ESAS FOTOS DE HAMBRUNAS…
Desde hace ya algunos años, sobre todo desde que los índices de crecimiento económico dan la razón sobre el papel al gobierno, todo artículo que se precie sobre Etiopía comienza haciendo referencia al imaginario colectivo sobre el país: las hambrunas de los 80 y esas fotos de niños famélicos. Y entonces los artículos, sobre todo los que aparecen en los periódicos de aquí, te dicen que todo eso ya no es así. Que estamos creciendo como la espuma. Que el gobierno se está empeñando con todo su ser para que todos tengan su plato de injeera cotidiana. Yo percibo siempre este esfuerzo soterrado de ir más allá del tópico, de cambiar el imaginario colectivo, de presentar Etiopía como un país en marcha, activo, con futuro.
En todas estas cosas pensaba yo cuando me pusieron en brazos al sobrino de la señora B., un niño de menos de un mes cuya madre había fallecido a la semana de dar a luz. Había ido al hospital, le dijeron que todavía no le tocaba parir, volvió a casa y parió allí y una semana después murió. La señora B. decidió llevarse al recién nacido, porque estaba algo pachucho y porque el viudo tenía otros cinco hijos de los que ocuparse. Y yo, oliéndome de lejos la tostada, fui a visitarla y a preguntarle cómo estaba su sobrino. Pues eso, no del todo bien, me dijo. Traémelo, le pedí, como si fuera un rey medieval, preséntame a tu hijo. Mandíbula desencajada cuando mi compañera desenvolvió el paquetillo y nos encontramos al imaginario colectivo: niño aparentemente prematuro (y eso explicaría la absurda confusión hospitalaria) con un grado híper alto de malnutrición. Así, a simple vista.
Dí el pistoletazo de salida y todas a correr como locas. En unos hospitales no tenían la leche especial que necesitaba el pequeño y en otros, sencillamente, no tenían permiso para tratar malnutridos recién nacidos. De oca a oca y tiro porque me toca. En un país que recibe miles de millones de todas las monedas posibles para el combate a la malnutrición, y en trescientos kilómetros a la redonda ningún hospital público tenía los recursos ni la capacidad de tratar a nuestro pequeño todavía sin nombre. Eso sí, para no aumentar los números sobre mortalidad, ni siquiera lo ingresan. Así no es su responsabilidad. Así se queda sin nombre, sin número. Fuera.
En un momento dado de la carrera, me lo volvieron a plantar en los brazos, mientras las Señoras Vulnerables organizaban todo para el enésimo traslado. Y allí es donde, mientras miraba a aquel monillo recién nacido, ya desfigurado, respirando débilmente, con aquellos dedos que supongo que eran de longitud normal, pero que parecían muy, muy largos porque eran finos, finos, con miedo de que cualquier gesto, cualquier movimiento, pudiera quebrarle la vida, pensé en todos esos artículos, en todos esos intentos de negar la realidad sólo porque se ha convertido en mainstream. He conocido mucha gente que, cuando viene a Etiopía, queriendo ir más allá del tópico, se fijan sólo en lo positivo (que lo hay). Y Etiopía, hoy por hoy, es todavía niños que mueren de hambre. Y adultos que mueren de hambre. En Etiopía todavía hay mucha, muchísima gente que pasa hambre. De la de verdad. Y muchas mujeres que mueren al dar a luz. Y luego te dicen que es porque, culturalmente, nadie va al hospital. Pero en esta ciudad donde vivo todos saben que el hospital tiene de hospital sólo eso: el nombre.
Me gustaría decirles que esta historia acabó bien. Que el monillo sobrevivió y que pudimos buscarle un nombre más adecuado que el que se nos ocurrió para rellenar el registro en el primer hospital en el que estuvimos (le pusimos un nombre ortodoxo y luego resultó que el niño era musulmán). Pero no. Behamlak falleció diez días después de su ingreso en un hospital de la Iglesia Católica. Falleció en un sitio digno, donde hicieron mucho más de lo que habían hecho en los tres hospitales precedentes, públicos y privados. Pero falleció. De hambre. Y de ignorancia. Y sí, Behamlak es Etiopía. Y como él, tantos otros.