RESISTENCIA
Aprovechando que yo estaba de vacaciones, dos unidades (individuos) de la Santa Infancia decidieron ir a robar piezas de hierro a una fábrica de ventanas china que tenemos en las inmediaciones. Su plan estratégico era “nos han contado que no hay seveñás”. Por supuesto que había seveñás. Los seveñás de la fábrica los pillaron con las manos en la masa, y durante varias horas les dieron la del pulpo, hasta que los llevaron a comisaría, de allí al juzgado, y de allí a pasar ocho meses en la prisión de Kaliti.
Tras preguntar a ambas familias qué hacía falta para entrar a verlos en la cárcel –basta que lleves tu tarjeta de identidad, me dijeron-, nos fuimos un domingo de mañanita yo, la madre de L. y la hermana de M. a visitarlos.
Y allí estaba yo, ya casi dentro de la prisión, pasando los múltiples controles (“lo que usted está palpando se llama salva slip”), cuando apareció el aschekari de turno. Aschekari es una palabra que me encanta. Viene de chikir (o chekir, o cheker), que quiere decir problema, y puedes hacer lo que te dé la gana con ella: puedes conjugarla, aschekeraleu, y quiere decir “doy problemas”; en impersonal “aschekeral”, el problema no lo darás tú, que lo dará una situación o una cosa; y si eres un “aschekari”, es que eres un problemático. El clásico follonero.
Llega el militar:
_ Buenos días, ¿qué hace usted aquí?
_ Vengo a ver a esta persona –nombre de uno de los niños-, que está aquí– mi primer impulso era contestar, “nada, buscando una rave”, pero me contuve.
_ Pues no puede entrar.
_ ¿Por qué?– soy una utópica, lo sé. Pedir explicaciones coherentes.
_ Porque usted no es etíope– allí me dí cuenta de que el aschekari tenía estudios.
_ ¿Y…?
_ Pues que no puede usted entrar
_ ¿Por?
_ Porque usted no es etíope– y nos quedamos enganchados en el bucle como unos dos minutos, hasta que me dí cuenta de que la hermana y la madre de los chavales seguían esperándome, y les indiqué que fueran entrando y que, ya si eso, o nos veíamos dentro o las esperaba en el coche en unas dos horas.
Y allí elaboré un plan de acción. Tenía delante de mí dos horas en las que, o entraba en la prisión, o esperaba a las dos chicas. O me dedicaba a amargarles la mañana a los guardianes de la entrada, vamos, lo que viene siendo aschekerar (una cosa que me encanta hacer es conjugar verbos amáricos en español o italiano. Me río sola y todo cuando lo hago).
Así, solicité ver al responsable directo del aschekari:
_ Es que la oficina del coronel no está aquí.
_ Pues lléveme adónde está –y me llevó a otro recinto cerca.
_ Es que el coronel está ocupado
_ Pues lo esperaré
_ Es que igual tarda
_ Pues que tarde –y me quedé de pie delante de la puerta. Que la gente espere de pie es una cosa que a los etíopes les causa gran desazón. No sé por qué, pero es así. Si te sientas, desapareces. Si esperas de pie, es como si tuvieran un palo finito metido por el culo. No les duele, pero les molesta mucho, mucho.
_ Siéntese, por favor– y me señalaba un banco cercano
_ No gracias, estoy bien
_ Pero es que el coronel igual tarda
_ No se preocupe, que yo lo espero
_ Pero es que estaría más cómoda sentada
_ Pues estoy más cómoda de pie
_ Pero es que no se puede esperar en medio de la puerta
_ ¿Por qué?
_ Por si entra un coche
_ Si entra un coche, me apartaré
_ Pero es que no puede esperar aquí
_ Es la vía pública. Es de libre circulación.
_ Es que usted no está circulando, está parada.
_ Pues ya me muevo –y empecé a patrullar la parte exterior de la verja de lado a lado, lo que todavía puso al guardia más de los nervios –¿así mejor?
El militar cada vez estaba más angustiado, y a mí ya me estaba entrando la risa. Como se puede imaginar, en ese punto de la discusión, el corrillo de curiosos era ya bastante nutrido.
En estas estábamos (“vamos, mujer, no haga eso, siéntese”, “entiéndalo, no me siento”), cuando salió el coronel a explicarme el racismo reinante en todas las instituciones etíopes. Me repitió que yo no podía entrar porque no era etíope. Yo le enseñé mi tarjeta de identidad expedida por el Gobierno Federal de la República de Etiopía, donde no dice que el titular no pueda entrar a la cárcel. Él me contestó que mi embajada tenía que pedir oficialmente que se me permitiera entrar en la prisión. Yo le contesté que era una solemne tontería, sobre todo teniendo en cuenta que una de las chicas que iban conmigo había entrado ¡con el carnet de la biblioteca de su colegio! Me dijo que era una cuestión de nacionalidad. Yo le dije que era una cuestión de racismo. Él me dijo que fuera como fuese no me iba a dejar entrar y punto. Y se piró.
Allí, volví a quedar en manos del primer seveña. Como todavía me faltaba media horita para que mis chicas volvieran, elaboré un plan B:
_ Pues yo no me voy hasta que no me dejen entrar.
_ Pero ya ha oído al coronel
_ Pues aquí me quedo hasta que cambie de idea – amenacé – y me quedo de pie.
Allí volvimos a empezar la discusión sobre la vía pública, los derechos de cada quien, la comodidad de estar sentado… Treinta minutos donde el señor intentó, por este orden:
. Convencerme por las buenas de que o me fuera o me sentara
. Convencerme por las malas de que o me fuera o me sentara. “Si me pone un dedo encima, entonces sí que van a venir los de mi Embajada”, y ya no me puso el dedo encima.
Al final, salieron mis chicas. Me dijeron que los niños estaban bien y que ya podíamos irnos.
_ Bueno, pues adiós –le dije al seveñá
_ ¿Y ahora se va, así sin más?
_ Sí
_ ¿Y no se podría haber ido hace dos horas, sin más?
_ No, tenía que esperarlas.
_ Pues menuda mañana me ha dado.
_ Ya, es que no soporto estar sin hacer nada– cosa que es radicalmente cierta. Soy culo inquieto.
_ ¡Aschekari!
_ ¡Presente!
Cuando yo les contaba mis avatares a la Santa Infancia, ayudada por la hermana de M. que, de lo que había escuchado incluso dentro de la prisión dedujo parte de la diversión, se meaban de la risa, aunque no acababan de entender por qué no me había resignado a esperar pacíficamente sentada. Les expliqué que era una cuestión de principios: no podían decirme que no sólo por mi nacionalidad. Yo sólo quería una razón válida para no dejarme entrar. Me parecía que se estaban vulnerando mis derechos. Y se reían todavía más, con la sola idea de que a veces quedarse de pie es mejor que sentarse a esperar. Son gente de humor fácil, y en el fondo lo que les encanta es verme perder los nervios cuando lucho por ellos.