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Posts Tagged ‘Etiopia’

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Nov 02

LAS NOVIAS BEBÉS

Hemos pasado el final del verano con F., una de las muy mejores amigas de la Nena, sobrina de nuestra canguro. Venía todos los días a casa (a veces incluso cuando la niñera tenía fiesta) y se ha quedado varias veces a dormir. Los jóvenes padres de F. viven en Enseno, un pueblo a unos veinte kilómetros del nuestro. Como son un poquitín desastre, la niña pasa largas temporadas con su tía, nuestra canguro.

Yo no lo sabía, pero cuando te dejan un niño, se ve que tienes que devolverlo en mejores condiciones que cuando te lo dejaron. Así, mi canguro decidió que, antes de que F. volviera a su Enseno del alma (una ciudad pequeñurria y bastante cutre en la carretera hacia Butajira), había que mejorarla radicalmente.

Andaba yo aquellos días autopalmeándome la espalda por lo bien que mi Nena está integrada en el África. En este contexto, cuando la canguro (y la Nena) me llamaron por teléfono para decirme que volverían más tarde de lo habitual porque “me estaban preparando una sorpresa”, no me extrañó.

A las seis y media de la tarde llegó a casa la canguro, acompañada de la Nena y F., las dos con el pelo estiradísimo y moldeadísimo, vestidas con sendos tutús (son el fondo de armario de la Nena) y completamente encantadas de la vida:

_ ¿A qué estamos preciosas, mamá?– me preguntó la Nena, o la versión enana de Oprah Winfred que se había comido a mi Nena, o la maru de gala de Nochevieja de TVE que hablaba con la voz de mi Nena.

Y yo sólo acerté a decir: _¡Guau… pelazo!– fundamentalmente porque sólo se veía pelo. Liso. Muy liso. Olor de laca de la del bote dorado en toda la habitación.

Mientras yo recogía los pedazos de toda esa conciencia que a mí me parecía estarle inculcando a mi vástaga, la susodicha y su compañera de fechorías recorrían la casa gritando a pleno pulmón: “¡¡¡Somos las novias bebés, somos las novias bebés y nos vamos a casaaarrr!!!”, mientras la niñera se partía de la risa.

Dos horas después pude echarlas a dormir, si bien primero tuve que extirparles quirúrgicamente el peine de la mano, porque no hacían más que peinarse la una a la otra. En ese momento unicornio en el que meto a la Nena a dormir, me preguntó:

_ Mama…estoy guapa, ¿verdad?– con esa mirada de inocencia que todo lo espera (de mí).

Tras pensar unos segundos, claudiqué en mi deseo de largarle un discurso sobre la importancia del pelo africano para las africanas del hoy, del ayer y del mañana:

_ Sí, estás guapísima. Estás guapísima siempre.

_ Pero ¿te gusta mi nuevo pelo?

_ Me gusta el nuevo y me gustaba el de antes.- Diplomacia ante todo.

Decidí concluir con una perla de sabiduría digital: “Además del pelazo, lo importante es el cerebro debajo, cariño, y tú de eso vas sobrada”

A Dios gracias el alisado no sobrevivió a su propia emoción más de un día, con el consiguiente disgusto de la Nena, que no se explicaba cómo se le rizaba el pelo tan rápido. Sólo se le pasó el sofoco cuando me arrastró hasta la pelu para reservarle hora para su cumpleaños. Que es dentro de un mes. La peluquera la vio tan emocionada que le ha prometido un peinado memorable, “tan bonito como los de Kenia”, explicó, segura de mi aprobación, porque se ve que el estilo de Kenia es la bara de medir en nuestra Oromia: si lo hacen en Kenia, es fashion.

Sea lo que sea que dijo que le haría (la verdad, mi vocabulario especializado en belleza y estética en amárico es bastante, bastante limitado), estoy segura de tres cosas:

  1. Será inflamable
  2. Le molestará tanto que no podrá dormir
  3. Me costará horas y lloros deshacerlo

Por darme, me ha dado hasta el ultimátum:

_ Mamá, si no voy a la pelu, no me puedo casar. Las novias bebés van a la pelu para casarse

Qué suerte tienen las novias bebés. Y sus futuros maridos bebés, supongo.

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Oct 24

ENTRE DOS TIERRAS

Como se puede imaginar, la pertenencia de mi Nena a la cultura etíope plantea situaciones curiosonas, sobre todo desde el punto de vista frenji. Por ejemplo, algunos ejemplos:

. pipí en la calle: ahora lo controla mejor, pero durante las vacaciones en España del año en que dejamos el pañal (y los dos siguientes), donde le daban ganas, se bajaba los pantalones y antes de que te dieras cuenta, ya había plantado un pequeño pino en mitad de la linda terraza en la que te estabas tomando una horchata. Lo mismo con el pipí, obviamente. Es más, si estaba jugando al sol, se metía debajo de las sombrillas para hacer pipí, porque la canguro le explicó una cosa sobre el vapor del pipí en el suelo caliente que hace que te salgan granos en el potorrín. Inasequible a las miradas de horror de alguna gente (sobre todo cuando ya tenía tres florecientes años, que seguía haciendo lo mismo), me agencié unas bolsitas de esas de las cacas de los perros. Yo no sé por qué, si lo hacen los perros, no lo puede hacer la Nena. No entiendo de dónde venía el escandalizarse. De verdad que limpié/enjuagué cada deposición de la Nena.

. la fuente del parque. La primera vez que fue a beber en una fuente en los columpios en España en verano, después de beber, se lavó la cabeza, la cara y, quitándose los zapatos, los pies también. Cuando acabó, echó un escupitajo a la rejilla de la fuente. En ese punto, el resto de niños no podían dejar de mirarla. Quiero creer que la miraban fascinados.

. una vez, en misa, doblé la hoja de los cantos que nos habían dado y me la eché al bolso: “muy bien, mamá”, me animó en voz bien alta, “así luego nos limpiamos el culete”. Quise morir.

. Conversación mientras reviso Whatasapp: “Nena, el hijo de mi amiga se ha caído contra la acera y se ha hecho una brecha. Pobrino”. Respuesta: “¿qué es una acera?” Y yo sin saber muy bien qué responder, porque las personas y los coches y los animales aquí van todos al mogollón.

. Recientemente participamos en un encuentro de animadores juveniles aquí en Etiopía. Yo no soy joven, pero sí muy animada, así que allí estábamos con la Nena. Me dieron una de esas acreditaciones de colgar al cuello. La Nena me la pidió con gran interés. Se la dí. Ante mi asombro, se la colgó al cuello y empezó a besarla:

_ Gracias, mamá, así me proteje del mal de ojo– me soltó, confundiendo la acreditación con uno de los amuletos que los niños llevan aquí al cuello. Obviamente, tuve que mandar a la niñera a buscarme un amuleto de verdad, porque se pasó dos días con la acreditación colgada, que ni para dormir se la quitó.

. Siempre en el terreno de alcoba, la Nena en cuanto oye zumbar un mosquito, se tapa los oídos y duerme así, con las manos en las orejas. Los etíopes tienen un miedo ancestral a que les entren bichos en los oídos mientras duermen –no digo que el miedo carezca de fundamento- y, sobre todo los niños, muchas veces duermen tapándose los oídos.

. La Nena muchas veces me llama por mi nombre. En Etiopía es normal que los hijos llamen a sus madres por el nombre. Normalmente, sólo las llaman “mamá” o “mamayé” o “emayé” mientras son pequeños o cuando lloran o están disgustados. El verano pasado, la Nena se pasó las vacaciones llamándome por mi nombre de pila. La gente me preguntaba si no me daba cosica. Yo respondía que no, que a mí me hacía gracia. “Es como si me llamase la vecina del tercero”, decía yo toda flamenca. “Pues por eso”, me contestaba la gente, “¿no te da cosica?”. La verdad es que sólo me dio un poco de apuro el día en que una señora en el parque me preguntó “que eres, ¿trabajadora social?”, entendiendo que la Nena sería uno de mis casos. Como la criatura va un poco a péndulo, ahora se refiere el cien por cien del tiempo a mí como “enate” (mi madre) o “mamayé” (mi madre también), sin omitir jamás el posesivo, que hasta los etíopes le dicen “que sí, que ya sabemos que es tu madre”. También lo usa mucho para corregir a la gente:

_ No se llama “sister”. Se llama mamayé.

Y lo peor: _ No es frenji. Es mi mamá.

Con la raza tiene una cierta confusión. Con dos años, un día jugando le iba nombrando gente y ella respondía:

_ F., ¿qué es?

_ Abesha

_ ¿Y M.?

_ Frenji

_ ¿Y mamá?

_ ¿Mamá?…¡Chalada!

No diré que tiene altas capacidades… pero sí que muchas cosas las pilla al vuelo.

 

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Sep 25

SU MUNDO

Sábado después de comer y se empeña la Nena en que quiere ir a jugar al barrio de la canguro. La acompaño de la mano y, llegando delante de casa de la canguro, corre a unirse al grupo que está jugando a la goma con una cinta vieja de videocasete. Está Babila –su “amor verdadero”, según ella, cuánto daño ha hecho Frozen – y la Nena, después de un rato, le pregunta si le apetece ir a ver a Siam, otra niña de su clase, que vive allí al lado. “Tú vete, mamá, y luego me vienes a buscar a casa de Siam”.

Se alejan por la calle polvorienta. Es día de mercado. Van por un lateral, pero siguen cerca de los carros y las vacas

_ ¡Babila!, le grito

No se vuelve, pero coge a la Nena de la mano. La Nena sí se vuelve:

_ No te preocupes, mamá. Te veo luego – y me lanza un beso al aire.

Las señoras del mercado que están esperando su carro para irse a casa no pierden comba y se quedan ojipláticas, porque la Nena me ha hablado en español. “Fíjate, cómo habla bien inglés la niña”, comentan, pero hacen cábalas durante un rato, porque la Nena me ha llamado “mamayé” (mi madre, entendido como un mote cariñoso), y se han dado cuenta de que quería decir “mamá”. Desde la tienda cercana, les aclaran, “es su niña. La está criando”.

Yo me quedo plantada en mitad de la calle, observando mientras la Nena y Babila enfilan el callejón en el que vive Siam. Pasarán la tarde saltando sobre los dos neumáticos viejos que tiene Siam en el jardín. La canguro sale de su casa: “si sobran sambusas de la tienda, se los llevo luego para merendar”, me tranquiliza. “O shiro wot*”, me río, y se ríe ella también, porque le digo a menudo que en Etiopía siempre es hora de comer comida de mediodía, con esas meriendas de legumbres e injeeras, que al bollicao si lo conocieran le meterían doro wot*. Cuando duerme fuera de casa, la Nena desayuna arroz con berberé. O patatas cocidas.

Otros dos niños se unen a la Nena y su amigo. Se paran los cuatro y observan algo en el suelo. Algún bicho, supongo. Babila lo pisa con decisión y siguen todos su camino. Saludan al señor A. que repara bicicletas. Se levanta y le da un beso a la Nena. Me saluda desde lejos. La semana pasada se le escapó la vaca mientras la Nena se montaba en el carro para ir al cole. El señor A., medio dormido, le tiró una piedra a la vaca, que, de rebote, fue a darle a la Nena. Sólo fue un raspón en la mejilla, pero el señor se deshace en disculpas cada vez que ve a la Nena. Influye también el hecho de que quiso reparar el daño dando leche gratis a la Nena, y la Nena lo rechazó diciendo que a ella la leche no le gusta. A mí sí me gusta, pero como la pedrada se la llevó ella, pues nos hemos quedado sin leche. Y el señor A. sin reparación y con remordimiento de conciencia, porque yo mandé a su hija a estudiar magisterio infantil, y él a cambio le ha tirado una pedrada a la mía. Somos la risa del barrio.

Entro en la tienda, compro papel de váter. Me sale un birr y medio más al rollo que en el mayorista, pero los hijos de la tienda son amigos de la Nena, y la verdad que si tuviera que pagar todos los chupachups que le dan, me saldría más caro. Así, lo que me saldrá caro será el dentista, pero como me lo regalan en España, pues me da más igual.

Vuelvo a casa a esperar que se haga la hora de ir a por la Nena. Aprovecho para dedicarme a mi gran pasión: las labores del hogar, mientras pienso en la Nena que participa en ese barrio, en ese mundo, en esa vida etíope de una manera que –creo- es un tesoro para ella. Y entre sábana y sábana doblada, me repito que, aunque perle de cagadas nuestra vida en común, esos recuerdos, ese barrio, esa gente… por la parte que me toca… eso lo he hecho bien. Vivir en su mundo, aunque sea un mundo que muchas veces me desconcierta, aunque sea un mundo que nunca será completamente el mío… vivir en ese mundo ha sido (y es, hasta que deje de serlo), la opción correcta.

Dos horas más tarde la encuentro metida en la acequia vacía que bordea la calle, intentando sacar un cabritillo que se ha quedado atascado dentro sin llevarse un topetazo, junto a los otros pequeños del barrio, cubierta de polvo, bajo la atenta mirada de la señora de la tienda. La acequia, las cosas como son, huele a pipí.

_ ¡¡¡Mamayé!!! ¿Nos sacas la cabra? El hermano de Siam ha dicho que nos la regala si conseguimos sacarla. Así la matamos y nos la comeremos.

Para desayunar, supongo.

 

. *Shiro wot: Wot, en general, es la salsa que acompaña la injeera. Shiro wot es la que se hace con shiro, un polvillo a base de garbanzos molidos y especias varias
. *Doro wot: Pues otra salsa para la injeera, pero con pollo (doro). Es una de las comidas de la fiesta.

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Sep 17

DE PASO

Hace ya un par de meses, un día apareció en nuestro jardín una pareja de mochileros franceses. Llevaban dos años recorriendo el mundo en autoestop. Nos pidieron alojamiento. Se quedaron tres días con nosotros. Eran súper simpáticos y compartieron algunas anécdotas de su viaje muy interesantes. Sobre todo, no fueron pesados para nada, que es siempre un riesgo de los viajeros. Me pidieron colaborar en nuestro fondo común de gastos de casa. Obviamente, les dije que si un día una Nena etíope se plantaba en su casa en autoestop, que por favor le dieran alojamiento, y que con eso nos dábamos por pagados. Con eso y con compartir ese momento de su sueño viajero. Explicaron que dejarán de viajar cuándo entiendan por qué se fueron de viaje.

Algunos días más tarde, vinieron a visitarnos tres madres de niños muertos. Me explico: son tres señoras italianas que han perdido hijos. Una de ellas, con ayuda de un grupo de familias todas con lutos en sus vidas, empezó una ONG haciendo pozos en memoria de su hijo fallecido. Lleva trece pozos.

Yo ya había oído hablar de ellas, y lo de los pozos en honor a los niños muertos me había dado siempre bastante yuyu. Personalmente me produce un rechazo casi visceral la típica placa conmemorativa del donador muerto. A mí me aterraría ver mi nombre -no digamos ya mi foto, y no digamos ya mi foto peinada en los años noventa-, en nada que tenga que permanecer. Pero esa soy yo. No quiere decir que todo el mundo piense/sienta así.

Las madres de los niños muertos tuvieron a bien compartir toda una tarde conmigo. Les enseñé el proyecto donde trabajo y nos tomamos un café. Tuvieron la generosidad de compartir sus historias conmigo, y allí entendí cómo esos pozos y esas escuelas que financian, les ayudan a vivir con ese Dolor. Una de ellas, ya mayor, con un hijo fallecido a los treinta años y viuda, había decidido apuntarse al suicidio asistido. Le parecía que, habiendo trabajado y enterrado todo lo que tenía que trabajar y enterrar, mejor estaría Allá Arriba con sus seres queridos. El apoyo del resto del grupo de familias en luto, y la posibilidad de que la memoria de su hijo viviera en un aula de informática para niños de la calle (lleva ya dos financiadas la señora), le dieron nuevas fuerzas. Y nueva vida. Las tres señoras con las que compartí aquella tarde me parecieron extraordinariamente vitales, y si bien sus vidas giraban en torno a ese luto que las marcaba y definía, no era esa idea ningún nubarrón, sino más bien un vapor, un perfume, que las envolvía en su hablar alegre, ininterrumpido y generoso.

Una vez vivimos tres meses con una chica que era súper fan de Hombres, Mujeres y Viceversa. Era también fan de una variante de la música electrónica que se llama bumping. Lo juro que un día estando ella en su habitación escuchando música cuando llegué a casa, lo primero que pensé al escuchar el estruendo fue “mierda, la lavadora a tomar por saco”. Obviamente, era el bumping a todo trapo.

S., tan opuesta a mí, tan adulta en muchas cosas y tan adolescente en otras, nos enseñó muchísimas cosas que no sabíamos. La mayoría buenas. Trabajó sin descanso con nuestros peques, que todavía añoran aquellas tardes en las que bailaban Walaytiña sin descanso a todo tren (además del bumping, le fascinaban los bailes del Walayta). La Nena todavía recuerda hoy con gran cariño su vestuario basado en el flúor y el animal print. Y su pelazo. Y sus permanentes ganas de hacer cosas. Y lo bien que bailaba hip hop.

La instalación eléctrica del proyecto nos la cambió el año pasado un chico que es igual que Peter Queen de Homeland. Físicamente parecido y mismo trabajo. Cualquiera que sea ese trabajo. Me pasé un mes rezando para que nada explotara en ningún sitio, no porque me preocupe la paz mundial (que sí que me preocupa, pero así en la cotidianeidad, pues no me ronda tanto la cabeza), sino porque si a algún chico/a del radicalismo se le iba la cabeza, yo me veía con los cables al aire por siempre jamás. Tuvimos suerte y el terrorismo internacional le permitió a nuestro voluntario acabar la instalación. Desde entonces tenemos horno eléctrico de pan.

En otra ocasión, durante quince días, tuvimos como voluntario a un socorrista. Era guapo como un príncipe Disney. Juro que cuando se movía parecían caerle chispillas de aquel pelo que, incluso en nuestra Zway petada de cal en el agua, le caía sedosamente sobre la frente perfecta. Por las noches, para estar en casa, se ponía la camiseta, la pantaloneta y las chanclas de socorrista de piscina. Se notaba que el tema del socorrismo lo llevaba con orgullo. En invierno, trabajaba en una fábrica de chocolate, haciendo monas de Pascua. Nos pintó la clase para enseñar inglés, que luego reconvertimos en vivienda de emergencia.

El verano pasado, uno de los voluntarios era un estudiante de Filosofía. Raro, raro. Le parecimos, en general, bastante superficiales. Pintó varias clases de la escuela de los curas. Se pasaba el día pensando, y le buscaba no tres, sino quinientos pies al gato. Sigue con sus estudios de Filosofía, en lo que averigua si el gato existe o no, y si lo devorará o no. Además, participó en actividades de tiempo libre con niños del campo.

En nuestro top tres de personas raras tenemos a una señora, catedrática de universidad, viuda y jubilada, a la que su marido le dejó un dinerito que ella se dedica a distribuir entre distintos proyectos. Estuvo quince días con nosotros, dejándonos una retahíla de anécdotas para los restos (era poeta, y tenía un novio por Whatsapp al que llamaba “El Guerrero”). La que a mí más me puso de los nervios es el día en el que se presentó en el proyecto con una niña de unos ocho años:

_ Tenemos que escolarizarla. Me la he encontrado por la calle.

Entiéndase que de casa al proyecto hay unos doscientos metros. Obviamente, la niña ya estaba escolarizada (cursaba segundo de Primaria). No estaba en la calle. Estaba jugando a la puerta de su casa, porque la mayoría de las escuelas sólo tienen horarios de media jornada. Desde un punto de vista incluso legal, la frenji no la estaba ayudando. La estaba secuestrando. Le ordenamos devolver la niña donde se la había encontrado.

Las Navidades pasadas nos visitó un jardinero que daba clases de jardinería en un hogar de jubilados, y que además en sus ratos libres era tenor lírico. Superadas las primeras diferencias estéticas (a él le gustaban las flores, a mí también, pero me gustan más las flores que se pueden comer), nos construyó un jardín que es un primor. Además, nos cantó dos arias para la inauguración de la guardería de los peques. Momento para la posteridad.

A lo largo de los años, he vivido/trabajado con –calculo-, más de doscientas personas. De varios rincones del planeta. La casa donde vivimos (y también la casa en la que vivíamos antes) son casas de voluntarios. A días, lo confieso sin problemas, me tienen hasta el moño. Pero la mayor parte del tiempo considero que uno de los grandes regalos que me da esta vida loca es la cantidad de gente que he conocido: no sólo los amigos añadidos a mi vida, sino también aquellos que, a veces durante un verano, a veces dos días, me regalaron su tiempo y sus historias. Y tengo que decir que, más allá de las anécdotas, el panorama que se dibuja en nuestra casa abierta de esta humanidad que nos circunda es muy caótico, pero siempre interesante y esperanzador.

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Abr 10

SORORIDAD

A la señora D. nos la trajo uno de los seveñás. Dormía en la calle de al lado de la misión, acurrucada en una esquina. Como es grandona, no conseguía esconderse lo bastante, y a veces los borrachos la intentaban molestar, por decirlo finamente. La señora D. gritaba y los seveñás de la misión acudían y espantaban a los borrachos. Y así, durante una semana. Como obviamente la situación carecía alarmantemente de sostenibilidad, los guardianes nos pidieron nuestra colaboración para reintegrar a la señora D. en la sociedad.

Las primeras semanas fueron de muchas risas. La señora D. aparecía mentalmente perjudicá, hablando científicamente. Repelía de manera patológica el contacto humano. Teníamos que hablarle a una distancia de unos cinco metros. Si nos acercábamos, se alejaba. Bailábamos por todo el recinto, nosotros dando chillos y ella farfullando cosas que nunca llegábamos a entender.

Le preguntamos que por qué estaba durmiendo en la calle. Nos respondió que porque le daba la santa gana. Le ofrecimos una caseta de lámina en el recinto del cementerio católico que forma parte de la misión. Es un sitio tranquilo, sin nadie que te moleste. No hay muchas tumbas, y sinceramente a la señora parecían molestarle más los vivos que los muertos. Como siempre hay guardián, estaría vigilada. Y hay baño. No quiso entrar en la caseta porque, afirmó, “se me caerá encima”, y durmió bajo el techo de una pequeña capilla que hay en el cementerio. Cuando le enseñamos su nuevo hogar (esto es, el cementerio), estaba la guardiana (seveñá) del cementerio: la señora K., una ex beneficiaria que tiene unos cincuenta años pero que aparenta 133 por lo menos, y que, a su salida del proyecto, fue contratada por la misión como la primera mujer seveñá, hace ya un porrón de años. Tiene un hijo bastante parasitario de veinticinco años y vive en una pequeña habitación dentro de nuestro proyecto. Fue a la señora K. a  la que se le ocurrió que, si le daba miedo dormir indoors, podía dormir debajo del techo de la capilla. “Yo la dejaré arreglada todos los días antes de irme. No os preocupéis. Y le diré al seveñá de por la noche que esté atento por si necesita algo”, nos dijo.

Dos días más tarde fuimos a visitarla después del trabajo. Ambas dos estaban lavando la ropa de D. D. lavaba y la señora K., a distancia, le daba instrucciones: “escurre bien, tiende extendido que queda mejor”. Aparentemente, D. seguía las indicaciones.

Una semana más tarde D. pidió comprarse un hornillo. Quería cocinar. Le ayudaba la señora K. Fuimos a ver cómo iba el proceso de reinserción en la sociedad. Las dos inclinadas encima del hornillo. Juntas. Con la señora K. que le explicaba todo pausadamente y D. que asentía. Hizo un pan tradicional. Lo comimos todas juntas. Su primer pan. Se comió su pedazo a sólo un metro de nosotras. Todo un logro

La señora K. es católica y así, con gran horror de la parroquia, que son bastante intolerantes, comenzó a llevarse a D., que parece venir de un entorno musulmán, a misa. Se ponían en el último banco. La señora K. de blanco riguroso, delgada y chiquinina, con la cabeza bien alta; y D., grandona y descoordinada, envuelta en los coloridos trapos que suele vestir sin orden ni concierto, siempre cabizbaja y con la inexpresiva mirada aparentemente perdida. La señora K. seguía indicándole: “levántate, santíguate, aplaude”. Y D. se levantaba, se santiguaba, aplaudía.

Cuando D. nos informó de que pensaba que sí que le apetecía dormir bajo techo, le buscamos una casa (habitación) y se la equipamos. Tuvo que ir también la señora K. a enseñarle cómo vivir en ella. Los primeros dos días no había tocado nada. Ni siquiera se había tapado con la manta: “Kaktus lo puso todo ordenado. No quiero desordenarlo”. La señora K. le enseñó que podía desordenarlo y volver a ordenarlo de nuevo.

Un día no aparecieron a misa. El lunes le pregunté a la señora K: “Ayer saltasteis la misa, ¿eh?”. “Sí”, me respondió, “nos fuimos de picnic al lago”. Decir que se me quedó la boca abierta es poco. “D. me dijo que quería ir a comer al lago, como la gente bien, y nos fuimos con la tartera a sentarnos debajo de un árbol”, explicó. “Lo pasamos muy bien”, concluyó.

Y así ha pasado un año. D. trabaja en nuestros telares. Nunca habla con nadie por iniciativa propia, pero responde cuando le preguntas algo. Ya no está tan atenta de apartarse si alguien se acerca, aunque todavía lo hace de vez en cuando. Está medicada y va cada tres meses, junto a la señora K., a visita con el psiquiatra. Se van en autobús, duermen en un hotel, y vuelven al día siguiente.

Las dos son inseparables. Los domingos se toman juntas el café y van a misa. D. no habla, pero asiente cuando la señora K. lo hace. La señora K. se apunta a un bombardeo, y D. va con ella a todo.

El pasado domingo corrimos una carrera que organizó (fatalmente, pero bueno) la oficina local de Asuntos del Niño y la Mujer para celebrar el Día de la Mujer. La señora K. y D. quisieron participar.  Verlas entrar corriendo de la mano en la línea de meta es una de esas imágenes que Etiopía me regala de vez en cuando y que atesoro en mi corazón. Creo que uno de los sentidos de esa palabra que últimamente suena tanto, “sororidad”, es ése: dos señoras, las dos solas; una joven, la otra no. Una loca, la otra menos. Una necesitada de cariño, la otra también. Caminando juntas. Ayudándose. Asumiendo como propio el dolor ajeno. Acompañándose. Luchando. Y soñando.

D. nos pidió si podía regalarle a la señora K. uno de los fulares que hace en su telar. La señora K. se emocionó hasta el infinito. Esta semana las vimos que cuchicheaban por los rincones. Se les ha ocurrido cultivar café. Nada serio. Sólo algunas plantas que nos sirvan para el proyecto. Lo tienen todo estudiado. Las dos. Este sábado compraremos las plantas.

Será el café más feliz del mundo. Si hay gallinas felices y vacas felices, digo yo que habrá café feliz también, ¿no? Pues el nuestro lo será de verdad.

 

 

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Abr 07

MI GURÚ

Además de la masajista, hay otra persona que me da consejos vitales. El conductor del gari* que nos lleva a la Nena y a mí al cole. Nos lleva a las dos, junto a otros diez niños, y luego me espera para llevarme a trabajar. Hay días en que volvemos placenteramente en silencio, otros en los que se levanta de mal humor y va amenazando con el látigo a todo bicho viviente, y otros en los que conversamos animadamente sobre los más variados temas: que si la responsabilidad de conducir (yo conduzco coche, él conduce el gari, pero en ambos casos es un web de responsabilidad, que el hombre carga con once niños de guardería), que si el frío en Europa, que si el calor en su Guraghe natal…

El año pasado íbamos en motocarro, también con otros diez niños, conducido por un macarra. Por tres macarras, porque a lo largo del año se intercambiaban el motocarro con bastante alegría, y nunca sabíamos quién nos vendría a buscar. Ni si nos vendrían a buscar.

El señor B. en eso es muy serio: pasa siempre puntual y sólo te espera exactamente un minuto. Si no, se le pasaría la hora y los críos llegarían tarde, y diez no pueden llegar tarde por uno, explica. El señor B. además tiene el mérito de ser de los pocos conductores de gari que no me ha pedido en matrimonio. El año pasado hubo uno que, en menos de cinco minutos, me elencó la lista de sus posesiones intentando convencerme: “en mi casa no te faltaría de nada: tengo maíz, tengo cebollas, tengo ajos, tengo tomates, tengo un grifo, tengo dos caballos, tengo letrina…” Estuve a punto de decirle que sí: “Si tienes ajos, me caso contigo”. No sé por qué nombró los ajos. El caso es que tenía como veinte años menos que yo. Y así perdí la oportunidad de vivir rodeada de tomates, cebollas y maíz.

El señor B. nunca ha mostrado ningún interés personal en mi humilde persona. Creo que verdaderamente la que le mola es la canguro de la Nena, que es más de su edad. Tienen bastante en común. Ambos les tienen tirri a los oromos. Cuando hay riadas: culpa de los oromos. Cuando no llueve: culpa de los oromos. Cuando sube el pan: culpa de los oromos.

“No te fíes de los oromos”, me dice. “Un guraghe, si te tienes que casar con un etíope, que sea guraghe”, me aconseja. “Pero los oromos dan vacas a la familia de la novia”, argumenté. “¿A tu edad? Las vacas las tendrías que dar tú´”. Como se ve, no tiene pelos en la lengua. “A ti te gusta contestar, y las mujeres de los oromos no pueden contestar. No te adaptarías”, remata. Pues nada. No me casaré con un oromo. Chispún. Adiós a mi flamante marido Gemechu, por ejemplo. Yo ya me veía a caballo entre las acacias. Los oromos de otra cosa no, pero de caballos suelen ser bastante entendidos. Es verdad que también suelen entender bastante, como me informaba el señor B., de darle la del pulpo a su mujer/es con periodicidad regular.

El señor B. opina que mis Señoras Vulnerables me toman el pelo. Que en la vida hay que currar para ganarse el pan. Y punto. Ni ayudas ni asistencias. Yo le digo que “currar para ganarse el pan” con siete niños pegados al piyama es más complicado que hacerlo solo. Que pasarte media vida embarazada y no haber ido ni medio día a la escuela pueden ser obstáculos importantes para “currar para ganarse el pan”. Él se apoya en su propia persona, porque tiene las piernas deformadas, no sé si por la polio. “¿Me ves a mí? ¿Con estas piernas? Nadie pensó que llegaría a caminar. Y lo hice. Camino y conduzco el gari. Y un día me compraré un Bajaj para conducirlo también. Si uno trabaja, todo es posible”, concluye siempre. Yo creo que debería dedicarse al “life coaching”. O escribir, como un Paolo Coelogurague. O a enseñar. Creo que sería un buen maestro. Él me dice que le gustan los caballos más que algunas personas. Y que hay días que no soporta a los niños. “¿A la mía tampoco?”, le pregunto. “Sólo a días”, me responde.

 

* Gari: la palabra en sí aplica a carro o carretilla. En este caso, un carro de caballo que nos sirve de transporte escolar, donde nos amontonamos cada mañana para ir y volver del cole de la Nena. Calesa, lo llamo yo.

* Piyama: es una túnica bastante colorida que llevan las señoras por aquí cuando hace calor, para estar por casa y, sobre todo, cuando están embarazadas.

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Abr 04

EL GURAGHE

El viernes pasado me fui con una compañera de trabajo y una Señora Vulnerable al mercado de Butajira, una ciudad a cincuenta kilómetros de Zway. Íbamos a comprar juncos para unas cestas nuevas que queremos hacer con la señora T. La señora T. asegura que ella sabe hacerlas y, como ella es de Butajira, pues allí nos encaminamos un viernes por la mañana a comprar los juncos.

Volví, así lo digo, conmocionada. Lo más relevante que ustedes deben saber es que Butajira no es Oromia, sino que es ya la zona Guraghe. La mayoría de la gente que había en su mercado era Guraghe. Los guraghe tienen fama de buenos comerciantes. La canguro de la Nena es guraghe, y yo siempre había pensado “pues chica, como los catalanes”, identificando el estereotipo con una cierta mentalidad para los negocios, facilidad para sacar cuentas y carácter decidido, al menos en lo empresarial. Pues no. O no sólo.

Lo que más me impresionó aquella mañana fue la transformación de la señora T. que nos acompañaba. Ni los lagartos de V. De la señora anodina, que nunca levanta la voz y jamás tiene una opinión que ha aparentado ser en los tres meses que lleva en el proyecto, se transformó en alguien cuya seguridad no tenía nada que envidiar a la de Alicia Florrick en un tribunal. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Y lo hacía.

Le pedí que me ayudara a comprarme una calabaza para uso personal. Por supuesto. Con ademán seguro palpó las calabazas, rascando la corteza con la uña, encontró una que le gustó: “esta es. ¿Cuánto cuesta?”, le preguntó a la vendedora, una señora matusalénica que también cobró nueva vida al escuchar la pregunta.

“Treinta birr”, repuso. Al cambio, 1 euro y 10 céntimos. Una calabaza bastante hermosa. Criar calabazas en esta tierra árida no es exactamente fácil. Yo ya iba a coger la calabaza. T. me dio un golpe en la mano, más fuerte de lo que la educación sugeriría, coño, que soy Project Coordinator,: “Ni hablar. No la cojas. Nos vamos”, y seguimos al siguiente puesto de calabazas. Al final, después de media hora de rular de puesto en puesto y de discutir sobre cada una de las calabazas, me harté y compré una por 25 birr. Bien hermosota. “Buena”, me dijo la compañera de trabajo que estaba con nosotras. “No”, dijo T., “ha pagado demasiado”. “Tonta”, completó. “No vuelvas a hacerlo. Hazme caso”, remató con un tono de profundo reproche.

Y así con todo. Nos pasamos otra media hora contratando la compra de los juncos. El volumen de juncos que cogimos me llenó la mitad del Skoda que es mi coche: todo el maletero y el asiento del pasajero de detrás echado para adelante. Visto el volumen, entendí que la señora T, regateara. Algunas cosas las entendía, porque las hablaban en amárico, y otras no, porque se cambiaban al Guraghe. En el regateo, ambas dos, compradora y vendedora ponían el alma: “¿En serio? ¿A mí, que soy madre, a mí me pides ese dinero? “, y se señalaba la niña que llevaba a la espalda, “no tienes corazón”.

La vendedora tampoco se quedaba corta: “¿y tú, qué quieres, qué te haga mejor precio por venir con la frenji? ¡Me la sopla la frenji!” A veces se reían y a veces parecían a punto de lanzarse encima de la otra. Yo las observaba súper entretenida y un poco ya cansada. Hacía calor.

Al final, aparentemente, llegaron a un acuerdo. Nuestra compañera de curro, que no es Guraghe, preguntó, “bueno, ¿cuánto pagamos al final?”. 104 birr. Menos de cinco euros. Por un maletero generoso lleno de juncos. Yo porque era la primera vez que asistía al espectáculo, pero todavía hoy me pregunto por qué nuestra señora no pagó seis euros en siete minutos y se fue tan fresca. No era su dinero. No hubiéramos puesto pegas. Sigue siendo una miseria.

Mi conclusión es que lo lleva en la sangre. Es más fuerte que ella, y que toda la gente congregada en el mercado de Butajira. Hubo dos niñas de unos cuatro años que nos ayudaron a llevar los juncos al coche. Les dí un birr a cada una. Al minuto, aparecieron con un mango cada una. “Mira qué nos hemos comprado con el birr que nos has dado”, me dijeron orgullosas. “Un mango”. “Pues vale”, pensé.

Luego caí en que un kilo de mangos cuesta, al menos, quince birr. En un kilo de mangos suelen salir entre cinco y seis mangos. Los que aquellas criaturas llevaban en las manos eran hermosos y para nada estaban estropeados. Cómo coño habían conseguido que alguien les vendiera a un birr el mango aquellos mangos estupendos… ni idea. Cuatro años, tú. Y ya con el Guraghe en las venas.

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Abr 02

STATEMENT

El domingo después de misa fuimos a ver a Z., que había parido durante la noche. La historia de siempre sin grandes varaciones: Z. es lo que popularmente podría llamarse (con razón) una “cabeza de chorlito”, expresión caída en deshuso en la piel de toro, me temo. En mi tierra decimos destalentada. ¿Atolondrada? ¿Irreflexiva? ¿Por qué sólo me sale vocabulario de Mujercitas?

Volviendo a Z.,  con catorce años decidió, en una semana, que ya era adulta. Dejó el cole. Dejó también el proyecto. Rechazó todos los intentos de formaciones alternativas. Y empezó a ir cada vez menos por su casa.

Dos años después, of course, se encontró embarazada, rechazada por el padre de la criatura y su familia, y de vuelta al agujerillo donde viven su madre y sus siete hermanos. Obviamente, pasó a comentarnos que en los dos años que han pasado a lo mejor sí que le apetece volver al proyecto. Sólo que ya no estará en el grupo de las Adolescentes Gueter, si no en el de las Señoras Vulnerables. No es la primera que se cambia de grupo. No albergo grandes esperanzas sobre su vuelta al proyecto, pero creo que, al menos, le da un año de aire para respirar y espero que el contacto cotidiano con otras madres que han estado o están en su misma situación le ayude a ser madre.

Así las cosas, el domingo fui a verla al hospital. Como ya he comentado alguna vez, tengo el convencimiento que todos los niños tienen derecho a ser recibidos con alegría en este mundo. Tendrían que verme cuando voy a estas visitas. Desprendo azúcar por los cuatro costados. Yo creo que pestañeo y me cae purpurina, de lo contenta que se me ve. Como si me hubiera lavado el pelo con un champú bueno. O como si me hubieran medicado de más.

¿Una nena? ¡Enhorabuena!. ¿Cuatro kilos? ¡Campeona! Qué genial. Qué mona. Qué todo. Ahora a cuidarse, guapa, y a cuidar a la princesa. Así se lo digo. Princesa. Y Reina. La Reina de la Oromia nos ha nacido hoy.

Te he traído unos vestidillos estupendos, ya verás. Para tí también. Y jabón para lavaros. Del bueno, cari. Del de bebés. Y un paquete de pañales, para estos primeros días. Te estamos cosiendo los de tela, no te preocupes. Qué mona. Se parece a ti. Cómo se agarra al pecho. A criarla con salud, que Dios te la críe… ahora a casa a descansar. Iré pasando. Hablaremos. No te preocupes de nada, sólo de ella. Abuela…¡a preparar el ganfo! A mí no me convence mucho, pero, siendo el ganfo para Z., vendré a probarlo.

Digo todo esto casi sin interrupción. No dejo que nadie intervenga. Ni la mirada aterrorizada de Z., ni el gesto resignado de la abuela primeriza que tiene mi edad. Niña preciosa. Mundo precioso. Hoy no pienso nada más. Mañana… Dios dirá. Al final, les arranco hasta una sonrisa, ayudada por el resto de presentes en la sala (hospital público, diez camas, cinco ocupadas por parturientas, tres de ellas decididamente demasiado jóvenes para estar allí) que jamás han oído hablar amárico a una extranjera y, superada la sorpresa inicial, les hace una gracia infinita el parloteo irreal que sale de mi boca.

Por la tarde, en el cine, están también los hermanos de Z., los nuevos tíos y tías. Cuando están ya todos sentados, les digo que esa mañana he ido a conocer a la niña más bonita del mundo. ¿Y de quién es la sobrina? ¡Nuestra!, responden delante de todos. Una nena preciosa que tenéis que criar entre todos, ¿verdad? Los tíos y tías presentes tienen entre diez y cinco años y asienten con esos cinco minutos de responsabilidad que sienten hoy y de la que, lógicamente, mañana se habrán olvidado.

Como es nena, hoy vamos a ver una película sobre una chica. Una chica muy valiente y muy fuerte. Como lo será vuestra sobrina, si vosotros le enseñáis, ¿verdad que sí?

Vimos Brave.

Les encantó.

A veces hago statements, que dicen en inglés. Sé que nadie me entiende. Me da igual. Yo, a lo mío. Y a lo de ellas.

 

Ganfo:es una pasta bastante contundente hecha de cereales, especias y acompañada con mantequilla derretida y picante que se prepara para que las parturientas recuperen fuerzas. Acude a comerla todo el barrio y es el primer acontecimiento social de la nueva criatura.

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Mar 29

LA MASAJISTA

Como ya mencioné, antes de Navidad me quedé “enganchá” con la espalda. Ya entonces fui una tarde a la masajista. Como luego ya fui a España, pues allí fui a un fisio estupendo que me dejó nueva.

Hasta que, cuando volví, me decidí a pintar el baño. Pues fina soy yo con mis labores del hogar. Después de una mañana de pintora de brocha gorda, no podía mover ni las pestañas. Y así, volví a la masajista que, como ya comenté, entra decididamente en el tomo de la Encarta dedicado a “culturas ancestrales”.

Es, obviamente, una curandera. Como marca el tópico, su trabajo de curandera lo ha aprendido en el profundo gueter, aunque, también siguiendo el tópico “no es algo que se aprende. O se tiene el don o no se tiene”.

A mí me prepara un plastiquillo en mitad de su patio de árboles de falso banano, echa a las ovejas que pululan alrededor, manda a sus hijos a vigilar que no venga nadie, y me da un masaje bastante profesional de una media hora. La loción para el masaje la llevo yo, pero, si quiero, luego me da un café. Además, mientras me masajea me da lecciones de vida: “con lo que me has pagado, hubieras contratado a alguien que te pintara el baño”, sentenció el tercer día. “Nadie hubiera dejado el baño como a mí me gusta”, le espeté. “Es un baño. No es el salón. Sólo sirve para hacer pipí”, afirmó categóricamente. Como digo, una sabia de las de verdad. Me recomienda una y otra vez que me relaje, que no trabaje tanto. Y luego me da un café. Creo que es para tensionarme y que vuelva.

Dicen que es la única que hay en la ciudad. Ella añade que es también la única para todos los pueblos aledaños, y me cuenta que la llaman hasta de Bulbulá, a veinte kilómetros de aquí. Mientras me cuenta todas estas cosas, yo miro al muro que delimita la “consulta”, construido con maderas viejas, hojas secas de distintos árboles y con los objetos más variopintos incrustados entre todo el follón: una rueda de máquina de coser antigua, un uso para hilar algodón, un par de sillas rotas de alguna asociación funeraria… Cada día encuentro algo nuevo.

Como en los mejores cuadros costumbristas, no tiene precio estándar, sino “la voluntad”. Tengo que decir que la sensación de estar con el culete al aire en una casa abesha mientras la señora le grita a su hija –que no ha heredado el don, por cierto- que saque la injeera del fuego (es súper multitasking) no tiene precio. ¿Lo mejor? Al final del tratamiento, te echa un escupitajo en la zona afectada para bendecirte y transmitirte su sabiduría que te deja muerta. De la risa, en mi caso.

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Mar 27

HISTORIA DE A Y B

La historia de hoy comienza con dos gemelos, que llamaremos A. y B. Iguales en todo, menos en su sangre: uno seropositivo y el otro no. A la muerte de sus padres, el gemelo A. (seropositivo) fue ingresado en el centro residencial para huérfanos seropositivos donde trabajaba la Doctora. Su gemelo, B., negativo, después de un año junto a A., fue dado en adopción a una familia europea. Tenían cuatro años.

Los años pasaron y, cuando los niños tenían como ocho años, la familia europea y B. vinieron a ver a A. Pasaron dos semanas en el centro. Los hermanos jugaban cada día juntos. Aparentemente, todo iba bien.

Y llegó el final de las vacaciones. El mismo día que B. se fue, A. destrozó una habitación entera. Como digo, tenía ocho años. Lo que pareció un episodio de “escape” debido a la tensión emocional, se fue repitiendo cada vez con más frecuencia.

Por su parte, su gemelo europeo, empezó también a mostrar problemas de conducta, comenzando a rechazar a su familia adoptiva.

A lo largo de los siguientes años, el gemelo A. fue rulando de centro en centro. Unas veces se escapaba y otras veces lo expulsaban por problemas que iban desde los robos hasta los abusos (sexuales también), pero no sólo a otros menores de los distintos centros.

B., en Europa, fue distanciándose más y más de su familia adoptiva, que intentó recrear un vínculo entre los hermanos a través de una persona que trabajaba en uno de los centros donde estaba A. No era fácil, porque B. había olvidado el amárico y no podía hablar directamente con su hermano, por lo que, tras algunos tentativos, dejaron de hablar.

De centro en centro y tiro porque me toca, A. dejó de tomar los antirretrovirales y pasó a vivir en la calle cuando tenía quince años. La familia adoptiva de B. se lo dijo, y este desapareció de su casa durante siete días.

A. falleció en el patio de un hospital de Addis Abeba cuando tenía dieciséis años. Llevaba tres días tirado. El día de su funeral, la familia de B. llamó para decir que el día anterior B. había vuelto a desaparecer de casa. Que, cuando lo encontraran, habían decidido tirar la toalla y dar su tutela a los servicios sociales. No sabían que A. había fallecido. No sé si llegaron a decírselo.

Tampoco sé si, cuando descubrieron que su hijo tenía un gemelo, no quisieron adoptarlo o no pudieron (hay países que no permiten o no permitían la adopción de niños seropositivos). B. fue dado en adopción en un período en el que todos pensaban que lo mejor era encontrar familias para los niños huérfanos, aunque fuera a costa de separar hermanos. Sólo una vez conocí a A.: él también pasó un período en uno de los centros donde estuvo mi Nena. Me pareció un chaval normal y corriente. Seguí sus andanzas a través de amigos míos que intentaron salvarlo una y mil veces, empezando por la Doctora, cuya consulta destrozó cuando sólo tenía ocho años.

Hay muchas cosas que no sé en esta historia. Pero hay días en que no puedo sacármela de la cabeza. Supongo que será porque plantea preguntas bastante terribles y porque la muerte es siempre la peor de las respuestas. Porque está llena de incógnitas: a lo mejor si nunca hubieran vuelto a encontrarse, ¿las cosas habrían sido diferentes? ¿Es más fácil vivir no sabiendo dónde está tu hermano o sabiendo que está mucho mejor/peor que tú sin ningún motivo aparente y sin que puedas hacer nada para remediarlo? Supongo que, si es un hermano menor, que has cuidado, te alegras de que esté bien (si está bien). Pero…. ¿qué pasa cuando es exactamente igual que tú?

Las respuestas sólo las tienen A. y B. Por desgracia, uno de ellos ya no puede hablar. Ni siquiera con el otro. De verdad, que hay días en que no hago más que pensar en ellos.

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