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Archive for abril, 2017

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Abr 10

SORORIDAD

A la señora D. nos la trajo uno de los seveñás. Dormía en la calle de al lado de la misión, acurrucada en una esquina. Como es grandona, no conseguía esconderse lo bastante, y a veces los borrachos la intentaban molestar, por decirlo finamente. La señora D. gritaba y los seveñás de la misión acudían y espantaban a los borrachos. Y así, durante una semana. Como obviamente la situación carecía alarmantemente de sostenibilidad, los guardianes nos pidieron nuestra colaboración para reintegrar a la señora D. en la sociedad.

Las primeras semanas fueron de muchas risas. La señora D. aparecía mentalmente perjudicá, hablando científicamente. Repelía de manera patológica el contacto humano. Teníamos que hablarle a una distancia de unos cinco metros. Si nos acercábamos, se alejaba. Bailábamos por todo el recinto, nosotros dando chillos y ella farfullando cosas que nunca llegábamos a entender.

Le preguntamos que por qué estaba durmiendo en la calle. Nos respondió que porque le daba la santa gana. Le ofrecimos una caseta de lámina en el recinto del cementerio católico que forma parte de la misión. Es un sitio tranquilo, sin nadie que te moleste. No hay muchas tumbas, y sinceramente a la señora parecían molestarle más los vivos que los muertos. Como siempre hay guardián, estaría vigilada. Y hay baño. No quiso entrar en la caseta porque, afirmó, “se me caerá encima”, y durmió bajo el techo de una pequeña capilla que hay en el cementerio. Cuando le enseñamos su nuevo hogar (esto es, el cementerio), estaba la guardiana (seveñá) del cementerio: la señora K., una ex beneficiaria que tiene unos cincuenta años pero que aparenta 133 por lo menos, y que, a su salida del proyecto, fue contratada por la misión como la primera mujer seveñá, hace ya un porrón de años. Tiene un hijo bastante parasitario de veinticinco años y vive en una pequeña habitación dentro de nuestro proyecto. Fue a la señora K. a  la que se le ocurrió que, si le daba miedo dormir indoors, podía dormir debajo del techo de la capilla. “Yo la dejaré arreglada todos los días antes de irme. No os preocupéis. Y le diré al seveñá de por la noche que esté atento por si necesita algo”, nos dijo.

Dos días más tarde fuimos a visitarla después del trabajo. Ambas dos estaban lavando la ropa de D. D. lavaba y la señora K., a distancia, le daba instrucciones: “escurre bien, tiende extendido que queda mejor”. Aparentemente, D. seguía las indicaciones.

Una semana más tarde D. pidió comprarse un hornillo. Quería cocinar. Le ayudaba la señora K. Fuimos a ver cómo iba el proceso de reinserción en la sociedad. Las dos inclinadas encima del hornillo. Juntas. Con la señora K. que le explicaba todo pausadamente y D. que asentía. Hizo un pan tradicional. Lo comimos todas juntas. Su primer pan. Se comió su pedazo a sólo un metro de nosotras. Todo un logro

La señora K. es católica y así, con gran horror de la parroquia, que son bastante intolerantes, comenzó a llevarse a D., que parece venir de un entorno musulmán, a misa. Se ponían en el último banco. La señora K. de blanco riguroso, delgada y chiquinina, con la cabeza bien alta; y D., grandona y descoordinada, envuelta en los coloridos trapos que suele vestir sin orden ni concierto, siempre cabizbaja y con la inexpresiva mirada aparentemente perdida. La señora K. seguía indicándole: “levántate, santíguate, aplaude”. Y D. se levantaba, se santiguaba, aplaudía.

Cuando D. nos informó de que pensaba que sí que le apetecía dormir bajo techo, le buscamos una casa (habitación) y se la equipamos. Tuvo que ir también la señora K. a enseñarle cómo vivir en ella. Los primeros dos días no había tocado nada. Ni siquiera se había tapado con la manta: “Kaktus lo puso todo ordenado. No quiero desordenarlo”. La señora K. le enseñó que podía desordenarlo y volver a ordenarlo de nuevo.

Un día no aparecieron a misa. El lunes le pregunté a la señora K: “Ayer saltasteis la misa, ¿eh?”. “Sí”, me respondió, “nos fuimos de picnic al lago”. Decir que se me quedó la boca abierta es poco. “D. me dijo que quería ir a comer al lago, como la gente bien, y nos fuimos con la tartera a sentarnos debajo de un árbol”, explicó. “Lo pasamos muy bien”, concluyó.

Y así ha pasado un año. D. trabaja en nuestros telares. Nunca habla con nadie por iniciativa propia, pero responde cuando le preguntas algo. Ya no está tan atenta de apartarse si alguien se acerca, aunque todavía lo hace de vez en cuando. Está medicada y va cada tres meses, junto a la señora K., a visita con el psiquiatra. Se van en autobús, duermen en un hotel, y vuelven al día siguiente.

Las dos son inseparables. Los domingos se toman juntas el café y van a misa. D. no habla, pero asiente cuando la señora K. lo hace. La señora K. se apunta a un bombardeo, y D. va con ella a todo.

El pasado domingo corrimos una carrera que organizó (fatalmente, pero bueno) la oficina local de Asuntos del Niño y la Mujer para celebrar el Día de la Mujer. La señora K. y D. quisieron participar.  Verlas entrar corriendo de la mano en la línea de meta es una de esas imágenes que Etiopía me regala de vez en cuando y que atesoro en mi corazón. Creo que uno de los sentidos de esa palabra que últimamente suena tanto, “sororidad”, es ése: dos señoras, las dos solas; una joven, la otra no. Una loca, la otra menos. Una necesitada de cariño, la otra también. Caminando juntas. Ayudándose. Asumiendo como propio el dolor ajeno. Acompañándose. Luchando. Y soñando.

D. nos pidió si podía regalarle a la señora K. uno de los fulares que hace en su telar. La señora K. se emocionó hasta el infinito. Esta semana las vimos que cuchicheaban por los rincones. Se les ha ocurrido cultivar café. Nada serio. Sólo algunas plantas que nos sirvan para el proyecto. Lo tienen todo estudiado. Las dos. Este sábado compraremos las plantas.

Será el café más feliz del mundo. Si hay gallinas felices y vacas felices, digo yo que habrá café feliz también, ¿no? Pues el nuestro lo será de verdad.

 

 

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Abr 07

MI GURÚ

Además de la masajista, hay otra persona que me da consejos vitales. El conductor del gari* que nos lleva a la Nena y a mí al cole. Nos lleva a las dos, junto a otros diez niños, y luego me espera para llevarme a trabajar. Hay días en que volvemos placenteramente en silencio, otros en los que se levanta de mal humor y va amenazando con el látigo a todo bicho viviente, y otros en los que conversamos animadamente sobre los más variados temas: que si la responsabilidad de conducir (yo conduzco coche, él conduce el gari, pero en ambos casos es un web de responsabilidad, que el hombre carga con once niños de guardería), que si el frío en Europa, que si el calor en su Guraghe natal…

El año pasado íbamos en motocarro, también con otros diez niños, conducido por un macarra. Por tres macarras, porque a lo largo del año se intercambiaban el motocarro con bastante alegría, y nunca sabíamos quién nos vendría a buscar. Ni si nos vendrían a buscar.

El señor B. en eso es muy serio: pasa siempre puntual y sólo te espera exactamente un minuto. Si no, se le pasaría la hora y los críos llegarían tarde, y diez no pueden llegar tarde por uno, explica. El señor B. además tiene el mérito de ser de los pocos conductores de gari que no me ha pedido en matrimonio. El año pasado hubo uno que, en menos de cinco minutos, me elencó la lista de sus posesiones intentando convencerme: “en mi casa no te faltaría de nada: tengo maíz, tengo cebollas, tengo ajos, tengo tomates, tengo un grifo, tengo dos caballos, tengo letrina…” Estuve a punto de decirle que sí: “Si tienes ajos, me caso contigo”. No sé por qué nombró los ajos. El caso es que tenía como veinte años menos que yo. Y así perdí la oportunidad de vivir rodeada de tomates, cebollas y maíz.

El señor B. nunca ha mostrado ningún interés personal en mi humilde persona. Creo que verdaderamente la que le mola es la canguro de la Nena, que es más de su edad. Tienen bastante en común. Ambos les tienen tirri a los oromos. Cuando hay riadas: culpa de los oromos. Cuando no llueve: culpa de los oromos. Cuando sube el pan: culpa de los oromos.

“No te fíes de los oromos”, me dice. “Un guraghe, si te tienes que casar con un etíope, que sea guraghe”, me aconseja. “Pero los oromos dan vacas a la familia de la novia”, argumenté. “¿A tu edad? Las vacas las tendrías que dar tú´”. Como se ve, no tiene pelos en la lengua. “A ti te gusta contestar, y las mujeres de los oromos no pueden contestar. No te adaptarías”, remata. Pues nada. No me casaré con un oromo. Chispún. Adiós a mi flamante marido Gemechu, por ejemplo. Yo ya me veía a caballo entre las acacias. Los oromos de otra cosa no, pero de caballos suelen ser bastante entendidos. Es verdad que también suelen entender bastante, como me informaba el señor B., de darle la del pulpo a su mujer/es con periodicidad regular.

El señor B. opina que mis Señoras Vulnerables me toman el pelo. Que en la vida hay que currar para ganarse el pan. Y punto. Ni ayudas ni asistencias. Yo le digo que “currar para ganarse el pan” con siete niños pegados al piyama es más complicado que hacerlo solo. Que pasarte media vida embarazada y no haber ido ni medio día a la escuela pueden ser obstáculos importantes para “currar para ganarse el pan”. Él se apoya en su propia persona, porque tiene las piernas deformadas, no sé si por la polio. “¿Me ves a mí? ¿Con estas piernas? Nadie pensó que llegaría a caminar. Y lo hice. Camino y conduzco el gari. Y un día me compraré un Bajaj para conducirlo también. Si uno trabaja, todo es posible”, concluye siempre. Yo creo que debería dedicarse al “life coaching”. O escribir, como un Paolo Coelogurague. O a enseñar. Creo que sería un buen maestro. Él me dice que le gustan los caballos más que algunas personas. Y que hay días que no soporta a los niños. “¿A la mía tampoco?”, le pregunto. “Sólo a días”, me responde.

 

* Gari: la palabra en sí aplica a carro o carretilla. En este caso, un carro de caballo que nos sirve de transporte escolar, donde nos amontonamos cada mañana para ir y volver del cole de la Nena. Calesa, lo llamo yo.

* Piyama: es una túnica bastante colorida que llevan las señoras por aquí cuando hace calor, para estar por casa y, sobre todo, cuando están embarazadas.

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Abr 04

EL GURAGHE

El viernes pasado me fui con una compañera de trabajo y una Señora Vulnerable al mercado de Butajira, una ciudad a cincuenta kilómetros de Zway. Íbamos a comprar juncos para unas cestas nuevas que queremos hacer con la señora T. La señora T. asegura que ella sabe hacerlas y, como ella es de Butajira, pues allí nos encaminamos un viernes por la mañana a comprar los juncos.

Volví, así lo digo, conmocionada. Lo más relevante que ustedes deben saber es que Butajira no es Oromia, sino que es ya la zona Guraghe. La mayoría de la gente que había en su mercado era Guraghe. Los guraghe tienen fama de buenos comerciantes. La canguro de la Nena es guraghe, y yo siempre había pensado “pues chica, como los catalanes”, identificando el estereotipo con una cierta mentalidad para los negocios, facilidad para sacar cuentas y carácter decidido, al menos en lo empresarial. Pues no. O no sólo.

Lo que más me impresionó aquella mañana fue la transformación de la señora T. que nos acompañaba. Ni los lagartos de V. De la señora anodina, que nunca levanta la voz y jamás tiene una opinión que ha aparentado ser en los tres meses que lleva en el proyecto, se transformó en alguien cuya seguridad no tenía nada que envidiar a la de Alicia Florrick en un tribunal. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Y lo hacía.

Le pedí que me ayudara a comprarme una calabaza para uso personal. Por supuesto. Con ademán seguro palpó las calabazas, rascando la corteza con la uña, encontró una que le gustó: “esta es. ¿Cuánto cuesta?”, le preguntó a la vendedora, una señora matusalénica que también cobró nueva vida al escuchar la pregunta.

“Treinta birr”, repuso. Al cambio, 1 euro y 10 céntimos. Una calabaza bastante hermosa. Criar calabazas en esta tierra árida no es exactamente fácil. Yo ya iba a coger la calabaza. T. me dio un golpe en la mano, más fuerte de lo que la educación sugeriría, coño, que soy Project Coordinator,: “Ni hablar. No la cojas. Nos vamos”, y seguimos al siguiente puesto de calabazas. Al final, después de media hora de rular de puesto en puesto y de discutir sobre cada una de las calabazas, me harté y compré una por 25 birr. Bien hermosota. “Buena”, me dijo la compañera de trabajo que estaba con nosotras. “No”, dijo T., “ha pagado demasiado”. “Tonta”, completó. “No vuelvas a hacerlo. Hazme caso”, remató con un tono de profundo reproche.

Y así con todo. Nos pasamos otra media hora contratando la compra de los juncos. El volumen de juncos que cogimos me llenó la mitad del Skoda que es mi coche: todo el maletero y el asiento del pasajero de detrás echado para adelante. Visto el volumen, entendí que la señora T, regateara. Algunas cosas las entendía, porque las hablaban en amárico, y otras no, porque se cambiaban al Guraghe. En el regateo, ambas dos, compradora y vendedora ponían el alma: “¿En serio? ¿A mí, que soy madre, a mí me pides ese dinero? “, y se señalaba la niña que llevaba a la espalda, “no tienes corazón”.

La vendedora tampoco se quedaba corta: “¿y tú, qué quieres, qué te haga mejor precio por venir con la frenji? ¡Me la sopla la frenji!” A veces se reían y a veces parecían a punto de lanzarse encima de la otra. Yo las observaba súper entretenida y un poco ya cansada. Hacía calor.

Al final, aparentemente, llegaron a un acuerdo. Nuestra compañera de curro, que no es Guraghe, preguntó, “bueno, ¿cuánto pagamos al final?”. 104 birr. Menos de cinco euros. Por un maletero generoso lleno de juncos. Yo porque era la primera vez que asistía al espectáculo, pero todavía hoy me pregunto por qué nuestra señora no pagó seis euros en siete minutos y se fue tan fresca. No era su dinero. No hubiéramos puesto pegas. Sigue siendo una miseria.

Mi conclusión es que lo lleva en la sangre. Es más fuerte que ella, y que toda la gente congregada en el mercado de Butajira. Hubo dos niñas de unos cuatro años que nos ayudaron a llevar los juncos al coche. Les dí un birr a cada una. Al minuto, aparecieron con un mango cada una. “Mira qué nos hemos comprado con el birr que nos has dado”, me dijeron orgullosas. “Un mango”. “Pues vale”, pensé.

Luego caí en que un kilo de mangos cuesta, al menos, quince birr. En un kilo de mangos suelen salir entre cinco y seis mangos. Los que aquellas criaturas llevaban en las manos eran hermosos y para nada estaban estropeados. Cómo coño habían conseguido que alguien les vendiera a un birr el mango aquellos mangos estupendos… ni idea. Cuatro años, tú. Y ya con el Guraghe en las venas.

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Abr 02

STATEMENT

El domingo después de misa fuimos a ver a Z., que había parido durante la noche. La historia de siempre sin grandes varaciones: Z. es lo que popularmente podría llamarse (con razón) una “cabeza de chorlito”, expresión caída en deshuso en la piel de toro, me temo. En mi tierra decimos destalentada. ¿Atolondrada? ¿Irreflexiva? ¿Por qué sólo me sale vocabulario de Mujercitas?

Volviendo a Z.,  con catorce años decidió, en una semana, que ya era adulta. Dejó el cole. Dejó también el proyecto. Rechazó todos los intentos de formaciones alternativas. Y empezó a ir cada vez menos por su casa.

Dos años después, of course, se encontró embarazada, rechazada por el padre de la criatura y su familia, y de vuelta al agujerillo donde viven su madre y sus siete hermanos. Obviamente, pasó a comentarnos que en los dos años que han pasado a lo mejor sí que le apetece volver al proyecto. Sólo que ya no estará en el grupo de las Adolescentes Gueter, si no en el de las Señoras Vulnerables. No es la primera que se cambia de grupo. No albergo grandes esperanzas sobre su vuelta al proyecto, pero creo que, al menos, le da un año de aire para respirar y espero que el contacto cotidiano con otras madres que han estado o están en su misma situación le ayude a ser madre.

Así las cosas, el domingo fui a verla al hospital. Como ya he comentado alguna vez, tengo el convencimiento que todos los niños tienen derecho a ser recibidos con alegría en este mundo. Tendrían que verme cuando voy a estas visitas. Desprendo azúcar por los cuatro costados. Yo creo que pestañeo y me cae purpurina, de lo contenta que se me ve. Como si me hubiera lavado el pelo con un champú bueno. O como si me hubieran medicado de más.

¿Una nena? ¡Enhorabuena!. ¿Cuatro kilos? ¡Campeona! Qué genial. Qué mona. Qué todo. Ahora a cuidarse, guapa, y a cuidar a la princesa. Así se lo digo. Princesa. Y Reina. La Reina de la Oromia nos ha nacido hoy.

Te he traído unos vestidillos estupendos, ya verás. Para tí también. Y jabón para lavaros. Del bueno, cari. Del de bebés. Y un paquete de pañales, para estos primeros días. Te estamos cosiendo los de tela, no te preocupes. Qué mona. Se parece a ti. Cómo se agarra al pecho. A criarla con salud, que Dios te la críe… ahora a casa a descansar. Iré pasando. Hablaremos. No te preocupes de nada, sólo de ella. Abuela…¡a preparar el ganfo! A mí no me convence mucho, pero, siendo el ganfo para Z., vendré a probarlo.

Digo todo esto casi sin interrupción. No dejo que nadie intervenga. Ni la mirada aterrorizada de Z., ni el gesto resignado de la abuela primeriza que tiene mi edad. Niña preciosa. Mundo precioso. Hoy no pienso nada más. Mañana… Dios dirá. Al final, les arranco hasta una sonrisa, ayudada por el resto de presentes en la sala (hospital público, diez camas, cinco ocupadas por parturientas, tres de ellas decididamente demasiado jóvenes para estar allí) que jamás han oído hablar amárico a una extranjera y, superada la sorpresa inicial, les hace una gracia infinita el parloteo irreal que sale de mi boca.

Por la tarde, en el cine, están también los hermanos de Z., los nuevos tíos y tías. Cuando están ya todos sentados, les digo que esa mañana he ido a conocer a la niña más bonita del mundo. ¿Y de quién es la sobrina? ¡Nuestra!, responden delante de todos. Una nena preciosa que tenéis que criar entre todos, ¿verdad? Los tíos y tías presentes tienen entre diez y cinco años y asienten con esos cinco minutos de responsabilidad que sienten hoy y de la que, lógicamente, mañana se habrán olvidado.

Como es nena, hoy vamos a ver una película sobre una chica. Una chica muy valiente y muy fuerte. Como lo será vuestra sobrina, si vosotros le enseñáis, ¿verdad que sí?

Vimos Brave.

Les encantó.

A veces hago statements, que dicen en inglés. Sé que nadie me entiende. Me da igual. Yo, a lo mío. Y a lo de ellas.

 

Ganfo:es una pasta bastante contundente hecha de cereales, especias y acompañada con mantequilla derretida y picante que se prepara para que las parturientas recuperen fuerzas. Acude a comerla todo el barrio y es el primer acontecimiento social de la nueva criatura.

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