El domingo me fui de funeral. El modo y los ritos con los que los etíopes acompañan la muerte requerirían una enciclopedia. Por ahora, baste decir que a la gente la entierran pocas horas después de morir, y que luego se pegan una semana de recepción en casa.
El funeral al que yo fui era de una señora tigriña (del Tigray), madre de una chica que, sin ser Santa Infancia, la queremos como si lo fuera. Y allí me enteré de una cosa muy curiosa: la gente juega en los funerales. Es decir, yo hasta ahora había visto a los hombres jugar a cartas. La cosa funciona así: de repente, alguien se pone a llorar, y la demás gente lo/la sigue con gritos alucinantes, hasta que uno de los ancianos presentes se levanta y les dice que ya vale. Entonces la gente se calla y vuelven a lo que estaban, fuera charlar, comer o jugar a cartas. Así, dicen, se aseguran de que aguantarán toda la semana, porque estar gritando siete días puede ser bastante destructivo. Ahí les doy la razón.
En los funerales de los tigriños, las señoras también juegan. En el que estuve yo, había una señora muy graciosa que lanzaba varias conchas pequeñitas encima de una panera de mimbre, y hacía como que leía el futuro y adivinaba cosas según la posición de las conchas. A mí me adivinó que procedía de un país extranjero. Qué lista, le dije. Luego siguió adivinando, y me dijo que yo ganaba mucho dinero. Y ahí las señoras que me conocían le dijeron que se había equivocado. Luego me dijo que me iba a casar, pero no me supo decir con quién (y mira que se lo pregunté). Y que a mi padre le caería bien mi marido, o sea que podría casarme por amor. Y me dijo que sería muy feliz. Aunque yo ya me considero una persona feliz, le agradecí la intención.
Con la chorrada, nos reímos un montón, porque yo quería que las conchas me contestaran a un montón de cosas, y la señora me decía que me estaba emocionando demasiado, que sólo era un juego, pero a pesar de todo se inventaba respuestas bastante molonas (me dijo que mis hijos serían abeshás, y que mi marido sería rico riquísimo). Hasta que alguien se echó a llorar, y la señora guardó las conchas y se puso a llorar también.
Así es este país: de la risa al llanto, del dolor a la vida, de la muerte al futuro. Todo junto, al mismo tiempo, unido, inextricable. Una Etiopía y millones de formas de vivirla, de sufrirla. De amarla.
La verdad es que tu padre es tan buena persona que le cae bien a todo el mundo. En esto acertó la buena señora.