión lo difícil que es tratar una enfermedad autoinmune en Etiopía, la idea nos ha parecido un poco menos bien. Si pienso en lo mal que lo va a pasar los dos días de autobús que hacen falta para llegar al Goyam me pongo a llorar del gozo.
Yo sólo pido que no la deje morir, que nos la traiga de vuelta cuando empiece a estar mal, pero aún se pueda hacer algo. Yo sólo pido que, antes o después, la vuelva a ver. A veces la vida nos da regalos que luego, no sabemos muy bien por qué, se nos escapan entre las manos. A lo mejor es que no somos dignos de ellos. A lo mejor no nos los merecemos.
Profundamente conmovedor, me has hecho llorar…
Hola Kaktus.
Tu blog remueve siempre mis sentimientos. A veces es la risa, y otras, como hoy, el llanto.
Somos padres de un niño etíope, y tenemos un problema con el que quizá tú nos puedas ayudar.
Te dejo mi mail, y tú decides si quieres contactar conmigo: mjlmendoza@hotmail.com.
Muchas gracias y un beso fuerte.
Mª José
Con toda seguridad no nos la merecemos a W.
Gracias por compartir tus historias.
Los méritos son cosas bien díficiles de medir…A menudo es algo más terrenal, es estar cansada y necesitar dormir. Duerme entonces, para que amanezca. Descansada sabras que las cosas tienen un por qué, o no, pero siempre «merecen la pena…»
Gracias por compartir lo que estas viviendo.
Soy de las que pienso que quizas..nos da esos regalos,para poder disfrutar un poquito de la vida,son regalos,pero solo prestados.
un beso y no te canses de seguir contandonos
Gobez!!!
Como se suele decir, Dios da pañuelos al que no tiene mocos, la lástima es que los mocos sean de una criatura. Gracias por compartirlo con el resto del mundo.