MADRES EN CUARESMA
En estos viernes de Cuaresma, por la tarde, con la Nena nos vamos al Via Crucis de la parroquia que tenemos en el mismo recinto (no todos podemos llevar a nuestros hijos a Eurodisney). Para los no versados en materia religiosa, decir que el Vía Crucis recuerda, a través de quince estaciones, el camino de Cristo hacia la Crucifixión y su Muerte. Obviamente, con la Nena no aguantamos ni hasta la Verónica (Sexta estación), pero nuestra presencia da un aire un poco más familiar al exiguo número de parroquianos que tenemos.
Desde hace ya tiempo, para mí la Pasión no es el misterio de la muerte de Cristo. Es el misterio de una Madre que pierde a su Hijo. Esa, me parece a mí, es la gran tragedia de la muerte de Jesús: su madre, que ve cómo matan a su Hijo y no puede hacer nada. Tienes que creértelo mucho para aceptar que tu Hijo está muriendo por algo tan abstracto como los pecados del mundo.
Aunque las agencias de cooperación al desarrollo seguramente no compartan mi visión, considero que el nivel de progreso de los pueblos debería medirse por la capacidad de las madres para mantener con vida a sus hijos. En Etiopía, como lo era en España hace algunas décadas, es normal perder a un hijo. Si tienes seis, sabes con meridiana certeza que alguno no sobrevivirá. Así el luto por los niños pequeños es bastante ligero: si tienen menos de cinco años, muchas veces ni siquiera los entierran en un cementerio: los envuelven en el netelá y se van al monte a enterrarlos. Por eso, durante los primeros cuarenta días de vida, ni siquiera tienen nombre. Por eso, cuando se tienen gemelos, se amamanta siempre primero al mismo, al que parece más fuerte, para asegurar que al menos, uno de los dos sobrevivirá.
En España, la muerte de un hijo, sencillamente, acaba también con la vida de la madre. Es El Horror. Lo peor que te puede pasar. Sin paliativos. Cuando tienes un hijo, lo sabes: si él o ella se muere, tú también lo harás. Puedes seguir viviendo, y seguramente lograrás que parezca que sigues viviendo. Pero no. Una parte de ti, esa gran parte de ti, morirá con él o ella. A mí, desde que llegó la Nena, me pasa que no soy capaz de ver películas o series donde muere un hijo. Ya me he quitado de Glee.
Me impresiona cómo la miseria redimensiona todo. Cómo puede volver aceptable un hecho tan terrible como es la muerte de un hijo. Cómo el ser humano, en ese instinto de supervivencia que es más fuerte que cualquier consideración cultural o religiosa, llega a aceptar que los hijos pueden morirse.
Yo sí aplico este indicador en mi trabajo: si incremento la capacidad de las madres para mantener con vida a sus hijos, me daré por satisfecha. “No perdí a ninguno de los que me diste”. Yo sí he perdido a alguno, y allí es el vacío absoluto, el fracaso sin paliativos. Porque todas las madres del mundo deberían poder mantener a sus hijos con vida. Y porque nosotros deberíamos, al menos, conseguir que todos vivieran.