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Archive for the ‘Salud’ Category

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Oct 19

ANATOMÍA DEL DESASTRE

A las ocho de la mañana, un día cualquiera, la señora W. se nos desplomó en la puerta del proyecto, gritando que le ardía la cabeza. La acompañamos al hospital público, pensando que, detrás de las formas netamente culturales de manifestación del dolor (la señora estaba dictando sus últimas voluntades, convencida de que Satán había venido para llevársela) subyacía una migraña.

Según llegamos, le dieron una inyección de Diacepán (Valium), para tranquilizarla. Allí la dejé, a la espera de que pasara un doctor a visitarla. Volví por la tarde, y me alargaron un papel con la receta de las medicinas que necesitaba. Así, a bote pronto, le habían prescrito:

  •  un antidepresivo
  • el Valium para dos semanas
  • un antipsicótico (Haloperidol)
  • un antibiótico para el tifus y las fiebres tifoideas

Nótese que el único síntoma era dolor de cabeza. Mucho dolor de cabeza.

Busca que te busca, encontré el doctor que había escrito la receta. Le pregunté (educadamente, que voy aprendiendo) por qué había prescrito medicinas para tratar un trastorno de la personalidad:

_ Porque tiene un trastorno de la personalidad– me respondió

_ Pues hasta esta mañana era normal– le refuté

_ No lo sé. No la conozco. Que se tome esto y se vaya a casa y se lo siga tomando- concluyó

Decidí entonces dejarle sólo el antibiótico. Lo demás, me lo metí en la bolsa y lo tiré al wáter cuando llegué a casa. Me quedé sólo el Valium porque tenemos que ir a buscar un gato a una casa y no se deja coger. En cuanto averigüe la dosis para atontarlo, me servirá el Valium. La señora, entre seguir las indicaciones del doctor (que no le había explicado nada) y seguir las mías (que sí le expliqué todo) decidió seguir mis indicaciones.

En dos días, la señora estaba como nueva.

Viene la anécdota al caso para ilustrar una reflexión que me ronda frecuentemente: cómo las circunstancias fuerzan a veces la toma de decisiones para las que no estoy absolutamente capacitada. En esta ocasión, la señora se curó. Igual que se curó, podíamos haberla encontrado ahorcada en su casa. Y eso sí habría sido una cagada. Una cagada mía.

Porque, como bien nos enseña Grey’s Anatomy, antes o después la cagas siempre. Vas librando, vas librando, y un día tomas una decisión que tiene como resultado la muerte de alguien. No tiene por qué ser una decisión tan drástica como retirar una medicación. Puede que la elección del hospital al que decidas acudir (lo lejos que está, el transporte…) condiciones la vida o la muerte de la persona.

Por ejemplo, para la niña Ch., decidí que no necesitaba incubadora. Decidí que mandarla a una ciudad con hospital con incubadora suponía un riesgo demasiado elevado de que la madre se pirara, y decidí ingresarla en un ambiente más controlado y protegido. Sin incubadora. Según todos los protocolos médicos, la niña necesitaba incubadora. Nunca estuvo en una. Tiene dos años y está preciosa. Junto a su madre.

Por ahora, siempre me he equivocado haciendo de más que de menos. A veces he corrido cuando no hacía falta. Por ahora, siempre he corrido cuando había que correr. Unos amigos míos, en un proyecto similar al mío, se lamentaban de no haber corrido lo suficiente. Según ellos (ambos dos trabajadores sociales), no supieron ver la gravedad de las condiciones de una niña de un año y medio, que falleció en un hospital.

Y es que ese consuelo, que parece tópico, que parece circunstancial, que parece vacío –“se hizo todo lo que se pudo”- para una gran parte del mundo es, simplemente, una utopía. Porque hay hospitales (y clínicas, y doctores, y curanderos, y enfermeros) que ya no es que no te curen. Es que te matan.

Al final, en esta ruleta rusa de la responsabilidad que a veces es el asistir a gente vulnerable, el único consuelo que te tiene que quedar es que, al menos, la cagaste haciendo lo que entendiste era lo mejor para esa persona. Que hiciste lo mismo que hubieras hecho por tu familia (pensando que mantener ese nivel de atención y ese tiempo, con un número de beneficiarios altos, es extenuante). Y que a ti, al menos, las cagadas se te aparecen en sueños durante mucho, mucho tiempo.

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Abr 02

STATEMENT

El domingo después de misa fuimos a ver a Z., que había parido durante la noche. La historia de siempre sin grandes varaciones: Z. es lo que popularmente podría llamarse (con razón) una “cabeza de chorlito”, expresión caída en deshuso en la piel de toro, me temo. En mi tierra decimos destalentada. ¿Atolondrada? ¿Irreflexiva? ¿Por qué sólo me sale vocabulario de Mujercitas?

Volviendo a Z.,  con catorce años decidió, en una semana, que ya era adulta. Dejó el cole. Dejó también el proyecto. Rechazó todos los intentos de formaciones alternativas. Y empezó a ir cada vez menos por su casa.

Dos años después, of course, se encontró embarazada, rechazada por el padre de la criatura y su familia, y de vuelta al agujerillo donde viven su madre y sus siete hermanos. Obviamente, pasó a comentarnos que en los dos años que han pasado a lo mejor sí que le apetece volver al proyecto. Sólo que ya no estará en el grupo de las Adolescentes Gueter, si no en el de las Señoras Vulnerables. No es la primera que se cambia de grupo. No albergo grandes esperanzas sobre su vuelta al proyecto, pero creo que, al menos, le da un año de aire para respirar y espero que el contacto cotidiano con otras madres que han estado o están en su misma situación le ayude a ser madre.

Así las cosas, el domingo fui a verla al hospital. Como ya he comentado alguna vez, tengo el convencimiento que todos los niños tienen derecho a ser recibidos con alegría en este mundo. Tendrían que verme cuando voy a estas visitas. Desprendo azúcar por los cuatro costados. Yo creo que pestañeo y me cae purpurina, de lo contenta que se me ve. Como si me hubiera lavado el pelo con un champú bueno. O como si me hubieran medicado de más.

¿Una nena? ¡Enhorabuena!. ¿Cuatro kilos? ¡Campeona! Qué genial. Qué mona. Qué todo. Ahora a cuidarse, guapa, y a cuidar a la princesa. Así se lo digo. Princesa. Y Reina. La Reina de la Oromia nos ha nacido hoy.

Te he traído unos vestidillos estupendos, ya verás. Para tí también. Y jabón para lavaros. Del bueno, cari. Del de bebés. Y un paquete de pañales, para estos primeros días. Te estamos cosiendo los de tela, no te preocupes. Qué mona. Se parece a ti. Cómo se agarra al pecho. A criarla con salud, que Dios te la críe… ahora a casa a descansar. Iré pasando. Hablaremos. No te preocupes de nada, sólo de ella. Abuela…¡a preparar el ganfo! A mí no me convence mucho, pero, siendo el ganfo para Z., vendré a probarlo.

Digo todo esto casi sin interrupción. No dejo que nadie intervenga. Ni la mirada aterrorizada de Z., ni el gesto resignado de la abuela primeriza que tiene mi edad. Niña preciosa. Mundo precioso. Hoy no pienso nada más. Mañana… Dios dirá. Al final, les arranco hasta una sonrisa, ayudada por el resto de presentes en la sala (hospital público, diez camas, cinco ocupadas por parturientas, tres de ellas decididamente demasiado jóvenes para estar allí) que jamás han oído hablar amárico a una extranjera y, superada la sorpresa inicial, les hace una gracia infinita el parloteo irreal que sale de mi boca.

Por la tarde, en el cine, están también los hermanos de Z., los nuevos tíos y tías. Cuando están ya todos sentados, les digo que esa mañana he ido a conocer a la niña más bonita del mundo. ¿Y de quién es la sobrina? ¡Nuestra!, responden delante de todos. Una nena preciosa que tenéis que criar entre todos, ¿verdad? Los tíos y tías presentes tienen entre diez y cinco años y asienten con esos cinco minutos de responsabilidad que sienten hoy y de la que, lógicamente, mañana se habrán olvidado.

Como es nena, hoy vamos a ver una película sobre una chica. Una chica muy valiente y muy fuerte. Como lo será vuestra sobrina, si vosotros le enseñáis, ¿verdad que sí?

Vimos Brave.

Les encantó.

A veces hago statements, que dicen en inglés. Sé que nadie me entiende. Me da igual. Yo, a lo mío. Y a lo de ellas.

 

Ganfo:es una pasta bastante contundente hecha de cereales, especias y acompañada con mantequilla derretida y picante que se prepara para que las parturientas recuperen fuerzas. Acude a comerla todo el barrio y es el primer acontecimiento social de la nueva criatura.

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Mar 29

LA MASAJISTA

Como ya mencioné, antes de Navidad me quedé “enganchá” con la espalda. Ya entonces fui una tarde a la masajista. Como luego ya fui a España, pues allí fui a un fisio estupendo que me dejó nueva.

Hasta que, cuando volví, me decidí a pintar el baño. Pues fina soy yo con mis labores del hogar. Después de una mañana de pintora de brocha gorda, no podía mover ni las pestañas. Y así, volví a la masajista que, como ya comenté, entra decididamente en el tomo de la Encarta dedicado a “culturas ancestrales”.

Es, obviamente, una curandera. Como marca el tópico, su trabajo de curandera lo ha aprendido en el profundo gueter, aunque, también siguiendo el tópico “no es algo que se aprende. O se tiene el don o no se tiene”.

A mí me prepara un plastiquillo en mitad de su patio de árboles de falso banano, echa a las ovejas que pululan alrededor, manda a sus hijos a vigilar que no venga nadie, y me da un masaje bastante profesional de una media hora. La loción para el masaje la llevo yo, pero, si quiero, luego me da un café. Además, mientras me masajea me da lecciones de vida: “con lo que me has pagado, hubieras contratado a alguien que te pintara el baño”, sentenció el tercer día. “Nadie hubiera dejado el baño como a mí me gusta”, le espeté. “Es un baño. No es el salón. Sólo sirve para hacer pipí”, afirmó categóricamente. Como digo, una sabia de las de verdad. Me recomienda una y otra vez que me relaje, que no trabaje tanto. Y luego me da un café. Creo que es para tensionarme y que vuelva.

Dicen que es la única que hay en la ciudad. Ella añade que es también la única para todos los pueblos aledaños, y me cuenta que la llaman hasta de Bulbulá, a veinte kilómetros de aquí. Mientras me cuenta todas estas cosas, yo miro al muro que delimita la “consulta”, construido con maderas viejas, hojas secas de distintos árboles y con los objetos más variopintos incrustados entre todo el follón: una rueda de máquina de coser antigua, un uso para hilar algodón, un par de sillas rotas de alguna asociación funeraria… Cada día encuentro algo nuevo.

Como en los mejores cuadros costumbristas, no tiene precio estándar, sino “la voluntad”. Tengo que decir que la sensación de estar con el culete al aire en una casa abesha mientras la señora le grita a su hija –que no ha heredado el don, por cierto- que saque la injeera del fuego (es súper multitasking) no tiene precio. ¿Lo mejor? Al final del tratamiento, te echa un escupitajo en la zona afectada para bendecirte y transmitirte su sabiduría que te deja muerta. De la risa, en mi caso.

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Dic 22

ESA CLASE DE MADRE

Hace un mes tuvimos una reunión con la Señora F. y su marido para anunciarles que había llegado un equipo de cirujanos extranjeros a un hospital cercano y que su pequeña A., de siete años, podría por fin someterse a la amputación de la pierna izquiera, una pierna que se le dañó de pequeña y que en la actualidad le colgaba inerte dándole un aspecto muy Crónicas de Narnia, visto que la criatura se movía, fundamentalmente, a la pata coja.

No es la primera vez que alguien les comentaba la necesidad de amputar. La Señora F. miraba perdida alrededor: _ Qué pasa, F., qué piensas – le pregunté

_ Siempre hace igual– bufó el marido – la vez pasada igual.

_ F., díme qué pasa

_ Que no quiero serlo

_ Ser el qué

_ Ese tipo de madre

_ ¿Qué tipo?

_ La clase de madre que deja que alguien le corte las piernas a sus hijos. ¿Qué clase de madre soy? ¿Qué madre consiente que corten la carne que ha parido?

Y allí hubo una diferencia en las reacciones: la gente sin hijos se puso a explicarle las ventajas de la amputación. Las que tenemos hijos sólo la mirábamos. Y la entendíamos. Qué clase de madre eres, que ni siquiera puedes conservar las dos piernas de tu hija. En qué mundo extraño y retorcido tienes que alegrarte porque alguien se ofrezca a cortarle la pierna a tu hija. En un mundo de mierda, sin lugar a dudas.

A un cierto punto, la señora F. se echó a llorar. La gente sin hijos le decía que no era para tanto, que luego le pondrán la prótesis. Que no llorara.

_ No – le dije – llora ahora. Llora mucho. Porque es una faena que haya que cortarle la pierna a A., porque es pequeña y porque se va a enfadar. Llora ahora y luego, luego prométeme que no vas a llorar hasta el año que viene. Porque A. te necesita fuerte, y porque la amputación es sólo el principio. Lloramos hoy y luego, F., no volveremos a llorar hasta dentro de un año. Ese es el plan.

Y así lo hemos hecho. Cuando hoy han venido con las muletas y sin pierna, nadie ha llorado. “Guau, A. qué muletas tan chulas”– le he dicho. Con un gesto rápido me las ha tirado: _ Pues para ti. Yo no las quiero. Quiero que me devuelvas mi pierna.

He mirado a la señora F. No llores. No ha pasado un año. Todavía no.

_ Vale, me las quedo. Me parecen súper chúlas. Mañana las pinto. Y podemos jugar – he llamado a los demás niños – podemos fingir que son fusiles, espadas –he comenzado a disparar con las muletas, luego hemos hecho el trenecillo con las muletas, hemos jugado un rato con las freacking muletas.

_ Bueno, me voy a trabajar

Los peques, obviamente, querían seguir jugando con las muletas.

_ Las dejo aquí. El que las quiera, que le pida permiso a A. Porque son suyas– la he mirado – que nadie toque las muletas sin su permiso.

_ Sí, son mías – me ha dicho – ¿mañana podemos pintarlas?

_ Por supuesto. Del color que tú quieras. Bien bonitas las vamos a dejar

Su madre me mira. Me sonríe. “Se acostumbrará”, le digo. “La que no se acostumbra soy yo”, me responde. Supongo que no se acostumbra a ser esa clase de madre. Esa que ni siquiera puede preservar la carne de sus hijos. Supongo que a ciertas cosas es mejor no acostumbrarse. Cuando tienes hijos (y me van a permitir que no distinga entre maternidades), al dolor de madre, ese dolor impotente, enorme, desgarrador, incluso cuando es otra la que lo sufre (me van a permitir también que me quede en femenino), es imposible acostumbrarse.

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Dic 16

MEDALLÓN

Llego a la oficina y me encuentro a M. Es una Señora Vulnerable, sólo que no es una señora, porque tiene dieciséis años. A su lado, otra de las señoras, bastante más mayor (al menos treinta años) le está, aparentemente, echando la bronca “díle, díle a Kaktus lo que le ha pasado a la niña”. La niña de M. tiene nueve meses.

“Es que… es que ayer se quemó la niña”, me dice M. bastante compungida. “¿Y qué se ha hecho?”, le pregunto. “Enséñale, enséñale”, le dice la señora. Obviamente, le indico a la señora que salga de la oficina que para echar broncas ya estoy yo. M. me enseña una quemadura más aparatosa que grave en el cuello de su peque.

“Mi madre se despistó, y tiró el agua hirviendo de la col sin darse cuenta de que C. estaba al lado en el suelo, y le salpicó. No fue culpa mía. Yo estaba en el baño. Lo siento, Kaktus, de verdad”.

“¿Qué hicisteis?”

“Fuimos corriendo al hospital, a urgencias, le han dado antibiótico y una pomada. La cura se le ha caído durante la noche. Ahora la llevo a que se la cambien”

“No te preocupes, con la pomada se la puedo volver a poner yo. ¿Ya le has dado el antibiótico?”

“Sí, me dijeron que empezara ayer noche. Pero, de verdad, Kaktus, que no volverá a pasar, que fue un despiste”, repite.

A M. y a su madre, la abuela de treinta años de la niña, las conocí el año pasado. La niña tenía una semana de vida, pesaba un kilo y trescientos gramos, y querían abandonarla porque no podían alimentarla. M., en aquel momento, parecía bastante indiferente en su relación con la criatura. La abuela estaba firmemente convencida de que no quería más críos en casa.

_ M., deja de decir que no volverá a pasar– le digo- claro que volverá a pasar. Los niños se caen, se queman, se hacen cosas.

_ A ella no le volverá a pasar. Te lo prometo-, me dice

_ No me tienes que prometer nada. Además, -completo- estoy muy, muy orgullosa de ti

_ ¿Por haber quemado a la niña?

_ Por supuesto que no. Porque habéis tenido una emergencia, y la habéis resuelto bien. Tenías dinero para pagar el hospital y le estás dando las medicinas. Y todo sin perder los nervios.

_ Bueno… en el hospital me eché a llorar… pero así nos hicieron pasar antes

_ Bien hecho, M. Todo muy bien hecho.

Y, mientras ella piensa en lo que le estoy diciendo, me acuerdo de toda la gente que nos ha ayudado a que C. viviera, desde los doctores de Meki, hasta el voluntario que, cada día, la pesaba en una ensaladera en la báscula de la cocina, pasando por mis padres, que nos trajeron vestidos preciosos para niños minúsculamente preciosos. Y de todas las señoras vulnerables, que han ayudado a que C. sea, a día de hoy, una niña querida y cuidada.

A media mañana pasa la abuela, esa que hace nueve meses no dejaba de preguntar dónde tenía que firmar el abandono, a ver cómo está la peque. “Nos llevamos un susto…”, me cuenta, “qué agobio, por Dios, como se le quede marca, me muero, ¿le habéis puesto la pomada?”. Afirmo con una sonrisa.

Yo no soy muy de colgarme medallas, pero esta, con el permiso de las tres generaciones de chicas, me la voy a poner bien vistosa.

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Ago 06

NEGUER GUEN

Hace ya un tiempo, en ese foro de reflexión que es Madre de Marte, alguien lanzaba al aire la cuestión sobre el control y/o fomento de la natalidad que realizan proyectos católicos. Un tema tan estupendo como cualquier otro.

En nuestro proyecto, siempre comenzamos a hablar del tema diciendo “todos los niños son un regalo de Dios”, y luego, obviamente, nos lanzamos al “pero” (neguer guen, en amárico). Les sugerimos que, visto que el período previsto en el proyecto es de sólo un año, reservarse ese año para ellas. Es decir, evitar embarazos durante ese año (y si esperan otro más, mejor) para asegurarse de que retoman su vida con capacidades plenas. Como todo, esta es la teoría. En la práctica, siempre tenemos alguna embarazada, y allí, dependiendo de la situación (si tienen marido o no, fundamentalmente), se les apoya de un modo u otro.

Las Señoras Vulnerables utilizan mayormente las inyecciones anticonceptivas, que tomamos como el menor de los males posibles. Obviamente, no les protegen contra el Sida. Así, cuando alguna le sale el número en la rifa, la actitud más frecuente es cerrar los ojos fuerte fuerte y desear que, cuando los abras, el dinosaurio ya no esté allí. O sea, esperar a ver si te curas. Hay una Señora Vulnerable que, cuando le recordé que su nena S. necesita urgentemente empezar la medicación, me contestó que la nena sólo necesita tiempo. Y miel por las mañanas, que tiene muchas vitaminas. “Le estoy dando miel. Se pondrá bien”. Pos va a ser que no.

Las inyecciones, como digo, presentan sus problemas y carencias. En mi modesto entender, a veces se pasan con las hormonas. Hay señoras que lloran durante días así, sin saber por qué. Y que a las Señoras Vulnerables se les olvida que hay que volvérsela a dar cada cierto tiempo. Y que tienen una fertilidad a prueba de bombas.

Como se puede imaginar, en esta proliferación de embarazos sorpresa, a veces hay quien intenta salir del problema tolo tolo (deprisa) y decide abortar. En Etiopía trabaja la ONG internacional Marie Stopes que centra sus actividades en lo que definen como “family planning” y que en la práctica se limita bastante a los abortos. Además, desde –creo- 2008, el aborto es legal hasta las 22 semanas en todos los supuestos, por lo que incluso en los hospitales públicos se realizan sin problemas.

Como al final todo lo que nos puede pasar nos pasa, un día llegó una Señora Vulnerable con un recibo médico de un aborto, pidiendo el reembolso de gastos médicos que todas las señoras reciben durante su estancia en nuestro proyecto. Hubiera sido su cuarto hijo. Tiene marido de esos que son como una ola: van y vienen. ¿La inyección? Se le pasó la cita. Se le pasó tres meses.

Delante del papelillo del hospital, tuvimos que decidir así, en dos patadas, la postura de nuestro proyecto en relación al aborto voluntario y no forzado por circunstancias médicas. Sólo que en aquel momento me di cuenta de que, para mí, no había tanto que decidir. No se lo iba a pagar. No podía pagárselo.

En primer lugar, porque es un procedimiento médico electivo. No redunda en un bien para su salud. No redunda en una mejora de las condiciones de salud de nadie. Desde un punto de vista formal, podría ser una rinoplastia. Tú eliges hacértelo por cuestiones personales y/o sociales.

Segunda cuestión: no es tan caro. Estamos hablando de 250 – 300 birr. Has hecho una cagada (te has olvidado de las inyecciones), somos todos adultos, asume tu responsabilidad, arregla como te parezca el follón en el que te has metido. Pero, cari, del tamaño del sapo tiene que ser la pedrada. A gran cagada, gran responsabilidad. Si cuando no fuiste a darte la inyección no me lo contaste, si cuando descubriste el embarazo y decidiste abortar no me lo contaste… no me puedes pedir que te reembolse la responsabilidad de una decisión que tomaste completamente sola. No puedes tampoco escudarte en el consabido “no me hubieras dejado abortar”. Sí te hubiera dejado. Pero no te lo hubiera pagado. Tampoco sirve “qué podía hacer yo”. Podías tener el niño. Te hubiéramos apoyado, como ya hemos hecho con otras. Podías dar Vida.

Así se lo dije a la señora, y así se quedó la cuestión. No le conté el argumento más importante, porque era –entendí- demasiado personal. No puedo pagar abortos de las Señoras Vulnerables porque no podría vivir con la idea de tener que dar gracias porque la madre de mi hija jamás encontró un proyecto como el mío. La madre de mi hija no abortó. Cómo puedo impedir que otros niños, otras familias, vivan. Cómo puedo oponerme a que tengan la misma suerte que mi Nena y yo. No puedo. Y no lo hago.

 

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Feb 04

ESAS FOTOS DE HAMBRUNAS…

Desde hace ya algunos años, sobre todo desde que los índices de crecimiento económico dan la razón sobre el papel al gobierno, todo artículo que se precie sobre Etiopía comienza haciendo referencia al imaginario colectivo sobre el país: las hambrunas de los 80 y esas fotos de niños famélicos. Y entonces los artículos, sobre todo los que aparecen en los periódicos de aquí, te dicen que todo eso ya no es así. Que estamos creciendo como la espuma. Que el gobierno se está empeñando con todo su ser para que todos tengan su plato de injeera cotidiana. Yo percibo siempre este esfuerzo soterrado de ir más allá del tópico, de cambiar el imaginario colectivo, de presentar Etiopía como un país en marcha, activo, con futuro.

En todas estas cosas pensaba yo cuando me pusieron en brazos al sobrino de la señora B., un niño de menos de un mes cuya madre había fallecido a la semana de dar a luz. Había ido al hospital, le dijeron que todavía no le tocaba parir, volvió a casa y parió allí y una semana después murió. La señora B. decidió llevarse al recién nacido, porque estaba algo pachucho y porque el viudo tenía otros cinco hijos de los que ocuparse. Y yo, oliéndome de lejos la tostada, fui a visitarla y a preguntarle cómo estaba su sobrino. Pues eso, no del todo bien, me dijo. Traémelo, le pedí, como si fuera un rey medieval, preséntame a tu hijo. Mandíbula desencajada cuando mi compañera desenvolvió el paquetillo y nos encontramos al imaginario colectivo: niño aparentemente prematuro (y eso explicaría la absurda confusión hospitalaria) con un grado híper alto de malnutrición. Así, a simple vista.

Dí el pistoletazo de salida y todas a correr como locas. En unos hospitales no tenían la leche especial que necesitaba el pequeño y en otros, sencillamente, no tenían permiso para tratar malnutridos recién nacidos. De oca a oca y tiro porque me toca. En un país que recibe miles de millones de todas las monedas posibles para el combate a la malnutrición, y en trescientos kilómetros a la redonda ningún hospital público tenía los recursos ni la capacidad de tratar a nuestro pequeño todavía sin nombre. Eso sí, para no aumentar los números sobre mortalidad, ni siquiera lo ingresan. Así no es su responsabilidad. Así se queda sin nombre, sin número. Fuera.

En un momento dado de la carrera, me lo volvieron a plantar en los brazos, mientras las Señoras Vulnerables organizaban todo para el enésimo traslado. Y allí es donde, mientras miraba a aquel monillo recién nacido, ya desfigurado, respirando débilmente, con aquellos dedos que supongo que eran de longitud normal, pero que parecían muy, muy largos porque eran finos, finos, con miedo de que cualquier gesto, cualquier movimiento, pudiera quebrarle la vida, pensé en todos esos artículos, en todos esos intentos de negar la realidad sólo porque se ha convertido en mainstream. He conocido mucha gente que, cuando viene a Etiopía, queriendo ir más allá del tópico, se fijan sólo en lo positivo (que lo hay). Y Etiopía, hoy por hoy, es todavía niños que mueren de hambre. Y adultos que mueren de hambre. En Etiopía todavía hay mucha, muchísima gente que pasa hambre. De la de verdad. Y muchas mujeres que mueren al dar a luz. Y luego te dicen que es porque, culturalmente, nadie va al hospital. Pero en esta ciudad donde vivo todos saben que el hospital tiene de hospital sólo eso: el nombre.

Me gustaría decirles que esta historia acabó bien. Que el monillo sobrevivió y que pudimos buscarle un nombre más adecuado que el que se nos ocurrió para rellenar el registro en el primer hospital en el que estuvimos (le pusimos un nombre ortodoxo y luego resultó que el niño era musulmán). Pero no. Behamlak falleció diez días después de su ingreso en un hospital de la Iglesia Católica. Falleció en un sitio digno, donde hicieron mucho más de lo que habían hecho en los tres hospitales precedentes, públicos y privados. Pero falleció. De hambre. Y de ignorancia. Y sí, Behamlak es Etiopía. Y como él, tantos otros.

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Jul 04

SEGURO

B. tiene 16 años, y nunca ha sido muy habladora. Tan poco, tan poco sabemos de ella, que nos enteramos un mes más tarde de que ha sido mamá. Recojo toda la alegría absurda que puedo y voy a verla. Si fuera con mi idea de “cariño, te has arruinado la vida de buena manera”, a lo mejor se la arruinaba más. Además de alegría absurda, robo aquí y allá ropita de recién nacido. Un bebé no deseado vestido lindo es siempre mejor que un bebé no deseado hecho una porquería. En cualquier caso, encuentro al bebé bastante limpio y sano.

La historia es, con pocas variantes, la de siempre: violada y embarazada. Lo cuenta sin grandes dramas. Cosas que (le) pasan.

La visita resucita en mí una de mis obsesiones cuando pienso en la vida de las madres de la Santa Infancia: la mayoría de ellas, nunca ha conocido el amor. No quiero decir el amor de películas de Meg Ryan. Simplemente el amor de pareja, entendido como que te guste alguien, que te atraiga, que consigas que se fije en ti, que establezcas una relación en la que, aunque sea por un breve período de tiempo, piensas que has encontrado a alguien que te entiende como nadie en este ancho mundo. La mayoría se encuentran un día con un señor que necesita un sitio donde vivir. Si tienen suerte, el señor pagará el alquiler de la chabola. Si no, no. En la cumbre de la tristeza, normalmente este señor les exigirá que echen de casa a los hijos de emparejamientos precedentes. Y lo harán. Eso sí, cuidarán a los hijos de los emparejamientos precedentes del señor. Hasta que el señor se canse, o encuentre un alquiler más barato, o se muera. Este es el ciclo vital de una pareja en el target donde yo trabajo.

Volviendo a B., me cuenta que dentro de una semana sacarán al bebé de casa. Primer paseo. Destino: el kebelé (ayuntamiento de zona). Dicen que dan ayuda a niños de madres solteras. Dan leche en polvo. “Pero él te coge bien el pecho”, le digo, mientras el bebé succiona con alegría delante de mí. “La leche la venderá mi madre”, me responde. Ni siquiera se la beberá ella. La venderán.

Yo a la madre de B. hace años que la odio con todas mis fuerzas. Ahora mismo, yo no me creo que la violación de B. sea algo tan fortuito. Más me creo que su madre la vendió al mejor postor. Dos hijas, las dos abusadas. Ni siquiera aquí el azar es tan cruel.

De lo que puedo entender, entiendo que la señora ha encontrado una nueva IGA (Income Generating Activity): el nieto. Primera vez que lo sacan de casa y es para usarlo como reclamo para recibir ayuda, después de años de peregrinar con sus propias hijas de proyecto en proyecto.

A veces creo que tendríamos que insistir más en el abandono. No puede ser que la única motivación para quedarte con un hijo sea que, mientras es pequeño, el mundo te ayudará. Suele pasar que cuando crece y el mundo deja de ayudarte, te deshaces del pequeño IGA. Sólo que entonces ya es tarde y nadie lo quiere, y el pequeño IGA que, como es chico, no puedes vender, malvive como puede.

Cuando nos vemos en estos círculos sin fin aparente, un poco la desesperación se te sube a la chepa. Para vencerla, el mejor de los remedios: miras al pequeño IGA, cómodamente instalado en su mantita, ajeno a la ignorancia, verdadera dueña y señora de la chabola donde ha venido a nacer. Y esperas que el pequeño IGA lo consiga. De momento, tiene ya más que muchos: está sano y su madre es joven y podrá criarlo. Y, si tiene suerte, su abuela se morirá dentro de no tanto.

Lo bueno de la Vida es que por cada fracaso, te da una nueva oportunidad.

Seguro que ahora sí lo conseguimos.

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Mar 08

RUSO PARA POBRES

Cuando era pequeña leí un cuento que estaba contenido en una antología para niños de cuentos populares rusos. Se narraba la historia de un señor rico que pasaba todos los días delante de un mendigo. Un día, queriendo ayudar al mendigo, le compró una vaca. Varios días más tarde, se volvió a encontrar con el mendigo que había retomado su actividad mendicante: la vaca había muerto. El señor rico, inasequible al desaliento, le compró entonces una casa al mendigo. Varios días más tarde, encontró al mendigo en el mismo punto de mendicidad: la casa se había quemado. Así, el rico optó por la vía más directa, y le dio un caldero lleno de oro. Al día siguiente, lo encontró muerto: unos ladrones le había robado el oro y lo habían matado. Como el rico se preocupaba por él, le pagó el funeral. Al embalsamarlo, le encontró en el bolsillo una nota que decía: “yo pobre lo quise, tú rico lo quieres. Resucítalo si puedes”. La firmaba Dios.

La misma antología te explicaba la moraleja diciendo que este señor rico había intentado cambiar lo que era la voluntad de Dios, y por eso había fracasado. No entraré aquí en la crueldad de ciertos libros que leíamos de pequeños, pero el hecho es que aquel relato se me quedó grabado. Cuando lo leí no me paré a meditarlo demasiado, fundamentalmente porque no debía de tener ni diez años, y esa edad me parecía que todo lo que se decía en los libros, desde la Biblia hasta el Zipi y Zape, era Verdad Revelada.

Estos días sigo recordándolo, y sobre todo me cuadra el hecho de que fuera un cuento ruso: allí también son ortodoxos.

Z. tiene diez años y una malformación en las manos: tres de los dedos están unidos por el extremo opuesto a la palma de la mano. Aparentemente, bastaría cortar la unión y, aunque igual no perfectos, sí que tendría más capacidad para hacer cosas con esa mano. Sus padres son los dos seropositivos y, escudándose en eso, hace años que se niegan a trabajar y reciben ayuda de varios proyectos. En la parte positiva, eso debería dejarles bastante tiempo libre para dedicar a sus hijos.

Hace años que lucho con ellos para que vayan al centro de salud a que les hagan el volante para el hospital público del barrio, donde sí hacen cirugía ortopédica. Por el momento, nadie ha hecho nada y, conforme Z. crece, la mano más se atrofia. La semana pasada solicitamos cita para varios niños con problemas parecidos en un hospital privado. Hoy por la mañana, todas las madres con sus hijos tenían cita para venir a las siete. A las siete y media ha partido el grupo con un voluntario extranjero que conducía el coche del proyecto y los acompañará durante todo el día. Z. y su madre han venido a las ocho. Yo he llegado a las ocho y media, y me los he encontrado diciéndole a la enfermera que habían llegado tarde porque el grupo se ha ido a las seis, y ellos tenían hora a las siete. Allí he intervenido, y he puntualizado que realmente el grupo los había esperado media hora antes de irse. También he matizado que nosotros habíamos pedido la cita, poníamos el coche, el chófer, el acompañante y habríamos pagado la consulta. Ellos sólo tenían que llegar a tiempo.

“ Y entonces, ¿qué hacemos?”, me ha preguntado la madre. “Lo que hubieráis tenido que hacer hace años: os vais al centro de salud, que os hagan el volante, y pedís cita en el hospital del barrio”.

_No pienso hacerlo

_ Pues así se va a quedar el niño

_ Será la voluntad de Dios

Allí la he hecho pasar a la oficina (no me parece de buena educación gritar ourdoors), y le he dado la consabida charla sobre la confusión entre la voluntad de Dios y “no me sale de los huevos mover un dedo”.

A nadie se le escapa que una parte importante de las posibilidades de mejora de una persona, en cualquier ámbito, se basa en la capacidad para distinguir las oportunidades que se presentan y saberlas aprovechar en tu propio beneficio. Todo ello (ver las oportunidades, actuar para aprovecharlas…) requiere de un esfuerzo. Y ese es el problema por aquí: cuando pides un mínimo esfuerzo, a veces no lo encuentras.

Obviamente, no creo que la voluntad de Dios sea que esta señora sea estúpida integral o que su hijo tenga que pagar una y otra vez su falta de interés. La pregunta que queda siempre en el aire es: ¿hay que volver a intentarlo? ¿Tenemos que volver a intentar llevar al niño al hospital? Porque en el hipótetico caso de que sí se presenten a tiempo a una nueva cita, y de que el cirujano acepte operar al niño, el niño va a necesitar que alguien pase con él varios días en el hospital, y que alguien le acompañe a rehabilitación durante varios meses. Si no podemos garantizar la correcta rehabilitación, muchas de estas operaciones de cirugía ortopédica resultan dolor inútil para los niños. La opción que a su madre se le presenta como evidente es que nosotros nos hagamos cargo de todo. Pero es que yo trabajo diez horas al día y tengo también una hija, y ella y su señor marido, aunque tienen más hijos, se pasan los días mano sobre mano. Y el hijo es suyo, coño.

Y lo peor es que en estas situaciones las madres y yo nos envolvemos en una negociación absurda que tiene como moneda de cambio e instrumento de chantaje lo único que ellas tienen y que a mí me interesa: sus hijos. En los casos más extremos, la salud de sus hijos. Lo más peor de lo peor es que sé que ellas siempre llevarán la apuesta más lejos, llegarán más al límite, hasta que algo, la salud de sus hijos, o nuestra compasión, ceda al chantaje. A veces sientes que te encuentras pequeñas notitas en los bolsillos de los cadáveres de estas discusiones. Tus notitas dirían “¡pardilla!, has vuelto a caer”. Y a lo mejor también las firmaría Dios.

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Dic 03

LA NENA Y EL PELO

Poco a poco, la Nena y yo nos vamos integrando en nuestra nueva vida. Un punto importante, obviamente, es la parte de nuestra vida que compartimos con la Santa Infancia. Como los excesos son, eso, excesivos, hemos empezado a tomar contacto poquito a poco, en los momentos en los que en vez de quinientos niños, pues sólo hay cien o doscientos.

La semana pasada estuvimos con M. y su niña de dos años, a la que todos llamamos Mita. En Etiopía las niñas pequeñas se llaman Mita y los niños pequeños Abush. Cuando creces, si tus padres se preocupan minimamente, deberías transicionar a tu verdadero nombre, pero hay quien se olvida, y se le queda Abush o Mita para toda la vida. Hago otro inciso para explicar que la Mita ha pasado dos años completos sin separarse de su madre, quien trabajaba sólo cuando la Mita la dejaba en paz. En los intervalos en los que su madre trabajaba, la Mita ha jugado sin descanso con un batallón de niños mayores que ella. Estoy convencida de que la infantita Leonor no ha crecido tan estimulada como la Mita. Como resultado de la larga baja maternal de su mamá, la Mita dejó el pañal antes de cumplir los dos años, y, algunos meses después, es capaz de expresar una gran variedad de opiniones y emociones con claridad. Están intentando enseñarle a tostar el café. Además, estos días está aprendiendo el significado de la palabra “celos”, porque se huele que la Nena le está robando el puesto.

_ ¿Qué tiempo tiene la Nena?– me preguntó M.
_ Mmmm… no sé, como un año y medio
_ ¿Y todavía no camina?– me preguntó de nuevo, mirando alternativamente a la Mita y a la Nena.
_ Esto… no- respondí sucintamente. Y M. que seguía comparando la Mita y la Nena, la Nena y la Mita. Anticipando el golpe, reaccioné –la Mita a esa edad ya caminaba, ¿no?
_ No, -me repuso dignamente- la Mita cuando cumplió el año ya corría y todo. Al año y medio ya contestaba el teléfono.

Es lo que tenemos las madres, que nos encanta tener razón. A los 35 y a los 18. Además de las opiniones de M., –“la Nena no te camina porque la tienes que coger sólo de una mano, no de las dos”-, tengo todas las opiniones del resto de la Santa Infancia, que aunque no tengan hijos, sí han criado varios hermanos. “Tienes que masajearle las piernas con vaselina al sol”, “no hagas nada, ya caminará cuando quiera”, “le tienes que hablar en inglés, sino nunca aprenderá inglés” (NO quiero que aprendar inglés, quiero que aprenda español, pero es que la Santa Infancia se olvida frecuentemente de mi nacionalidad y lengua de orígen), “¿pero no tienes dinero para ponerle mantequilla en el pelo?”. Como se ve, el modelo de crianza etíope está pensado o para hermanos mayores sin escolarizar o para madres que no trabajan. Aquí también, es materialmente imposible que te dé tiempo de hacer todo lo que se supone que tienes que hacer con tu hijo y su cuerpo (masajes, pelos, ejercicios varios…).

Lo del pelo me dejó muerta. Más que nada porque tenían un punto de razón: la cabeza de la Nena aparecía un poquitín descamada. Oh, Dios Mío. La tiña, pensé. “No, no es tiña, es sólo seco”, me dijo M., marisabionda ella. “Sólo tienes que cuidarla más”. Remató.

Después de dialogar con la señora G., ese ángel que vela por nosotras, ante mi negativa a ponerle mantequilla, vengo a saber que lo más de lo más para el cuero cabelludo de la Nena es el aceite de zanahoria. A 153 birr la botella, señores. En los días de mi Etiopía me he gastado yo ese dineral en un champú. No me ha quedado más remedio, porque me he dado cuenta de que el estado de la cabeza de mi Nena sirve como barómetro público de mis capacidades como madre de una niña abeshá.

Y que se joda la Mita, que el pelo le crece todavía a cachos porque siempre duerme en la misma postura. Yo a mi Nena la giro, para que le crezca uniforme. Seguro que eso a M. no se le ha ocurrido.

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