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Archive for diciembre, 2013

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Dic 20

LA NENA Y LAS LENGUAS

La Santa Infancia me la ha jugado. A traición y por la espalda.

Comenzaré el relato de mis cuitas diciendo que uno de los “puntos calientes” en mi recién estrenada maternidad son las lenguas. Los idiomas. Desde hace ocho años, mi vida profesional y personal se desarrolla en amárico, inglés e italiano. Prácticamente nunca en español. De hecho, cuando hablo en español, sobre todo al incio de mis vacaciones, cometo errores de guiri que constituyen siempre fuente de solaz y regocijo para mis amistades (algunas son algo crueles).

Obviamente, yo quiero que la Nena hable español como lengua materna. El nombre lo indica: lengua materna. De su madre. Mía. La estrategia más obvia, como se imaginarán, es hablarle siempre en español. Y allí estoy, que parezco una radio. Cuando me quedo sin conversación, le canto. He escuchado los Cantajuegos (soy una madre documentada), y, como no puedo evitar imaginarme el grupo de adultos lobotomizados cantando esas canciones, pues me dan bastante vergüenza ajena. Yo también escuchaba canciones infantiles de pequeña, pero entonces carecía de mi capacidad actual de análisis y crítica social. Como la Nena prefiere el organillo y el tambor, también le parecen sosos a ella. Así, entre libros y canciones (y Pocoyó) estamos con la granja y las partes del cuerpo. Empecé con la granja, pero es que luego me dí cuenta que la Nena no ha viso un cerdo o un pato en los días de su vida y le cuesta identificar el sonido con la imagen del cerdo o el pato. Vamos, no sabe lo que es un cerdo ni un pato y punto. Como brazos y piernas los tenemos más a mano, pues hemos cambiado lección.

El caso es que hace unos días, la Nena pronunció su primera palabra. Ulet. Quiere decir “dos”. En amárico. Cachis.

Investigando los orígenes de tan extraña elección, me dí cuenta de que cuando la Santa Infancia la ayuda a caminar le repiten and, ulet, and, ulet (uno, dos, uno, dos…) Y así, la Nena pasa siete kilos de la cargante de su madre y sabe decir ulet.

Inmune al desaliento, he tomado medidas. En menos de dos días, toda la Santa Infancia sabe ya decir “uno, dos”. Y ay de áquel que ose pronunciar en amárico los números mientras mi vástaga da sus primeros pasos.

Lo de los idiomas es una cosa que a la Santa Infancia le intriga bastante. Dan por supuesto que la vinculación burocrática con mi vástaga desencadena de forma inmediata y automática una capacidad especial en la Nena para hablar el español. Yo conozco niños de tres años que, puestos en la misma tesitura, hablan con fluidez tres idiomas. También conozco otros niños de tres años que, ante el caos de lenguas, acaban ladrando cuando se enfadan, o mezclando la estructura del amárico con el español (me “agusta” en vez de “no me gusta”, porque los verbos en amárico hacen el negativo poniendo una a delante).

A veces pienso que, si todo va bien, la Nena empezará a hablar sánscrito a los doce años. Antes de esa fecha, no pienso preocuparme.

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Dic 18

¿POLÍTICAMENTE INCORRECTO?

Voy a decir algo que va a levantar ampollas. Es algo que me ronda por la cabeza hace ya algunos años. Me reconcome las entrañas y no sé cómo sacarlo fuera, porque es algo que la opinión popular no va a compartir ni a aceptar.

Bueno, ahí va: no me gusta Arturo Pérez Reverte.

Ya. Lo he dicho.

Diré en mi descargo que no es una opinión dada así, a la ligera. Yo de jovencita era fan del señor Pérez Reverte desde que en una Feria del Libro, un librero me recomendara un libro que en aquel entonces todavía nadie conocía. Era La Tabla de Flandes. Honestamente, vi La Luz. De ahí me lancé y me leí todo lo que había publicado el señor Pérez Reverte hasta el momento.

Años más tarde decidí estudiar periodismo. Y, de nuevo, el señor Pérez Reverte era todo lo que todos queríamos ser. Y esta fiebre-fan me duró hasta que me leí el Pintor de Batallas, que me pareció la enésima elaboración del héroe que defiende Pérez Reverte a capa y espada (y nunca mejor dicho): ese tío duro con un pasado terrible, irresistible para las niñas de veinte años de los que, cari, ya no quedan. Casi. Por suerte.

He seguido a trompicones sus columnas (en el sentido de que no he conseguido tener acceso a ellas con regularidad) y, desde hace ya algunos años, incluso cuando alguien me las manda en Facebook o me las encuentro en la Red, paso de ellas. Me enfadan.

Me cansa la retórica del adolescente enrabietado que siempre tiene razón. Del que se piensa que, como grita más, le oirán mejor. La demagogia del puñetazo en la mesa, del creerse tan progre que puede hasta decir palabrotas. Ya nadie piensa que ser progre es decir palabrotas. Ahora, lo verdaderamente revolucionario es saber usar la segunda persona plural del imperativo (batid, mezclad, agitad, Arguiñano, por favor, que no das una). Y sí, un taco dicho en el momento y la situación oportuna, vale más que mil palabras. Pero cuando perlas tu columna de un rosario de imprecaciones a mí la sensación que me da es de que te interesa que la gente se quede con la forma, y no con el fondo. Qué guay, dice “hijo de puta”. Por cierto, no puede haber tantos hijos de puta en el mundo. Es materialmente imposible. Por cierto, también me cansa el rencor perpetuo, la victimización y el “os lo voy a explicar claro clarinete, porque os veo cortitos de entendederas”. El dividir el mundo entre hijos de puta traidores; capullos ignorantes; y héroes cotidianos, por supuesto, desconocidos para el mundo hasta que tú los acercas a la Luz. El tirar de tópicos sin descanso, los buenos y los malos, el negro y el blanco, no vaya a ser que el lector se pierda. Los personajes que son siempre el mismo personaje. No diré que el personaje es Pérez Reverte porque, a pesar de lo que diga la opinión popular, yo creo que Pérez Reverte no es ni tan duro, ni tan noble, ni tan honesto como lo son sus personajes. Nadie puede serlo. Ni siquiera un personaje de un libro. Y por eso me chirrían.

Volviendo a sus columnas, no necesito que me indiquen quiénes son los hijos de puta. Ya los veo venir yo solita. No necesito que nadie me diga por qué tengo que estar siempre enfadada. No me gusta estar enfadada. Indignada, sí, pero no enfadada. Asustada, desconcertada,  decidida a seguir adelante, determinada y comprometida con el cambio (de nuestra sociedad, de nuestra cultura y de mi religión), sí. Como gran parte de ese país que es España. Pero no enfadada. Yo, mejor que gritar, mejor que insultar, cambio mi pequeño mundo, mis pequeñas historias. Y busco esa justicia heroica que defiende Pérez Reverte en cada pequeña cosa que hago. A veces lo consigo, y a veces pienso que alguien llegará y me meterá en el saco de los capullos ignorantes. Seguramente por capulla ignorante. Puede ser. Extraño que whatsapp no tenga el emoticono de capulla ignorante, pero sí el de gamba rebozada. Ideaza: Pérez Reverte debería diseñar sus propios emoticonos de Whatsapp (el villano, el héroe curtido en mil batallas, el mercenario con corazón, el periodista de la vieja escuela, de los que ya no quedan…). Se forraría.

Tan doctrinarios me parecen ciertos sectores de la carcundia nacional como la ira vengadora del señor Pérez Reverte. Me gusta que me hagan pensar, no que me digan lo que tengo que pensar y con la intensidad fanática con la que tengo que pensar.

Me encantó la Reina del Sur, y, como no soy tan inamovible en mis opiniones como Pérez Reverte, seguramente me leeré su nuevo libro sobre grafiteros. Porque, de verdad, sólo por volver a encontrar otra Tabla de Flandes, me leería del tirón sus obras completas. Incluidas las columnas.

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Dic 03

LA NENA Y EL PELO

Poco a poco, la Nena y yo nos vamos integrando en nuestra nueva vida. Un punto importante, obviamente, es la parte de nuestra vida que compartimos con la Santa Infancia. Como los excesos son, eso, excesivos, hemos empezado a tomar contacto poquito a poco, en los momentos en los que en vez de quinientos niños, pues sólo hay cien o doscientos.

La semana pasada estuvimos con M. y su niña de dos años, a la que todos llamamos Mita. En Etiopía las niñas pequeñas se llaman Mita y los niños pequeños Abush. Cuando creces, si tus padres se preocupan minimamente, deberías transicionar a tu verdadero nombre, pero hay quien se olvida, y se le queda Abush o Mita para toda la vida. Hago otro inciso para explicar que la Mita ha pasado dos años completos sin separarse de su madre, quien trabajaba sólo cuando la Mita la dejaba en paz. En los intervalos en los que su madre trabajaba, la Mita ha jugado sin descanso con un batallón de niños mayores que ella. Estoy convencida de que la infantita Leonor no ha crecido tan estimulada como la Mita. Como resultado de la larga baja maternal de su mamá, la Mita dejó el pañal antes de cumplir los dos años, y, algunos meses después, es capaz de expresar una gran variedad de opiniones y emociones con claridad. Están intentando enseñarle a tostar el café. Además, estos días está aprendiendo el significado de la palabra “celos”, porque se huele que la Nena le está robando el puesto.

_ ¿Qué tiempo tiene la Nena?– me preguntó M.
_ Mmmm… no sé, como un año y medio
_ ¿Y todavía no camina?– me preguntó de nuevo, mirando alternativamente a la Mita y a la Nena.
_ Esto… no- respondí sucintamente. Y M. que seguía comparando la Mita y la Nena, la Nena y la Mita. Anticipando el golpe, reaccioné –la Mita a esa edad ya caminaba, ¿no?
_ No, -me repuso dignamente- la Mita cuando cumplió el año ya corría y todo. Al año y medio ya contestaba el teléfono.

Es lo que tenemos las madres, que nos encanta tener razón. A los 35 y a los 18. Además de las opiniones de M., –“la Nena no te camina porque la tienes que coger sólo de una mano, no de las dos”-, tengo todas las opiniones del resto de la Santa Infancia, que aunque no tengan hijos, sí han criado varios hermanos. “Tienes que masajearle las piernas con vaselina al sol”, “no hagas nada, ya caminará cuando quiera”, “le tienes que hablar en inglés, sino nunca aprenderá inglés” (NO quiero que aprendar inglés, quiero que aprenda español, pero es que la Santa Infancia se olvida frecuentemente de mi nacionalidad y lengua de orígen), “¿pero no tienes dinero para ponerle mantequilla en el pelo?”. Como se ve, el modelo de crianza etíope está pensado o para hermanos mayores sin escolarizar o para madres que no trabajan. Aquí también, es materialmente imposible que te dé tiempo de hacer todo lo que se supone que tienes que hacer con tu hijo y su cuerpo (masajes, pelos, ejercicios varios…).

Lo del pelo me dejó muerta. Más que nada porque tenían un punto de razón: la cabeza de la Nena aparecía un poquitín descamada. Oh, Dios Mío. La tiña, pensé. “No, no es tiña, es sólo seco”, me dijo M., marisabionda ella. “Sólo tienes que cuidarla más”. Remató.

Después de dialogar con la señora G., ese ángel que vela por nosotras, ante mi negativa a ponerle mantequilla, vengo a saber que lo más de lo más para el cuero cabelludo de la Nena es el aceite de zanahoria. A 153 birr la botella, señores. En los días de mi Etiopía me he gastado yo ese dineral en un champú. No me ha quedado más remedio, porque me he dado cuenta de que el estado de la cabeza de mi Nena sirve como barómetro público de mis capacidades como madre de una niña abeshá.

Y que se joda la Mita, que el pelo le crece todavía a cachos porque siempre duerme en la misma postura. Yo a mi Nena la giro, para que le crezca uniforme. Seguro que eso a M. no se le ha ocurrido.

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