EL GURAGHE
El viernes pasado me fui con una compañera de trabajo y una Señora Vulnerable al mercado de Butajira, una ciudad a cincuenta kilómetros de Zway. Íbamos a comprar juncos para unas cestas nuevas que queremos hacer con la señora T. La señora T. asegura que ella sabe hacerlas y, como ella es de Butajira, pues allí nos encaminamos un viernes por la mañana a comprar los juncos.
Volví, así lo digo, conmocionada. Lo más relevante que ustedes deben saber es que Butajira no es Oromia, sino que es ya la zona Guraghe. La mayoría de la gente que había en su mercado era Guraghe. Los guraghe tienen fama de buenos comerciantes. La canguro de la Nena es guraghe, y yo siempre había pensado “pues chica, como los catalanes”, identificando el estereotipo con una cierta mentalidad para los negocios, facilidad para sacar cuentas y carácter decidido, al menos en lo empresarial. Pues no. O no sólo.
Lo que más me impresionó aquella mañana fue la transformación de la señora T. que nos acompañaba. Ni los lagartos de V. De la señora anodina, que nunca levanta la voz y jamás tiene una opinión que ha aparentado ser en los tres meses que lleva en el proyecto, se transformó en alguien cuya seguridad no tenía nada que envidiar a la de Alicia Florrick en un tribunal. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Y lo hacía.
Le pedí que me ayudara a comprarme una calabaza para uso personal. Por supuesto. Con ademán seguro palpó las calabazas, rascando la corteza con la uña, encontró una que le gustó: “esta es. ¿Cuánto cuesta?”, le preguntó a la vendedora, una señora matusalénica que también cobró nueva vida al escuchar la pregunta.
“Treinta birr”, repuso. Al cambio, 1 euro y 10 céntimos. Una calabaza bastante hermosa. Criar calabazas en esta tierra árida no es exactamente fácil. Yo ya iba a coger la calabaza. T. me dio un golpe en la mano, más fuerte de lo que la educación sugeriría, coño, que soy Project Coordinator,: “Ni hablar. No la cojas. Nos vamos”, y seguimos al siguiente puesto de calabazas. Al final, después de media hora de rular de puesto en puesto y de discutir sobre cada una de las calabazas, me harté y compré una por 25 birr. Bien hermosota. “Buena”, me dijo la compañera de trabajo que estaba con nosotras. “No”, dijo T., “ha pagado demasiado”. “Tonta”, completó. “No vuelvas a hacerlo. Hazme caso”, remató con un tono de profundo reproche.
Y así con todo. Nos pasamos otra media hora contratando la compra de los juncos. El volumen de juncos que cogimos me llenó la mitad del Skoda que es mi coche: todo el maletero y el asiento del pasajero de detrás echado para adelante. Visto el volumen, entendí que la señora T, regateara. Algunas cosas las entendía, porque las hablaban en amárico, y otras no, porque se cambiaban al Guraghe. En el regateo, ambas dos, compradora y vendedora ponían el alma: “¿En serio? ¿A mí, que soy madre, a mí me pides ese dinero? “, y se señalaba la niña que llevaba a la espalda, “no tienes corazón”.
La vendedora tampoco se quedaba corta: “¿y tú, qué quieres, qué te haga mejor precio por venir con la frenji? ¡Me la sopla la frenji!” A veces se reían y a veces parecían a punto de lanzarse encima de la otra. Yo las observaba súper entretenida y un poco ya cansada. Hacía calor.
Al final, aparentemente, llegaron a un acuerdo. Nuestra compañera de curro, que no es Guraghe, preguntó, “bueno, ¿cuánto pagamos al final?”. 104 birr. Menos de cinco euros. Por un maletero generoso lleno de juncos. Yo porque era la primera vez que asistía al espectáculo, pero todavía hoy me pregunto por qué nuestra señora no pagó seis euros en siete minutos y se fue tan fresca. No era su dinero. No hubiéramos puesto pegas. Sigue siendo una miseria.
Mi conclusión es que lo lleva en la sangre. Es más fuerte que ella, y que toda la gente congregada en el mercado de Butajira. Hubo dos niñas de unos cuatro años que nos ayudaron a llevar los juncos al coche. Les dí un birr a cada una. Al minuto, aparecieron con un mango cada una. “Mira qué nos hemos comprado con el birr que nos has dado”, me dijeron orgullosas. “Un mango”. “Pues vale”, pensé.
Luego caí en que un kilo de mangos cuesta, al menos, quince birr. En un kilo de mangos suelen salir entre cinco y seis mangos. Los que aquellas criaturas llevaban en las manos eran hermosos y para nada estaban estropeados. Cómo coño habían conseguido que alguien les vendiera a un birr el mango aquellos mangos estupendos… ni idea. Cuatro años, tú. Y ya con el Guraghe en las venas.