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tarike.Org

Este blog no es una declaración de principios. No es un canto a la solidaridad, ni a la multiculturalidad, ni a nada. No aspira a ser un estudio en profundidad sobre el país en el que vivo o del país del que procedo. No representa necesariamente lo que la organización a la que pertenezco piensa, ni la realidad objetiva del proyecto en el que trabajo. Este blog es sólo mi historia. Como la vivo y/o como la invento. Sólo eso. Mi percepción y la percepción de quienes me rodean, en su mayoría menores de edad. No es objetivo, y tal vez ni siquiera sea cierto, pero para mí es tan verdad como mi propia vida.

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Abr 07

MI GURÚ

Además de la masajista, hay otra persona que me da consejos vitales. El conductor del gari* que nos lleva a la Nena y a mí al cole. Nos lleva a las dos, junto a otros diez niños, y luego me espera para llevarme a trabajar. Hay días en que volvemos placenteramente en silencio, otros en los que se levanta de mal humor y va amenazando con el látigo a todo bicho viviente, y otros en los que conversamos animadamente sobre los más variados temas: que si la responsabilidad de conducir (yo conduzco coche, él conduce el gari, pero en ambos casos es un web de responsabilidad, que el hombre carga con once niños de guardería), que si el frío en Europa, que si el calor en su Guraghe natal…

El año pasado íbamos en motocarro, también con otros diez niños, conducido por un macarra. Por tres macarras, porque a lo largo del año se intercambiaban el motocarro con bastante alegría, y nunca sabíamos quién nos vendría a buscar. Ni si nos vendrían a buscar.

El señor B. en eso es muy serio: pasa siempre puntual y sólo te espera exactamente un minuto. Si no, se le pasaría la hora y los críos llegarían tarde, y diez no pueden llegar tarde por uno, explica. El señor B. además tiene el mérito de ser de los pocos conductores de gari que no me ha pedido en matrimonio. El año pasado hubo uno que, en menos de cinco minutos, me elencó la lista de sus posesiones intentando convencerme: “en mi casa no te faltaría de nada: tengo maíz, tengo cebollas, tengo ajos, tengo tomates, tengo un grifo, tengo dos caballos, tengo letrina…” Estuve a punto de decirle que sí: “Si tienes ajos, me caso contigo”. No sé por qué nombró los ajos. El caso es que tenía como veinte años menos que yo. Y así perdí la oportunidad de vivir rodeada de tomates, cebollas y maíz.

El señor B. nunca ha mostrado ningún interés personal en mi humilde persona. Creo que verdaderamente la que le mola es la canguro de la Nena, que es más de su edad. Tienen bastante en común. Ambos les tienen tirri a los oromos. Cuando hay riadas: culpa de los oromos. Cuando no llueve: culpa de los oromos. Cuando sube el pan: culpa de los oromos.

“No te fíes de los oromos”, me dice. “Un guraghe, si te tienes que casar con un etíope, que sea guraghe”, me aconseja. “Pero los oromos dan vacas a la familia de la novia”, argumenté. “¿A tu edad? Las vacas las tendrías que dar tú´”. Como se ve, no tiene pelos en la lengua. “A ti te gusta contestar, y las mujeres de los oromos no pueden contestar. No te adaptarías”, remata. Pues nada. No me casaré con un oromo. Chispún. Adiós a mi flamante marido Gemechu, por ejemplo. Yo ya me veía a caballo entre las acacias. Los oromos de otra cosa no, pero de caballos suelen ser bastante entendidos. Es verdad que también suelen entender bastante, como me informaba el señor B., de darle la del pulpo a su mujer/es con periodicidad regular.

El señor B. opina que mis Señoras Vulnerables me toman el pelo. Que en la vida hay que currar para ganarse el pan. Y punto. Ni ayudas ni asistencias. Yo le digo que “currar para ganarse el pan” con siete niños pegados al piyama es más complicado que hacerlo solo. Que pasarte media vida embarazada y no haber ido ni medio día a la escuela pueden ser obstáculos importantes para “currar para ganarse el pan”. Él se apoya en su propia persona, porque tiene las piernas deformadas, no sé si por la polio. “¿Me ves a mí? ¿Con estas piernas? Nadie pensó que llegaría a caminar. Y lo hice. Camino y conduzco el gari. Y un día me compraré un Bajaj para conducirlo también. Si uno trabaja, todo es posible”, concluye siempre. Yo creo que debería dedicarse al “life coaching”. O escribir, como un Paolo Coelogurague. O a enseñar. Creo que sería un buen maestro. Él me dice que le gustan los caballos más que algunas personas. Y que hay días que no soporta a los niños. “¿A la mía tampoco?”, le pregunto. “Sólo a días”, me responde.

 

* Gari: la palabra en sí aplica a carro o carretilla. En este caso, un carro de caballo que nos sirve de transporte escolar, donde nos amontonamos cada mañana para ir y volver del cole de la Nena. Calesa, lo llamo yo.

* Piyama: es una túnica bastante colorida que llevan las señoras por aquí cuando hace calor, para estar por casa y, sobre todo, cuando están embarazadas.

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Abr 04

EL GURAGHE

El viernes pasado me fui con una compañera de trabajo y una Señora Vulnerable al mercado de Butajira, una ciudad a cincuenta kilómetros de Zway. Íbamos a comprar juncos para unas cestas nuevas que queremos hacer con la señora T. La señora T. asegura que ella sabe hacerlas y, como ella es de Butajira, pues allí nos encaminamos un viernes por la mañana a comprar los juncos.

Volví, así lo digo, conmocionada. Lo más relevante que ustedes deben saber es que Butajira no es Oromia, sino que es ya la zona Guraghe. La mayoría de la gente que había en su mercado era Guraghe. Los guraghe tienen fama de buenos comerciantes. La canguro de la Nena es guraghe, y yo siempre había pensado “pues chica, como los catalanes”, identificando el estereotipo con una cierta mentalidad para los negocios, facilidad para sacar cuentas y carácter decidido, al menos en lo empresarial. Pues no. O no sólo.

Lo que más me impresionó aquella mañana fue la transformación de la señora T. que nos acompañaba. Ni los lagartos de V. De la señora anodina, que nunca levanta la voz y jamás tiene una opinión que ha aparentado ser en los tres meses que lleva en el proyecto, se transformó en alguien cuya seguridad no tenía nada que envidiar a la de Alicia Florrick en un tribunal. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Y lo hacía.

Le pedí que me ayudara a comprarme una calabaza para uso personal. Por supuesto. Con ademán seguro palpó las calabazas, rascando la corteza con la uña, encontró una que le gustó: “esta es. ¿Cuánto cuesta?”, le preguntó a la vendedora, una señora matusalénica que también cobró nueva vida al escuchar la pregunta.

“Treinta birr”, repuso. Al cambio, 1 euro y 10 céntimos. Una calabaza bastante hermosa. Criar calabazas en esta tierra árida no es exactamente fácil. Yo ya iba a coger la calabaza. T. me dio un golpe en la mano, más fuerte de lo que la educación sugeriría, coño, que soy Project Coordinator,: “Ni hablar. No la cojas. Nos vamos”, y seguimos al siguiente puesto de calabazas. Al final, después de media hora de rular de puesto en puesto y de discutir sobre cada una de las calabazas, me harté y compré una por 25 birr. Bien hermosota. “Buena”, me dijo la compañera de trabajo que estaba con nosotras. “No”, dijo T., “ha pagado demasiado”. “Tonta”, completó. “No vuelvas a hacerlo. Hazme caso”, remató con un tono de profundo reproche.

Y así con todo. Nos pasamos otra media hora contratando la compra de los juncos. El volumen de juncos que cogimos me llenó la mitad del Skoda que es mi coche: todo el maletero y el asiento del pasajero de detrás echado para adelante. Visto el volumen, entendí que la señora T, regateara. Algunas cosas las entendía, porque las hablaban en amárico, y otras no, porque se cambiaban al Guraghe. En el regateo, ambas dos, compradora y vendedora ponían el alma: “¿En serio? ¿A mí, que soy madre, a mí me pides ese dinero? “, y se señalaba la niña que llevaba a la espalda, “no tienes corazón”.

La vendedora tampoco se quedaba corta: “¿y tú, qué quieres, qué te haga mejor precio por venir con la frenji? ¡Me la sopla la frenji!” A veces se reían y a veces parecían a punto de lanzarse encima de la otra. Yo las observaba súper entretenida y un poco ya cansada. Hacía calor.

Al final, aparentemente, llegaron a un acuerdo. Nuestra compañera de curro, que no es Guraghe, preguntó, “bueno, ¿cuánto pagamos al final?”. 104 birr. Menos de cinco euros. Por un maletero generoso lleno de juncos. Yo porque era la primera vez que asistía al espectáculo, pero todavía hoy me pregunto por qué nuestra señora no pagó seis euros en siete minutos y se fue tan fresca. No era su dinero. No hubiéramos puesto pegas. Sigue siendo una miseria.

Mi conclusión es que lo lleva en la sangre. Es más fuerte que ella, y que toda la gente congregada en el mercado de Butajira. Hubo dos niñas de unos cuatro años que nos ayudaron a llevar los juncos al coche. Les dí un birr a cada una. Al minuto, aparecieron con un mango cada una. “Mira qué nos hemos comprado con el birr que nos has dado”, me dijeron orgullosas. “Un mango”. “Pues vale”, pensé.

Luego caí en que un kilo de mangos cuesta, al menos, quince birr. En un kilo de mangos suelen salir entre cinco y seis mangos. Los que aquellas criaturas llevaban en las manos eran hermosos y para nada estaban estropeados. Cómo coño habían conseguido que alguien les vendiera a un birr el mango aquellos mangos estupendos… ni idea. Cuatro años, tú. Y ya con el Guraghe en las venas.

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Abr 02

STATEMENT

El domingo después de misa fuimos a ver a Z., que había parido durante la noche. La historia de siempre sin grandes varaciones: Z. es lo que popularmente podría llamarse (con razón) una “cabeza de chorlito”, expresión caída en deshuso en la piel de toro, me temo. En mi tierra decimos destalentada. ¿Atolondrada? ¿Irreflexiva? ¿Por qué sólo me sale vocabulario de Mujercitas?

Volviendo a Z.,  con catorce años decidió, en una semana, que ya era adulta. Dejó el cole. Dejó también el proyecto. Rechazó todos los intentos de formaciones alternativas. Y empezó a ir cada vez menos por su casa.

Dos años después, of course, se encontró embarazada, rechazada por el padre de la criatura y su familia, y de vuelta al agujerillo donde viven su madre y sus siete hermanos. Obviamente, pasó a comentarnos que en los dos años que han pasado a lo mejor sí que le apetece volver al proyecto. Sólo que ya no estará en el grupo de las Adolescentes Gueter, si no en el de las Señoras Vulnerables. No es la primera que se cambia de grupo. No albergo grandes esperanzas sobre su vuelta al proyecto, pero creo que, al menos, le da un año de aire para respirar y espero que el contacto cotidiano con otras madres que han estado o están en su misma situación le ayude a ser madre.

Así las cosas, el domingo fui a verla al hospital. Como ya he comentado alguna vez, tengo el convencimiento que todos los niños tienen derecho a ser recibidos con alegría en este mundo. Tendrían que verme cuando voy a estas visitas. Desprendo azúcar por los cuatro costados. Yo creo que pestañeo y me cae purpurina, de lo contenta que se me ve. Como si me hubiera lavado el pelo con un champú bueno. O como si me hubieran medicado de más.

¿Una nena? ¡Enhorabuena!. ¿Cuatro kilos? ¡Campeona! Qué genial. Qué mona. Qué todo. Ahora a cuidarse, guapa, y a cuidar a la princesa. Así se lo digo. Princesa. Y Reina. La Reina de la Oromia nos ha nacido hoy.

Te he traído unos vestidillos estupendos, ya verás. Para tí también. Y jabón para lavaros. Del bueno, cari. Del de bebés. Y un paquete de pañales, para estos primeros días. Te estamos cosiendo los de tela, no te preocupes. Qué mona. Se parece a ti. Cómo se agarra al pecho. A criarla con salud, que Dios te la críe… ahora a casa a descansar. Iré pasando. Hablaremos. No te preocupes de nada, sólo de ella. Abuela…¡a preparar el ganfo! A mí no me convence mucho, pero, siendo el ganfo para Z., vendré a probarlo.

Digo todo esto casi sin interrupción. No dejo que nadie intervenga. Ni la mirada aterrorizada de Z., ni el gesto resignado de la abuela primeriza que tiene mi edad. Niña preciosa. Mundo precioso. Hoy no pienso nada más. Mañana… Dios dirá. Al final, les arranco hasta una sonrisa, ayudada por el resto de presentes en la sala (hospital público, diez camas, cinco ocupadas por parturientas, tres de ellas decididamente demasiado jóvenes para estar allí) que jamás han oído hablar amárico a una extranjera y, superada la sorpresa inicial, les hace una gracia infinita el parloteo irreal que sale de mi boca.

Por la tarde, en el cine, están también los hermanos de Z., los nuevos tíos y tías. Cuando están ya todos sentados, les digo que esa mañana he ido a conocer a la niña más bonita del mundo. ¿Y de quién es la sobrina? ¡Nuestra!, responden delante de todos. Una nena preciosa que tenéis que criar entre todos, ¿verdad? Los tíos y tías presentes tienen entre diez y cinco años y asienten con esos cinco minutos de responsabilidad que sienten hoy y de la que, lógicamente, mañana se habrán olvidado.

Como es nena, hoy vamos a ver una película sobre una chica. Una chica muy valiente y muy fuerte. Como lo será vuestra sobrina, si vosotros le enseñáis, ¿verdad que sí?

Vimos Brave.

Les encantó.

A veces hago statements, que dicen en inglés. Sé que nadie me entiende. Me da igual. Yo, a lo mío. Y a lo de ellas.

 

Ganfo:es una pasta bastante contundente hecha de cereales, especias y acompañada con mantequilla derretida y picante que se prepara para que las parturientas recuperen fuerzas. Acude a comerla todo el barrio y es el primer acontecimiento social de la nueva criatura.

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Mar 31

GENDER AND OUTFITS

Me llegó hace un tiempo una columna que me gustó bastante de Pérez Reverte sobre cómo le había conmovido un padre que protegía con su actitud a su hijo disfrazado de Rapunzel. Sí, aparentemente Pérez Reverte de vez en cuando se conmueve.

A mí, obviamente, me da igual que la Nena se vista de Cenicienta o de Spiderman. El problema es que a ella lo que le gusta no es vestirse de Cenicienta o de Spiderman. Lo que ella le gusta es vestirse de rabalera.

Baste decir que para Reyes se pidió unos zapatos de tacón (recordemos que tiene cuatro años). Desde hace un año, nos florecen en casa pintalabios, esmaltes de uñas, coloretes y botes de perfumes a cada cual más pestilente que le compran las señoras y las adolescentes del barrio. En los días de mi vida había tenido yo tanto maquillaje en mi armario del baño. Y lo peor estas Navidades, contra viento y lluvia, me arrastraba fuera de casa en España exprofeso para ir a ver el escaparate del Stradivarius. El escaparate de Nochevieja. Toda la ropa incluída en el susodicho escaparate hubiera cabido en un bote de Cola Cao.Y allí se quedaba, con la nariz pegada al cristal hasta que hacía vaho, repitiendo sin cesar: “Mamá, es precioso. Mamá, quiero esas lentejuelas. Mamá, quiero esos flecos. Mamá, qué mono ese vestido de las tetas. Mamá, quiero ese pelo. Está toooodo bonito”. La transcripción es literal. Sabe decir lentejuelas, flecos, plataformas y animal print. Pintalabios lo sabe decir también. En cuatro lenguas distintas: español, amárico, inglés e italiano.

Lo difícil, en mi humilde opinión, no es sacar la cara y el pecho por tu hijo de cinco años vestido de Rapunzel. Lo difícil será sacar la cara y el pecho por la Nena de diez años vestida de tronista. Tiempo al tiempo.

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Mar 29

LA MASAJISTA

Como ya mencioné, antes de Navidad me quedé “enganchá” con la espalda. Ya entonces fui una tarde a la masajista. Como luego ya fui a España, pues allí fui a un fisio estupendo que me dejó nueva.

Hasta que, cuando volví, me decidí a pintar el baño. Pues fina soy yo con mis labores del hogar. Después de una mañana de pintora de brocha gorda, no podía mover ni las pestañas. Y así, volví a la masajista que, como ya comenté, entra decididamente en el tomo de la Encarta dedicado a “culturas ancestrales”.

Es, obviamente, una curandera. Como marca el tópico, su trabajo de curandera lo ha aprendido en el profundo gueter, aunque, también siguiendo el tópico “no es algo que se aprende. O se tiene el don o no se tiene”.

A mí me prepara un plastiquillo en mitad de su patio de árboles de falso banano, echa a las ovejas que pululan alrededor, manda a sus hijos a vigilar que no venga nadie, y me da un masaje bastante profesional de una media hora. La loción para el masaje la llevo yo, pero, si quiero, luego me da un café. Además, mientras me masajea me da lecciones de vida: “con lo que me has pagado, hubieras contratado a alguien que te pintara el baño”, sentenció el tercer día. “Nadie hubiera dejado el baño como a mí me gusta”, le espeté. “Es un baño. No es el salón. Sólo sirve para hacer pipí”, afirmó categóricamente. Como digo, una sabia de las de verdad. Me recomienda una y otra vez que me relaje, que no trabaje tanto. Y luego me da un café. Creo que es para tensionarme y que vuelva.

Dicen que es la única que hay en la ciudad. Ella añade que es también la única para todos los pueblos aledaños, y me cuenta que la llaman hasta de Bulbulá, a veinte kilómetros de aquí. Mientras me cuenta todas estas cosas, yo miro al muro que delimita la “consulta”, construido con maderas viejas, hojas secas de distintos árboles y con los objetos más variopintos incrustados entre todo el follón: una rueda de máquina de coser antigua, un uso para hilar algodón, un par de sillas rotas de alguna asociación funeraria… Cada día encuentro algo nuevo.

Como en los mejores cuadros costumbristas, no tiene precio estándar, sino “la voluntad”. Tengo que decir que la sensación de estar con el culete al aire en una casa abesha mientras la señora le grita a su hija –que no ha heredado el don, por cierto- que saque la injeera del fuego (es súper multitasking) no tiene precio. ¿Lo mejor? Al final del tratamiento, te echa un escupitajo en la zona afectada para bendecirte y transmitirte su sabiduría que te deja muerta. De la risa, en mi caso.

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Mar 27

HISTORIA DE A Y B

La historia de hoy comienza con dos gemelos, que llamaremos A. y B. Iguales en todo, menos en su sangre: uno seropositivo y el otro no. A la muerte de sus padres, el gemelo A. (seropositivo) fue ingresado en el centro residencial para huérfanos seropositivos donde trabajaba la Doctora. Su gemelo, B., negativo, después de un año junto a A., fue dado en adopción a una familia europea. Tenían cuatro años.

Los años pasaron y, cuando los niños tenían como ocho años, la familia europea y B. vinieron a ver a A. Pasaron dos semanas en el centro. Los hermanos jugaban cada día juntos. Aparentemente, todo iba bien.

Y llegó el final de las vacaciones. El mismo día que B. se fue, A. destrozó una habitación entera. Como digo, tenía ocho años. Lo que pareció un episodio de “escape” debido a la tensión emocional, se fue repitiendo cada vez con más frecuencia.

Por su parte, su gemelo europeo, empezó también a mostrar problemas de conducta, comenzando a rechazar a su familia adoptiva.

A lo largo de los siguientes años, el gemelo A. fue rulando de centro en centro. Unas veces se escapaba y otras veces lo expulsaban por problemas que iban desde los robos hasta los abusos (sexuales también), pero no sólo a otros menores de los distintos centros.

B., en Europa, fue distanciándose más y más de su familia adoptiva, que intentó recrear un vínculo entre los hermanos a través de una persona que trabajaba en uno de los centros donde estaba A. No era fácil, porque B. había olvidado el amárico y no podía hablar directamente con su hermano, por lo que, tras algunos tentativos, dejaron de hablar.

De centro en centro y tiro porque me toca, A. dejó de tomar los antirretrovirales y pasó a vivir en la calle cuando tenía quince años. La familia adoptiva de B. se lo dijo, y este desapareció de su casa durante siete días.

A. falleció en el patio de un hospital de Addis Abeba cuando tenía dieciséis años. Llevaba tres días tirado. El día de su funeral, la familia de B. llamó para decir que el día anterior B. había vuelto a desaparecer de casa. Que, cuando lo encontraran, habían decidido tirar la toalla y dar su tutela a los servicios sociales. No sabían que A. había fallecido. No sé si llegaron a decírselo.

Tampoco sé si, cuando descubrieron que su hijo tenía un gemelo, no quisieron adoptarlo o no pudieron (hay países que no permiten o no permitían la adopción de niños seropositivos). B. fue dado en adopción en un período en el que todos pensaban que lo mejor era encontrar familias para los niños huérfanos, aunque fuera a costa de separar hermanos. Sólo una vez conocí a A.: él también pasó un período en uno de los centros donde estuvo mi Nena. Me pareció un chaval normal y corriente. Seguí sus andanzas a través de amigos míos que intentaron salvarlo una y mil veces, empezando por la Doctora, cuya consulta destrozó cuando sólo tenía ocho años.

Hay muchas cosas que no sé en esta historia. Pero hay días en que no puedo sacármela de la cabeza. Supongo que será porque plantea preguntas bastante terribles y porque la muerte es siempre la peor de las respuestas. Porque está llena de incógnitas: a lo mejor si nunca hubieran vuelto a encontrarse, ¿las cosas habrían sido diferentes? ¿Es más fácil vivir no sabiendo dónde está tu hermano o sabiendo que está mucho mejor/peor que tú sin ningún motivo aparente y sin que puedas hacer nada para remediarlo? Supongo que, si es un hermano menor, que has cuidado, te alegras de que esté bien (si está bien). Pero…. ¿qué pasa cuando es exactamente igual que tú?

Las respuestas sólo las tienen A. y B. Por desgracia, uno de ellos ya no puede hablar. Ni siquiera con el otro. De verdad, que hay días en que no hago más que pensar en ellos.

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Mar 26

SER DIFERENTE

A. tiene trece años y es una Adolescente Gueter… diferente.
Hace mucho tiempo se llamaba Helen. En algún momento se cambió el nombre, se puso uno neutro (vale para chico y para chica) y nunca jamás volvió a llevar faldas. Hace dos años se quedó sin familia y bastante colgada y la canguro de la Nena la acogió en su casa. Nosotros la acogimos en el proyecto, y la escolarizamos.
En la actualidad viene al proyecto cuando la escuela que retomó y el equipo de fútbol del que forma parte se lo permiten. Tuvimos que cambiarla de escuela porque el año pasado iba a una escuela en la que le obligaban a llevar falda y pelo largo. Obviamente, no funcionó.
A pesar de su muy difícil historia familiar y personal, A. es una niña (porque es todavía más niña de lo que ella cree) sociable y cariñosa. Externamente, se viste y comporta como un chico. De hecho, hay mucha gente que piensa que es un chico, y que cuando visita el proyecto nos preguntan por qué tenemos un chico. “No es un chico”, respondo. Y ya. No digo ni una palabra más. No es asunto de nadie. Ella ha elegido vestirse y comportarse así y, visto que no perjudica a nadie, no tiene por qué dar explicaciones. Nunca se las hemos pedido y a ella, y a otra integrante del equipo de fútbol femenino que también hay en el proyecto, las demás las llaman cariñosamente “los Hermanos”.
A. es parte integrante de nuestras vidas. Mi Nena la quiere con locura. La única motivación para querer ponerse un pantalón es que “mira, así te vistes como A.”. A., por su parte, quiere a mi Nena con un cariño y una ternura que me conmueven. La veo jugar con ella durante horas, sin aburrirse, sin mirar el reloj. Tienen una complicidad de hermanas, por la que doy gracias cada día. Mi Nena sabe que A. es una de esas personas que la quieren y la protegen. Nunca se tienen bastantes de esas, ¿no?
A A. la llamaron ayer de un centro de entrenamiento de fútbol femenino de la Oromia. El lunes se irá a vivir allí. Es un internado donde juegan a fútbol. Todo pagado. La Nena ha dicho que ella se va con A. a jugar al fútbol. El internado está en Ambo, a pocos kilómetros de Addis y no demasiado lejos de aquí.
A. estaba contenta. Es su sueño. Cuando me lo ha dicho, le he dado la enhorabuena. “A ver cómo se lo decimos a la Nena”, he comentado. A. ha bajado la mirada. “¿Qué pasa?, ¿no quieres ir?”.
“Sí quiero ir… pero aquí he estado bien”, me responde. Es verdad. En Zway ha encontrado una familia, un poco rara, pero que la quiere mucho. Y que no la juzga. Y que le dejan llevar el pelo y la ropa que quiere.
“A., no te preocupes”, le he dicho, “seguro que allí encontrarás más chicas como tú”.
Me mira raro.
“Chicas que juegan al fútbol. Ya verás que enseguida te harás al ambiente. Y, si no, llama y te vamos a buscar”
“¿Vendríais?”
“Por supuesto. Que no se te olvide: aquí siempre puedes volver”.
Creo que a A. le asusta eso: perder su sitio al que volver. De momento, la niñera ya ha firmado como su madre el permiso para ir al internado. Le hemos preparado la bolsa. Le he puesto hasta bragas nuevas y sujetadores. Bragas de pantaloncillo y sujetadores deportivos, como las atletas de verdad. La vamos a echar mucho, mucho de menos.

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Mar 17

KOSHE 2017

Me llama la Santa Infancia. Que se les ha caído esto en la cabeza la semana pasada. Que el barrio es un caos. Lo que más me sorprende es que, incluso en llamadas cómo esa, me pregunten veinte veces que qué tal estoy. Bien, cariños. Yo salí. Yo ya no vivo en Koshe.

Pienso repetidamente que no hay nada más triste que vivir y morir en la basura. Bueno, sí: que alguien diga que fue un accidente.

_ ¿Te acuerdas de la montaña enorme de mierda que hemos ido acumulando a lo largo de los años? Sí, hombre, la que a un cierto punto cubrimos parcialmente de tierra y fingimos que no había existido nunca

_ Ah, sí, Koshe, ¿no?

_ Pues flipa, se ha derrumbado

_ Quién lo hubiera dicho… qué cosas

Las reuniones en el Ayuntamiento de Addis Abeba deben de ser un descojono. Visto que por ahora nadie ha dimitido, y ninguna compensación ha sido ofrecida a las víctimas, supongo que, de nuevo, como Dios existe, pues ya no hace falta nada más.

Y dirán que eran chabolas ilegales. Algunas sí, otras no lo eran. Eran terrenos dados por el Ayuntamiento para las familias de los militares que participaron en la guerra con Eritrea.  Algunas, como la casa de Getanew, un ex compañero mío de trabajo, eran casas normales, de una planta, tres habitaciones, una letrina, un televisor. Su madre, su padre y una niña de la Santa Infancia que vivía con ellos ya no están. Su casa tampoco. Y dirán que ha sido culpa de los pobres que queman la basura. No; sólo queman la basura los empleados del basurero. Los pobres hurgan entre la basura y la reutilizan. No la queman. Si la queman, no encuentran nada. Y dudo yo que una hoguera te desencadene una avalancha de toneladas. El problema, desde mi punto de vista, es que la montaña de Koshe medía más de treinta metros y se extendía más de dos kilómetros. La separaba de las casas colindantes una red de dos metros. No era montaña. Era ya meseta.

A las lluvias no pueden culparlas, porque hace meses que no llueve.

Por cierto: la gente NO vivía en Koshe. Vivían al lado de Koshe. En la basura sólo dormían los niños de la calle, y desde hace sólo algunos años. Antes nadie dormía dentro porque por la noche acudían las hienas de las montañas cercanas.Muchas de las casas sepultadas eran casas normales a las que Koshe les había crecido demasiado en los últimos años.

Una vez pasaba por la Ring Road. Koshe se había llenado de pequeños lagos con las lluvias. Vi a un joven que, completamente desnudo, se tiraba de cabeza en uno de los lagos. Era por la tarde y no había demasiado humo. Volaban los buitres y aquella persona parecía nadar. Me pareció precioso.

Siempre me fascinó aquel cacho de humanidad de detrás de mi casa. Su inmensidad, su espectacularidad. También su dureza y como, de vez en cuando, nos recordaba que nadie podía escapar: el humo que muchos días llenaba el barrio, la peste en la ropa, en las cortinas de casa, en los cuerpos y el pelo de la Santa Infancia. La peste y el humo. El humo y la peste.

El basurero se llama Koshe (literalmente, suciedad o basura), y, por extensión, el barrio crecido a su alrededor también. Pero originariamente se llamaba (y se llama todavía así la rotonda de la Ring Road), Ayer Tena. En amárico: “el aire de la salud”. Yo esto lo contaba siempre en los momentos en que la peste era más fuerte y la gente se meaba de la risa. Yo también.

Soñaba con hacerme una sesión Trash The Dress con un tutú en la cima de Koshe. Estos días sueño la sonrisa de Serkaddis, cuando llegó del Wollo, cuando entró en Koshe. No recuerdo ni siquiera con claridad el resto de ella, ni a su hermana, de la que sólo recuerdo el nombre. Recuerdo su sonrisa tímida. Serkaddis no se murió la semana pasada. Empezó a morir hace seis años, cuando se bajó con su madre y su hermana del autobús, y decidieron que, siguiendo los pasos de sus paisanos, vivirían en Koshe. Igual que Kiddist. Igual que otras decenas de personas. Igual que todo ese barrio, que fue mi casa y que recuerdo con inmenso cariño. Todo él. El mercado, la Ring Road, el Alert Hospital, el barranco de detrás del Alert, las calles de barro, el fango, los mendigos, los leprosos, las familias medio bien que habían recibido tierra para construir en esa esquina de Addis Abeba, Koshe, Koshe, Koshe. Leprosario, campo de refugiados, basurero. Y tumba.

“¿De dónde eres?”, les preguntaban a mi Santa Infancia en los hospitales. “De Koshe”, respondían, orgullosos, porque era ciudad. Ciudad de mierda. Eso, pobres, nunca lo decían.

 

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Dic 22

ESA CLASE DE MADRE

Hace un mes tuvimos una reunión con la Señora F. y su marido para anunciarles que había llegado un equipo de cirujanos extranjeros a un hospital cercano y que su pequeña A., de siete años, podría por fin someterse a la amputación de la pierna izquiera, una pierna que se le dañó de pequeña y que en la actualidad le colgaba inerte dándole un aspecto muy Crónicas de Narnia, visto que la criatura se movía, fundamentalmente, a la pata coja.

No es la primera vez que alguien les comentaba la necesidad de amputar. La Señora F. miraba perdida alrededor: _ Qué pasa, F., qué piensas – le pregunté

_ Siempre hace igual– bufó el marido – la vez pasada igual.

_ F., díme qué pasa

_ Que no quiero serlo

_ Ser el qué

_ Ese tipo de madre

_ ¿Qué tipo?

_ La clase de madre que deja que alguien le corte las piernas a sus hijos. ¿Qué clase de madre soy? ¿Qué madre consiente que corten la carne que ha parido?

Y allí hubo una diferencia en las reacciones: la gente sin hijos se puso a explicarle las ventajas de la amputación. Las que tenemos hijos sólo la mirábamos. Y la entendíamos. Qué clase de madre eres, que ni siquiera puedes conservar las dos piernas de tu hija. En qué mundo extraño y retorcido tienes que alegrarte porque alguien se ofrezca a cortarle la pierna a tu hija. En un mundo de mierda, sin lugar a dudas.

A un cierto punto, la señora F. se echó a llorar. La gente sin hijos le decía que no era para tanto, que luego le pondrán la prótesis. Que no llorara.

_ No – le dije – llora ahora. Llora mucho. Porque es una faena que haya que cortarle la pierna a A., porque es pequeña y porque se va a enfadar. Llora ahora y luego, luego prométeme que no vas a llorar hasta el año que viene. Porque A. te necesita fuerte, y porque la amputación es sólo el principio. Lloramos hoy y luego, F., no volveremos a llorar hasta dentro de un año. Ese es el plan.

Y así lo hemos hecho. Cuando hoy han venido con las muletas y sin pierna, nadie ha llorado. “Guau, A. qué muletas tan chulas”– le he dicho. Con un gesto rápido me las ha tirado: _ Pues para ti. Yo no las quiero. Quiero que me devuelvas mi pierna.

He mirado a la señora F. No llores. No ha pasado un año. Todavía no.

_ Vale, me las quedo. Me parecen súper chúlas. Mañana las pinto. Y podemos jugar – he llamado a los demás niños – podemos fingir que son fusiles, espadas –he comenzado a disparar con las muletas, luego hemos hecho el trenecillo con las muletas, hemos jugado un rato con las freacking muletas.

_ Bueno, me voy a trabajar

Los peques, obviamente, querían seguir jugando con las muletas.

_ Las dejo aquí. El que las quiera, que le pida permiso a A. Porque son suyas– la he mirado – que nadie toque las muletas sin su permiso.

_ Sí, son mías – me ha dicho – ¿mañana podemos pintarlas?

_ Por supuesto. Del color que tú quieras. Bien bonitas las vamos a dejar

Su madre me mira. Me sonríe. “Se acostumbrará”, le digo. “La que no se acostumbra soy yo”, me responde. Supongo que no se acostumbra a ser esa clase de madre. Esa que ni siquiera puede preservar la carne de sus hijos. Supongo que a ciertas cosas es mejor no acostumbrarse. Cuando tienes hijos (y me van a permitir que no distinga entre maternidades), al dolor de madre, ese dolor impotente, enorme, desgarrador, incluso cuando es otra la que lo sufre (me van a permitir también que me quede en femenino), es imposible acostumbrarse.

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Dic 20

MUNDO ADELANTE

Hace un par de semanas me llegó un mensaje al móvil, anunciándome que estaban por aquí los de Españoles por el Mundo. Que, si alguien estaba interesado, que fuera a un bar a una hora para verlos. Yo no fui, en primer lugar porque era en Addis, y en segundo porque me conozco: soy demasiado empática. Mi pasado de periodista, lejos de darme las bases para una adecuada protección de mi intimidad y de la de la Nena, hace que me den pena las Paqui Peña de turno. Yo sé que si me ponen un micrófono, lo largo todo, Nena incluída.

En esto pensaba yo esta mañana, en mitad de mi sesión de masaje. Hace un mes empezó a dolerme la espalda y yo, que soy muy de “donde fueres, haz lo que vieres”, hoy me he decidido a acudir a una masajista local. Muy local.

He ido a su casa, que era la tradicional chabola de barro. En el patio, entre los árboles de falso banano, la señora me había puesto un plastiquillo con un colchón de paja. Primero me ha ofrecido un café, luego se ha calentado las manos acercándolas al hornillo del café, y luego me ha pedido que me desvistiera y me tumbara en la mencionada zona chill out.

Allí he estado durante veinte minutos mientras la señora me hacía el masaje. A mí me ha parecido bastante profesional, al margen de las ovejas que nos pululaban alrededor. Al menos ha cerrado la puerta de la calle con candado, porque a mí la imagen de la frenji tumbada medio en bolas bajo los árboles de banano con la señora curandera que me manoseaba me parecía desternillante, y sé sin lugar a dudas que la gente pagaría entrada para verlo. Y allí es cuando he pensado que, si me pillan los de Españoles por el Mundo, me hacen un especial. Los de Documentos TV no, pero los de Españoles sí. Dirán ustedes que estoy exagerando. Les comento que el final de la jornada laboral por la tarde me ha pillado subida en un carro tirado por asnos, sentada encima de una montaña de sacos de berberé, circulando por las calles de la ciudad cual reina de las fiestas de un pueblo mú raro.

Si no los llamo es por miedo al qué dirán, porque luego la gente dirá que quién soy yo para lanzar a la Nena a la fama y demás. En fin. Esperaremos hasta que desarrollen Etíopes por el Mundo y la vengan a ver a España.

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