FUNERALES
El fallecimiento de la Señora Deprimía puede ser un momento tan bueno como cualquier otro para reflexionar sobre… ¡los funerales!
Partamos de la base (les anticipo un estudio con cierta profundidad) de que pocas cosas reflejan mejor la esencia de una cultura que el modo en que los que viven en ella se enfrentan a la muerte. Cuando uno de los miembros del grupo desaparece, el resto del grupo sabe exactamente qué tiene que hacer. Ante la más grande de las incógnitas, cada cultura te traza un patrón preciso de actuación. Objetivo: no tener que pensar, porque la pérdida no te va a dejar pensar. Y así, cada cultura te proporciona una serie de pautas que tienes que seguir con precisión más o menos milimétrica. Este proceso cultural es una de las partes constitutivas del duelo.
Al leer lo anterior, uno pensaría que tengo estudios de Antropología. Para nada. Yo hablo porque me lo pide el cuerpo.
En Etiopía, las primeras horas después del fallecimiento de una persona son de gritos desesperados. Hay dos roles que hay que asumir inmediatamente: el de la persona que llora desconsolada e incansable, y el de la persona que se encargará de organizar el sarao, y a la que apenas le quedará tiempo para llorar. Normalmente el primero lo desempeña espontáneamente una mujer (la esposa, hermana, hija de la persona fallecida), y el segundo un hombre (esposo, hermano, hijo de la persona fallecida). Si sólo hay personas de un género entre los familiares (por ejemplo, sólo dos hijos), el más joven se encargará de llorar y el más mayor de organizar.
Los más cercanos al fallecido establecen, siempre a gritos, un diálogo ficticio con la persona que se ha ido. Por cuanto parezca una manifestación expontánea de dolor, las preguntas que realizan son siempre las mismas y ni una sola de las frases gritadas se separa de los tópicos establecidos para el caso: “Ay, Dios mío, ¿por qué te la has llevado?», “¿qué voy a hacer sin él/ella?”…etc. Parece una escena caótica y sin control, con gente que se revuelca por el suelo presa de la desesperación, pero si te fijas bien verás que los “organizadores” ya han empezado discretamente su labor. Alguien ha encendido ya el fuego, comienzan a poner bancos sacados de casas vecinas para que la gente se siente, la persona fallecida (que normalmente reposa en la cama hasta que es enterrada) ya está envuelta en un netelá y poco a poco todo el mundo se va poniendo el netelá, prenda obligatoria en los funerales.
La primera llamada que la familia realiza es al jefe del Heder, que son asociaciones tradicionales a las que les pagas cada mes para que, cuando te mueras, te monten un bonito funeral. Para lo caótica que es aquí la gente a la hora de organizarse, lo necesario para un funeral en condiciones te lo montan en media hora: una cocina con capacidad para dar de comer a un centenar de personas, una tienda de campaña tamaño comedor de barracón y, por supuesto, el pago a la iglesia ortodoxa para poder enterrar a la persona en el cementerio.
El entierro en sí es más bien breve. Entierran a la gente a las pocas horas de fallecer. El cuerpo es llevado al interior de la iglesia porque cuando te mueres ya sí puedes entrar. Antes de morirte, a poco que hayas hecho no puedes entrar (si has comido ese día, si tienes la regla…) con lo que la mayoría de la gente se queda fuera esperando sentada. Cuando los sacerdotes acaban con las oraciones, sacan el ataúd y le dan tres vueltas alrededor de la iglesia. Luego lo llevan al cementerio y, en un momento de histeria colectiva, lo entierran. A los frenjis esta parte nos da bastante yuyu, porque gritan mucho, mucho, y saltan, y te da la sensación de estar en Regreso al Futuro, siglo XI, sección África profunda. El momento dura, en total, unos cinco minutos y luego todo el mundo se retira rápidamente, porque el cementerio de nuestro barrio es un bosque mal cuidado y sucio, y da mucha tristeza estar allí.
Rapidito, rapidito, porque suele ser hora de comer, se vuelve a la casa del difunto. Allí, los “organizadores” te esperan ya a la puerta con una jarra para lavarte las manos y un plato lleno de sinde (granos de cebada tostados), que es el aperitivo de las fiestas. Y todo el mundo toma asiento y empieza el funeral en sí, que durará una semana.
Los siete días son más como una acampada hippy. La gente habla de todo un poco, juega a las cartas, come y duerme donde buenamente puede. Poco a poco llegarán familiares de otras partes del país, a los que jamás habías visto y que, cuando la persona estaba viva y les pediste ayuda, jamás vinieron. Gente que parecía olvidada de todo y por todos resulta que tiene más amigos que Pippa Midleton. Y la familia tiene que dar de comer a todos esos colegas y parientes que, si vivieran en España, se llevarían las gambas en el bolsillo de la americana.
De vez en cuando, alguien se pondrá a llorar a voz en grito, reproduciendo el diálogo de las primeras horas, y todos romperán a llorar, hasta que alguno de los ancianos se levante y tranquilice a la turba, que volverá a jugar a las cartas. O se dosifican, o no aguantan los siete días.
De por sí, estos momentos de dolor duran poco. Durante el resto del tiempo, nadie habla del fallecido, sino que la charla es bastante intrascendental. Si no consigues compañero de charla intrascedental, te tocará quedarte sentado mirando al vacío, porque no hay fórmulas de pésame que puedas usar para transmitir tus condolencias a la familia.
En algún momento a lo largo de la semana, los organizadores limpiarán la casa y todas las pertenencias de la famlia, para ayudar a recibir a los parientes del gueter. Si tu cuota de Heder es de las bajas –ergo, eres pobre-, la tienda la retiran al tercer día y se continúa el sarao en casa.
Después de siete días ya ni te acuerdas de quién se ha muerto. Sólo sabes que quieres dormir y, sobre todo, quieres que toda esa gente se vaya de tu casa. Y se irán, sí, más que nada porque la comida se ha acabado. Volverán en cuarenta días, a celebrar el aniversario de la muerte. Pero será sólo una jornada, y luego te volverás a quedar solo, con tu pérdida, con tu vida, con la sensación de vacío de quien nació, vivió y murió en vano.
En el funeral de mi señora Deprimía yo también recé. Recé para que Dios le de un sentido a estas vidas, porque el mundo no supo dárselo. Recé porque ni ella, ni yo teníamos que haber estado en esa mierda de cementerio. Rezas para que Dios te de entendimiento cuando la fuerza ya no te sirve para nada.