LA MASAJISTA
Como ya mencioné, antes de Navidad me quedé “enganchá” con la espalda. Ya entonces fui una tarde a la masajista. Como luego ya fui a España, pues allí fui a un fisio estupendo que me dejó nueva.
Hasta que, cuando volví, me decidí a pintar el baño. Pues fina soy yo con mis labores del hogar. Después de una mañana de pintora de brocha gorda, no podía mover ni las pestañas. Y así, volví a la masajista que, como ya comenté, entra decididamente en el tomo de la Encarta dedicado a “culturas ancestrales”.
Es, obviamente, una curandera. Como marca el tópico, su trabajo de curandera lo ha aprendido en el profundo gueter, aunque, también siguiendo el tópico “no es algo que se aprende. O se tiene el don o no se tiene”.
A mí me prepara un plastiquillo en mitad de su patio de árboles de falso banano, echa a las ovejas que pululan alrededor, manda a sus hijos a vigilar que no venga nadie, y me da un masaje bastante profesional de una media hora. La loción para el masaje la llevo yo, pero, si quiero, luego me da un café. Además, mientras me masajea me da lecciones de vida: “con lo que me has pagado, hubieras contratado a alguien que te pintara el baño”, sentenció el tercer día. “Nadie hubiera dejado el baño como a mí me gusta”, le espeté. “Es un baño. No es el salón. Sólo sirve para hacer pipí”, afirmó categóricamente. Como digo, una sabia de las de verdad. Me recomienda una y otra vez que me relaje, que no trabaje tanto. Y luego me da un café. Creo que es para tensionarme y que vuelva.
Dicen que es la única que hay en la ciudad. Ella añade que es también la única para todos los pueblos aledaños, y me cuenta que la llaman hasta de Bulbulá, a veinte kilómetros de aquí. Mientras me cuenta todas estas cosas, yo miro al muro que delimita la “consulta”, construido con maderas viejas, hojas secas de distintos árboles y con los objetos más variopintos incrustados entre todo el follón: una rueda de máquina de coser antigua, un uso para hilar algodón, un par de sillas rotas de alguna asociación funeraria… Cada día encuentro algo nuevo.
Como en los mejores cuadros costumbristas, no tiene precio estándar, sino “la voluntad”. Tengo que decir que la sensación de estar con el culete al aire en una casa abesha mientras la señora le grita a su hija –que no ha heredado el don, por cierto- que saque la injeera del fuego (es súper multitasking) no tiene precio. ¿Lo mejor? Al final del tratamiento, te echa un escupitajo en la zona afectada para bendecirte y transmitirte su sabiduría que te deja muerta. De la risa, en mi caso.