Los domingos, con aquellos miembros de nuestra Santa Infancia que son tan dejados que ni siquiera van a las iglesias ortodoxas, nos juntamos en las gradas del campo de baloncesto, rezamos un poquitín, cantamos dos canciones, y yo les ofrezco una reflexión que, en teoría, deben repensar durante la semana. Obviamente, en la práctica, la reflexión la reflexionan durante cero coma dos (segundos) antes de empezar los consabidos partidos de fútbol.
A veces, como se imaginarán, voy algo cortita de temas, y recurro a lo que he oído en la misa de ese día (esta lección te la dan en Primero de Sermón Educativo). Así, el domingo pasado, les hablé del Buen Pastor, y de cómo nosotros (Brother House y yo), nos sentimos pastores de ellos, que vendrían a ser nuestro rebaño, y de cómo conocemos nuestras ovejitas, y de cómo, aunque nuestras ovejitas se despeñen por un barranco y las perdamos, pues siempre nos acordamos de nuestras ovejitas queridas. Como se ve, no era un discurso excepcionalmente inspirado. Doy lo mejor de mí misma cuando hablo de lombrices-mocos-higiene, pero últimamente me arriesgo a caer en el monotematismo, por lo que intento diversificarme con las chorradas del pastoreo, en la esperanza de que pillen la parábola porque algunos han sido pastores cuando habitaban en su Wello natal.
Las ovejitas escuchaban con aparente atención, que mutaron en carreras desenfrenadas para ir coger las galletas que les damos a media mañana. Mientras repartía las galletas, un elemento me ofreció la conclusión de mi parábola: “Los pastores, cuando tienen hambre, se comen a las ovejas”. “Eso”, dijo otro, “los pastores crían ovejas o para comérselas o para venderlas”.
Toma ya. Teólogos del mundo, a ver cómo encajais la realidad en la parábola.
Medio evangelio a la … pues eso (como mínimo) medio.
Te falta la respuesta de Brother house, seguro que sería pintoresca…