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Archive for septiembre, 2017

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Sep 25

SU MUNDO

Sábado después de comer y se empeña la Nena en que quiere ir a jugar al barrio de la canguro. La acompaño de la mano y, llegando delante de casa de la canguro, corre a unirse al grupo que está jugando a la goma con una cinta vieja de videocasete. Está Babila –su “amor verdadero”, según ella, cuánto daño ha hecho Frozen – y la Nena, después de un rato, le pregunta si le apetece ir a ver a Siam, otra niña de su clase, que vive allí al lado. “Tú vete, mamá, y luego me vienes a buscar a casa de Siam”.

Se alejan por la calle polvorienta. Es día de mercado. Van por un lateral, pero siguen cerca de los carros y las vacas

_ ¡Babila!, le grito

No se vuelve, pero coge a la Nena de la mano. La Nena sí se vuelve:

_ No te preocupes, mamá. Te veo luego – y me lanza un beso al aire.

Las señoras del mercado que están esperando su carro para irse a casa no pierden comba y se quedan ojipláticas, porque la Nena me ha hablado en español. “Fíjate, cómo habla bien inglés la niña”, comentan, pero hacen cábalas durante un rato, porque la Nena me ha llamado “mamayé” (mi madre, entendido como un mote cariñoso), y se han dado cuenta de que quería decir “mamá”. Desde la tienda cercana, les aclaran, “es su niña. La está criando”.

Yo me quedo plantada en mitad de la calle, observando mientras la Nena y Babila enfilan el callejón en el que vive Siam. Pasarán la tarde saltando sobre los dos neumáticos viejos que tiene Siam en el jardín. La canguro sale de su casa: “si sobran sambusas de la tienda, se los llevo luego para merendar”, me tranquiliza. “O shiro wot*”, me río, y se ríe ella también, porque le digo a menudo que en Etiopía siempre es hora de comer comida de mediodía, con esas meriendas de legumbres e injeeras, que al bollicao si lo conocieran le meterían doro wot*. Cuando duerme fuera de casa, la Nena desayuna arroz con berberé. O patatas cocidas.

Otros dos niños se unen a la Nena y su amigo. Se paran los cuatro y observan algo en el suelo. Algún bicho, supongo. Babila lo pisa con decisión y siguen todos su camino. Saludan al señor A. que repara bicicletas. Se levanta y le da un beso a la Nena. Me saluda desde lejos. La semana pasada se le escapó la vaca mientras la Nena se montaba en el carro para ir al cole. El señor A., medio dormido, le tiró una piedra a la vaca, que, de rebote, fue a darle a la Nena. Sólo fue un raspón en la mejilla, pero el señor se deshace en disculpas cada vez que ve a la Nena. Influye también el hecho de que quiso reparar el daño dando leche gratis a la Nena, y la Nena lo rechazó diciendo que a ella la leche no le gusta. A mí sí me gusta, pero como la pedrada se la llevó ella, pues nos hemos quedado sin leche. Y el señor A. sin reparación y con remordimiento de conciencia, porque yo mandé a su hija a estudiar magisterio infantil, y él a cambio le ha tirado una pedrada a la mía. Somos la risa del barrio.

Entro en la tienda, compro papel de váter. Me sale un birr y medio más al rollo que en el mayorista, pero los hijos de la tienda son amigos de la Nena, y la verdad que si tuviera que pagar todos los chupachups que le dan, me saldría más caro. Así, lo que me saldrá caro será el dentista, pero como me lo regalan en España, pues me da más igual.

Vuelvo a casa a esperar que se haga la hora de ir a por la Nena. Aprovecho para dedicarme a mi gran pasión: las labores del hogar, mientras pienso en la Nena que participa en ese barrio, en ese mundo, en esa vida etíope de una manera que –creo- es un tesoro para ella. Y entre sábana y sábana doblada, me repito que, aunque perle de cagadas nuestra vida en común, esos recuerdos, ese barrio, esa gente… por la parte que me toca… eso lo he hecho bien. Vivir en su mundo, aunque sea un mundo que muchas veces me desconcierta, aunque sea un mundo que nunca será completamente el mío… vivir en ese mundo ha sido (y es, hasta que deje de serlo), la opción correcta.

Dos horas más tarde la encuentro metida en la acequia vacía que bordea la calle, intentando sacar un cabritillo que se ha quedado atascado dentro sin llevarse un topetazo, junto a los otros pequeños del barrio, cubierta de polvo, bajo la atenta mirada de la señora de la tienda. La acequia, las cosas como son, huele a pipí.

_ ¡¡¡Mamayé!!! ¿Nos sacas la cabra? El hermano de Siam ha dicho que nos la regala si conseguimos sacarla. Así la matamos y nos la comeremos.

Para desayunar, supongo.

 

. *Shiro wot: Wot, en general, es la salsa que acompaña la injeera. Shiro wot es la que se hace con shiro, un polvillo a base de garbanzos molidos y especias varias
. *Doro wot: Pues otra salsa para la injeera, pero con pollo (doro). Es una de las comidas de la fiesta.

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Sep 21

FALSOS PROFETAS

Hace cuatro años pasaba yo por el que todavía mantengo que ha sido el período más difícil de mi vida: el proceso burocrático de adopción. En aquel momento, a principios de Julio, no veía yo ni principio ni final ni nada de nada y, harta de todo y de todos, me fui a España de vacaciones.

Antes de irme hablé con G. Ella y su marido, F., estaban también en proceso de adopción en ese momento. Empezamos en distintos momentos –ellos un par de meses más tarde- pero al final el inquebrantable muro de la burocracia etíope había igualado nuestros procesos y nuestra situación, en aquel momento, de callejón sin salida.

_ Me voy de vacaciones, G.- le dije- estoy cansada, y creo, de verdad, que a lo mejor lo que no es, no tiene que ser. A lo mejor la puerta que no se abre es porque no tiene que abrirse

Ella no se paró ni dos minutos a escucharme. Cuando estaba en el aeropuerto esperando para irme a España, me llamó por teléfono: “Yo sé que nuestra hijas existen. Sé que están en Gondar. La semana que viene me voy a buscarlas. Te digo algo cuando las encuentre”.

Esta línea de actuación es súper típica de G. Es lo que Abba D. llama “Falsos profetas” que es un modo así como místico de llamar a los mentirosos simpaticones: gente que no te cuenta cómo son las cosas, sino cómo ellos creen que las cosas deberían ser. Y que creen tanto en sus propias mentiras (o sueños) que nunca cejan en su empeño de transformar la realidad para que se adecúe a esa fantasía mental que les mueve Y al final, lo logran.

Además, G. tiene un sentido de la escenografía y el drama bastante acusados. Así, tres semanas más tarde, me llegó un mail que decía: “estoy en Gondar, y estoy viendo a tu hija gatear. Es maravillosa.”, junto a una foto borrosa de un niño/a delgadito y peladito que dormía retorcido/a encima de una sábana de esas que fabrican en los complejos textiles del gobierno etíope. Su falsa profecía se había realizado, para pasmo de su marido F. y míos, que estábamos más en el equipo de los escépticos. Ella y F. son, obviamente, los padrinos de la Nena.

Los conocí hace trece años. Yo llevaba cuatro meses en Addis Abeba, y me informaron de que una pareja con un niño de un año y medio vendrían a vivir temporalmente conmigo, en lo que hacían el curso de amárico. Cuando llegaron a casa, lo primero que pensé es que aquel niño parecía un duende. Entonces no sabía que G. nunca ha asociado “maternidad” con “obligación de peinar a nadie”, y que sus cuatro hijos lucen con arte y alegría el look capilar que la almohada tiene a bien modelarles cada noche.

Trece años más tarde, por casualidades de la vida, no pude participar en el fiestón de despedida en Addis, en el que participaron artistas circenses callejeros, maestras super pagadas de la escuela italiana, la rarísima parroquia italiana, Misioneras de la Caridad y discapacitados varios. Sí fui a buscarles al aeropuerto cuando llegaron a Milán. Eran las seis de la mañana. Salieron cansados  y tristes, en el aeropuerto desierto, empujando dos carros con una torre de maletas cada uno. Y encima de cada torre, un saco blanco en el más puro estilo viajero abesha.

Nuestra vuelta a Etiopía después de las vacaciones ha sido un poco dura este año, porque G. y su familia ya no están. Se aferran, nos aferraremos un día también nosotras, a la convicción de que nuestra historia en Etiopía no conocerá final, sino sólo etapas intermedias que tendremos que pasar fuera de aquí. De que la tierra de nuestras hijas es también nuestra tierra. Al menos una de nuestras tierras.

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Sep 17

DE PASO

Hace ya un par de meses, un día apareció en nuestro jardín una pareja de mochileros franceses. Llevaban dos años recorriendo el mundo en autoestop. Nos pidieron alojamiento. Se quedaron tres días con nosotros. Eran súper simpáticos y compartieron algunas anécdotas de su viaje muy interesantes. Sobre todo, no fueron pesados para nada, que es siempre un riesgo de los viajeros. Me pidieron colaborar en nuestro fondo común de gastos de casa. Obviamente, les dije que si un día una Nena etíope se plantaba en su casa en autoestop, que por favor le dieran alojamiento, y que con eso nos dábamos por pagados. Con eso y con compartir ese momento de su sueño viajero. Explicaron que dejarán de viajar cuándo entiendan por qué se fueron de viaje.

Algunos días más tarde, vinieron a visitarnos tres madres de niños muertos. Me explico: son tres señoras italianas que han perdido hijos. Una de ellas, con ayuda de un grupo de familias todas con lutos en sus vidas, empezó una ONG haciendo pozos en memoria de su hijo fallecido. Lleva trece pozos.

Yo ya había oído hablar de ellas, y lo de los pozos en honor a los niños muertos me había dado siempre bastante yuyu. Personalmente me produce un rechazo casi visceral la típica placa conmemorativa del donador muerto. A mí me aterraría ver mi nombre -no digamos ya mi foto, y no digamos ya mi foto peinada en los años noventa-, en nada que tenga que permanecer. Pero esa soy yo. No quiere decir que todo el mundo piense/sienta así.

Las madres de los niños muertos tuvieron a bien compartir toda una tarde conmigo. Les enseñé el proyecto donde trabajo y nos tomamos un café. Tuvieron la generosidad de compartir sus historias conmigo, y allí entendí cómo esos pozos y esas escuelas que financian, les ayudan a vivir con ese Dolor. Una de ellas, ya mayor, con un hijo fallecido a los treinta años y viuda, había decidido apuntarse al suicidio asistido. Le parecía que, habiendo trabajado y enterrado todo lo que tenía que trabajar y enterrar, mejor estaría Allá Arriba con sus seres queridos. El apoyo del resto del grupo de familias en luto, y la posibilidad de que la memoria de su hijo viviera en un aula de informática para niños de la calle (lleva ya dos financiadas la señora), le dieron nuevas fuerzas. Y nueva vida. Las tres señoras con las que compartí aquella tarde me parecieron extraordinariamente vitales, y si bien sus vidas giraban en torno a ese luto que las marcaba y definía, no era esa idea ningún nubarrón, sino más bien un vapor, un perfume, que las envolvía en su hablar alegre, ininterrumpido y generoso.

Una vez vivimos tres meses con una chica que era súper fan de Hombres, Mujeres y Viceversa. Era también fan de una variante de la música electrónica que se llama bumping. Lo juro que un día estando ella en su habitación escuchando música cuando llegué a casa, lo primero que pensé al escuchar el estruendo fue “mierda, la lavadora a tomar por saco”. Obviamente, era el bumping a todo trapo.

S., tan opuesta a mí, tan adulta en muchas cosas y tan adolescente en otras, nos enseñó muchísimas cosas que no sabíamos. La mayoría buenas. Trabajó sin descanso con nuestros peques, que todavía añoran aquellas tardes en las que bailaban Walaytiña sin descanso a todo tren (además del bumping, le fascinaban los bailes del Walayta). La Nena todavía recuerda hoy con gran cariño su vestuario basado en el flúor y el animal print. Y su pelazo. Y sus permanentes ganas de hacer cosas. Y lo bien que bailaba hip hop.

La instalación eléctrica del proyecto nos la cambió el año pasado un chico que es igual que Peter Queen de Homeland. Físicamente parecido y mismo trabajo. Cualquiera que sea ese trabajo. Me pasé un mes rezando para que nada explotara en ningún sitio, no porque me preocupe la paz mundial (que sí que me preocupa, pero así en la cotidianeidad, pues no me ronda tanto la cabeza), sino porque si a algún chico/a del radicalismo se le iba la cabeza, yo me veía con los cables al aire por siempre jamás. Tuvimos suerte y el terrorismo internacional le permitió a nuestro voluntario acabar la instalación. Desde entonces tenemos horno eléctrico de pan.

En otra ocasión, durante quince días, tuvimos como voluntario a un socorrista. Era guapo como un príncipe Disney. Juro que cuando se movía parecían caerle chispillas de aquel pelo que, incluso en nuestra Zway petada de cal en el agua, le caía sedosamente sobre la frente perfecta. Por las noches, para estar en casa, se ponía la camiseta, la pantaloneta y las chanclas de socorrista de piscina. Se notaba que el tema del socorrismo lo llevaba con orgullo. En invierno, trabajaba en una fábrica de chocolate, haciendo monas de Pascua. Nos pintó la clase para enseñar inglés, que luego reconvertimos en vivienda de emergencia.

El verano pasado, uno de los voluntarios era un estudiante de Filosofía. Raro, raro. Le parecimos, en general, bastante superficiales. Pintó varias clases de la escuela de los curas. Se pasaba el día pensando, y le buscaba no tres, sino quinientos pies al gato. Sigue con sus estudios de Filosofía, en lo que averigua si el gato existe o no, y si lo devorará o no. Además, participó en actividades de tiempo libre con niños del campo.

En nuestro top tres de personas raras tenemos a una señora, catedrática de universidad, viuda y jubilada, a la que su marido le dejó un dinerito que ella se dedica a distribuir entre distintos proyectos. Estuvo quince días con nosotros, dejándonos una retahíla de anécdotas para los restos (era poeta, y tenía un novio por Whatsapp al que llamaba “El Guerrero”). La que a mí más me puso de los nervios es el día en el que se presentó en el proyecto con una niña de unos ocho años:

_ Tenemos que escolarizarla. Me la he encontrado por la calle.

Entiéndase que de casa al proyecto hay unos doscientos metros. Obviamente, la niña ya estaba escolarizada (cursaba segundo de Primaria). No estaba en la calle. Estaba jugando a la puerta de su casa, porque la mayoría de las escuelas sólo tienen horarios de media jornada. Desde un punto de vista incluso legal, la frenji no la estaba ayudando. La estaba secuestrando. Le ordenamos devolver la niña donde se la había encontrado.

Las Navidades pasadas nos visitó un jardinero que daba clases de jardinería en un hogar de jubilados, y que además en sus ratos libres era tenor lírico. Superadas las primeras diferencias estéticas (a él le gustaban las flores, a mí también, pero me gustan más las flores que se pueden comer), nos construyó un jardín que es un primor. Además, nos cantó dos arias para la inauguración de la guardería de los peques. Momento para la posteridad.

A lo largo de los años, he vivido/trabajado con –calculo-, más de doscientas personas. De varios rincones del planeta. La casa donde vivimos (y también la casa en la que vivíamos antes) son casas de voluntarios. A días, lo confieso sin problemas, me tienen hasta el moño. Pero la mayor parte del tiempo considero que uno de los grandes regalos que me da esta vida loca es la cantidad de gente que he conocido: no sólo los amigos añadidos a mi vida, sino también aquellos que, a veces durante un verano, a veces dos días, me regalaron su tiempo y sus historias. Y tengo que decir que, más allá de las anécdotas, el panorama que se dibuja en nuestra casa abierta de esta humanidad que nos circunda es muy caótico, pero siempre interesante y esperanzador.

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Sep 14

FIESTÓN

La semana pasada tuvimos fiestón. Porque sí. No teníamos un duro en el banco, pero nos dio igual. Dos cabras compramos. Como nos quedamos sin dinero para coca colas, bebimos los polvos solubles, a dos birr el sobre, para dos litros de agua. Decoramos con sábanas viejas y papel de váter. La excusa: el cumpleaños de nuestros hijos. Como en las guarderías buenas, celebramos una vez al año el cumpleaños de todos los peques. En Europa lo hacen para no liarse con tanta fiesta. Aquí lo hacemos porque nadie se acuerda de la fecha de nacimiento de sus hijos.

A las once de la mañana, con la carne ya preparada, llegó S.: “¡¡¡¡Kaktus!!!, ¡ya puedo ver!”. Dios mío, qué alegría. Su abuela –recientemente entrada en el proyecto-, lo mira contenta. Y a pesar de que no he hecho nada –sólo lo mandé al médico a que le corrigieran la medicación- me embarga una felicidad absurda.

Y luego llega A. del cole, caminando casi normal con su pierna nueva, y su madre, F., me mira y se ríe. Ponemos a M., su otro hijo, tumbado en un colchón en medio del jaleo, para que se sienta todo lo importante que es. Se quedará dormido a mitad de sarao, pero hasta entonces abrirá su enorme bocota para gritar que él también se alegra de estar vivo.

A mediodía, de bolsas de plástico escondidas, salen vestidos de tul cutre, brillantes brillantes, y las peques se visten de novias. Las Señoras Vulnerables preparan la mesa del bufé. Las Adolescentes Gueter acaban de decorar. Las dos cuidadoras se visten de fiesta, porque es el cumpleaños de sus alumnos.

Música a todo trapo, carne por un tubo, y la Nena que llega del cole, se pone en fila para el bufé, y se come su injeera con carne y patatas. Tampoco yo sé cuándo es su cumpleaños.

Llegan H. y H., madre e hijo. Les va bien. El peque es súper despierto. Recordamos, una vez más, el día en que, con dos años, entró en la oficina y me soltó:

_ Kaktus

_ Díme, H.

_ Yo no pierdo la esperanza

Y se piró. Ahora esa misma frase está escrita en el tablón del proyecto y en la pared de mi dormitorio. Todavía la uso, al menos, una vez al día.

Pastel del taller de cocina, de colores y cremas imposibles. Lo comemos con las manos, y se nos quedan las manos rosas y verde pistacho. No porque el pastel llevara pistachos. El colorante era verde pistacho. El pastel llevaba un porrón de huevos y bien de margarina.

Bailamos un rato, les largo un discursín en el que comparo nuestras unidades familiares con un pan, en el que los niños son la levadura, que da forma al pan y es lo más importante de la masa. Según voy hablando, me doy cuenta también de que es una cuestión numérica: si hay pocos el pan viene más triste, y si hay demasiados el pan se desmorona. Como yo sólo tengo a la Nena, no llevo la metáfora tan allá. A ver si a las que están solas con uno o dos les va a dar por tener dieciséis.

Acabado el baile, les pongo una peli a los peques. Cuando salimos, las Señoras me han guardado una cazuelilla con restos de wot para la cena. Es curioso que siempre me dan los restos de comida, como si la necesitada fuera yo. Están convencidas de que no sé cocinar, y de que por eso la Nena y yo estamos más bien delgaínas.

Llegamos a casa, la Nena todavía con el uniforme de micro monja que lleva para ir al cole y la cara pintada con los colores de la bandera etíope. Estamos tan cansadas que, por fuerza, tiene que haber sido un fiestón genial.

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