FALSOS PROFETAS
Hace cuatro años pasaba yo por el que todavía mantengo que ha sido el período más difícil de mi vida: el proceso burocrático de adopción. En aquel momento, a principios de Julio, no veía yo ni principio ni final ni nada de nada y, harta de todo y de todos, me fui a España de vacaciones.
Antes de irme hablé con G. Ella y su marido, F., estaban también en proceso de adopción en ese momento. Empezamos en distintos momentos –ellos un par de meses más tarde- pero al final el inquebrantable muro de la burocracia etíope había igualado nuestros procesos y nuestra situación, en aquel momento, de callejón sin salida.
_ Me voy de vacaciones, G.- le dije- estoy cansada, y creo, de verdad, que a lo mejor lo que no es, no tiene que ser. A lo mejor la puerta que no se abre es porque no tiene que abrirse
Ella no se paró ni dos minutos a escucharme. Cuando estaba en el aeropuerto esperando para irme a España, me llamó por teléfono: “Yo sé que nuestra hijas existen. Sé que están en Gondar. La semana que viene me voy a buscarlas. Te digo algo cuando las encuentre”.
Esta línea de actuación es súper típica de G. Es lo que Abba D. llama “Falsos profetas” que es un modo así como místico de llamar a los mentirosos simpaticones: gente que no te cuenta cómo son las cosas, sino cómo ellos creen que las cosas deberían ser. Y que creen tanto en sus propias mentiras (o sueños) que nunca cejan en su empeño de transformar la realidad para que se adecúe a esa fantasía mental que les mueve Y al final, lo logran.
Además, G. tiene un sentido de la escenografía y el drama bastante acusados. Así, tres semanas más tarde, me llegó un mail que decía: “estoy en Gondar, y estoy viendo a tu hija gatear. Es maravillosa.”, junto a una foto borrosa de un niño/a delgadito y peladito que dormía retorcido/a encima de una sábana de esas que fabrican en los complejos textiles del gobierno etíope. Su falsa profecía se había realizado, para pasmo de su marido F. y míos, que estábamos más en el equipo de los escépticos. Ella y F. son, obviamente, los padrinos de la Nena.
Los conocí hace trece años. Yo llevaba cuatro meses en Addis Abeba, y me informaron de que una pareja con un niño de un año y medio vendrían a vivir temporalmente conmigo, en lo que hacían el curso de amárico. Cuando llegaron a casa, lo primero que pensé es que aquel niño parecía un duende. Entonces no sabía que G. nunca ha asociado “maternidad” con “obligación de peinar a nadie”, y que sus cuatro hijos lucen con arte y alegría el look capilar que la almohada tiene a bien modelarles cada noche.
Trece años más tarde, por casualidades de la vida, no pude participar en el fiestón de despedida en Addis, en el que participaron artistas circenses callejeros, maestras super pagadas de la escuela italiana, la rarísima parroquia italiana, Misioneras de la Caridad y discapacitados varios. Sí fui a buscarles al aeropuerto cuando llegaron a Milán. Eran las seis de la mañana. Salieron cansados y tristes, en el aeropuerto desierto, empujando dos carros con una torre de maletas cada uno. Y encima de cada torre, un saco blanco en el más puro estilo viajero abesha.
Nuestra vuelta a Etiopía después de las vacaciones ha sido un poco dura este año, porque G. y su familia ya no están. Se aferran, nos aferraremos un día también nosotras, a la convicción de que nuestra historia en Etiopía no conocerá final, sino sólo etapas intermedias que tendremos que pasar fuera de aquí. De que la tierra de nuestras hijas es también nuestra tierra. Al menos una de nuestras tierras.