TU ESPALDA
La imagen de tu espalda, M. me persigue desde hace unos días. Las marcas, los moratones, las cicatrices. Me cuentas que perdiste los zapatos, y mamá se enfadó mucho. Tú no lo sabes, M., pero tu madre a un perro no se atrevería a pegarle así. Porque un perro se revuelve. Tú prometes no volver a perder los zapatos. Yo prometo sacarte de esa casa en cuanto tenga oportunidad y en cuanto sepa adónde llevarte.
Vamos a varias oficinas, y a ti te encanta el viaje porque casi nunca vas en coche. Ahora te estás acostumbrando, porque raro es el día que no voy a gritarle a tu madre, y, ya que estoy, te llevo a casa en coche. Tú no lo sabes, pero lo he intentando todo. Cuando cierro la puerta de korkoró* para que no me oigas, intento explicarle a tu madre que no eres tonto, porque no lo eres. Le digo que aprendes bien y rápido, que te gusta el cole y que la quieres mucho. Y que si te vuelve a poner la mano encima le mando los policías. Tú no lo sabes, pero entonces ella me contesta “pues que se lo lleven los policías”.
Volvemos de las oficinas, y sigo con muchas preguntas y pocas respuestas. Decido documentar todo con fotos, mientras me muerdo la rabia, porque no entiendo por qué ella no puede quererte sólo la mitad de lo que yo te quiero, porque no puedo entender que no se dé cuenta de lo listo, lo gracioso y lo guapo que eres. Porque tienes cinco años y la espalda llena de líneas moradas. Te pegó con un bastón.
_ ¿Por qué me haces fotos?- me preguntas
_ Para que no se me olvide
Y entonces haces lo que siempre haces cuando no entiendes algo, lo que siempre haces cuando te saco una foto: sonreír.
Tú no lo sabes, M., pero tu madre no te quiere.
*Korkoró, además de una palabra la mar de sonora, en amárico designa la lámina de metal con la que se construyen las casas donde nuestra Santa Infancia malvive.