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Posts Tagged ‘Voluntariado’

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Oct 19

ANATOMÍA DEL DESASTRE

A las ocho de la mañana, un día cualquiera, la señora W. se nos desplomó en la puerta del proyecto, gritando que le ardía la cabeza. La acompañamos al hospital público, pensando que, detrás de las formas netamente culturales de manifestación del dolor (la señora estaba dictando sus últimas voluntades, convencida de que Satán había venido para llevársela) subyacía una migraña.

Según llegamos, le dieron una inyección de Diacepán (Valium), para tranquilizarla. Allí la dejé, a la espera de que pasara un doctor a visitarla. Volví por la tarde, y me alargaron un papel con la receta de las medicinas que necesitaba. Así, a bote pronto, le habían prescrito:

  •  un antidepresivo
  • el Valium para dos semanas
  • un antipsicótico (Haloperidol)
  • un antibiótico para el tifus y las fiebres tifoideas

Nótese que el único síntoma era dolor de cabeza. Mucho dolor de cabeza.

Busca que te busca, encontré el doctor que había escrito la receta. Le pregunté (educadamente, que voy aprendiendo) por qué había prescrito medicinas para tratar un trastorno de la personalidad:

_ Porque tiene un trastorno de la personalidad– me respondió

_ Pues hasta esta mañana era normal– le refuté

_ No lo sé. No la conozco. Que se tome esto y se vaya a casa y se lo siga tomando- concluyó

Decidí entonces dejarle sólo el antibiótico. Lo demás, me lo metí en la bolsa y lo tiré al wáter cuando llegué a casa. Me quedé sólo el Valium porque tenemos que ir a buscar un gato a una casa y no se deja coger. En cuanto averigüe la dosis para atontarlo, me servirá el Valium. La señora, entre seguir las indicaciones del doctor (que no le había explicado nada) y seguir las mías (que sí le expliqué todo) decidió seguir mis indicaciones.

En dos días, la señora estaba como nueva.

Viene la anécdota al caso para ilustrar una reflexión que me ronda frecuentemente: cómo las circunstancias fuerzan a veces la toma de decisiones para las que no estoy absolutamente capacitada. En esta ocasión, la señora se curó. Igual que se curó, podíamos haberla encontrado ahorcada en su casa. Y eso sí habría sido una cagada. Una cagada mía.

Porque, como bien nos enseña Grey’s Anatomy, antes o después la cagas siempre. Vas librando, vas librando, y un día tomas una decisión que tiene como resultado la muerte de alguien. No tiene por qué ser una decisión tan drástica como retirar una medicación. Puede que la elección del hospital al que decidas acudir (lo lejos que está, el transporte…) condiciones la vida o la muerte de la persona.

Por ejemplo, para la niña Ch., decidí que no necesitaba incubadora. Decidí que mandarla a una ciudad con hospital con incubadora suponía un riesgo demasiado elevado de que la madre se pirara, y decidí ingresarla en un ambiente más controlado y protegido. Sin incubadora. Según todos los protocolos médicos, la niña necesitaba incubadora. Nunca estuvo en una. Tiene dos años y está preciosa. Junto a su madre.

Por ahora, siempre me he equivocado haciendo de más que de menos. A veces he corrido cuando no hacía falta. Por ahora, siempre he corrido cuando había que correr. Unos amigos míos, en un proyecto similar al mío, se lamentaban de no haber corrido lo suficiente. Según ellos (ambos dos trabajadores sociales), no supieron ver la gravedad de las condiciones de una niña de un año y medio, que falleció en un hospital.

Y es que ese consuelo, que parece tópico, que parece circunstancial, que parece vacío –“se hizo todo lo que se pudo”- para una gran parte del mundo es, simplemente, una utopía. Porque hay hospitales (y clínicas, y doctores, y curanderos, y enfermeros) que ya no es que no te curen. Es que te matan.

Al final, en esta ruleta rusa de la responsabilidad que a veces es el asistir a gente vulnerable, el único consuelo que te tiene que quedar es que, al menos, la cagaste haciendo lo que entendiste era lo mejor para esa persona. Que hiciste lo mismo que hubieras hecho por tu familia (pensando que mantener ese nivel de atención y ese tiempo, con un número de beneficiarios altos, es extenuante). Y que a ti, al menos, las cagadas se te aparecen en sueños durante mucho, mucho tiempo.

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Sep 17

DE PASO

Hace ya un par de meses, un día apareció en nuestro jardín una pareja de mochileros franceses. Llevaban dos años recorriendo el mundo en autoestop. Nos pidieron alojamiento. Se quedaron tres días con nosotros. Eran súper simpáticos y compartieron algunas anécdotas de su viaje muy interesantes. Sobre todo, no fueron pesados para nada, que es siempre un riesgo de los viajeros. Me pidieron colaborar en nuestro fondo común de gastos de casa. Obviamente, les dije que si un día una Nena etíope se plantaba en su casa en autoestop, que por favor le dieran alojamiento, y que con eso nos dábamos por pagados. Con eso y con compartir ese momento de su sueño viajero. Explicaron que dejarán de viajar cuándo entiendan por qué se fueron de viaje.

Algunos días más tarde, vinieron a visitarnos tres madres de niños muertos. Me explico: son tres señoras italianas que han perdido hijos. Una de ellas, con ayuda de un grupo de familias todas con lutos en sus vidas, empezó una ONG haciendo pozos en memoria de su hijo fallecido. Lleva trece pozos.

Yo ya había oído hablar de ellas, y lo de los pozos en honor a los niños muertos me había dado siempre bastante yuyu. Personalmente me produce un rechazo casi visceral la típica placa conmemorativa del donador muerto. A mí me aterraría ver mi nombre -no digamos ya mi foto, y no digamos ya mi foto peinada en los años noventa-, en nada que tenga que permanecer. Pero esa soy yo. No quiere decir que todo el mundo piense/sienta así.

Las madres de los niños muertos tuvieron a bien compartir toda una tarde conmigo. Les enseñé el proyecto donde trabajo y nos tomamos un café. Tuvieron la generosidad de compartir sus historias conmigo, y allí entendí cómo esos pozos y esas escuelas que financian, les ayudan a vivir con ese Dolor. Una de ellas, ya mayor, con un hijo fallecido a los treinta años y viuda, había decidido apuntarse al suicidio asistido. Le parecía que, habiendo trabajado y enterrado todo lo que tenía que trabajar y enterrar, mejor estaría Allá Arriba con sus seres queridos. El apoyo del resto del grupo de familias en luto, y la posibilidad de que la memoria de su hijo viviera en un aula de informática para niños de la calle (lleva ya dos financiadas la señora), le dieron nuevas fuerzas. Y nueva vida. Las tres señoras con las que compartí aquella tarde me parecieron extraordinariamente vitales, y si bien sus vidas giraban en torno a ese luto que las marcaba y definía, no era esa idea ningún nubarrón, sino más bien un vapor, un perfume, que las envolvía en su hablar alegre, ininterrumpido y generoso.

Una vez vivimos tres meses con una chica que era súper fan de Hombres, Mujeres y Viceversa. Era también fan de una variante de la música electrónica que se llama bumping. Lo juro que un día estando ella en su habitación escuchando música cuando llegué a casa, lo primero que pensé al escuchar el estruendo fue “mierda, la lavadora a tomar por saco”. Obviamente, era el bumping a todo trapo.

S., tan opuesta a mí, tan adulta en muchas cosas y tan adolescente en otras, nos enseñó muchísimas cosas que no sabíamos. La mayoría buenas. Trabajó sin descanso con nuestros peques, que todavía añoran aquellas tardes en las que bailaban Walaytiña sin descanso a todo tren (además del bumping, le fascinaban los bailes del Walayta). La Nena todavía recuerda hoy con gran cariño su vestuario basado en el flúor y el animal print. Y su pelazo. Y sus permanentes ganas de hacer cosas. Y lo bien que bailaba hip hop.

La instalación eléctrica del proyecto nos la cambió el año pasado un chico que es igual que Peter Queen de Homeland. Físicamente parecido y mismo trabajo. Cualquiera que sea ese trabajo. Me pasé un mes rezando para que nada explotara en ningún sitio, no porque me preocupe la paz mundial (que sí que me preocupa, pero así en la cotidianeidad, pues no me ronda tanto la cabeza), sino porque si a algún chico/a del radicalismo se le iba la cabeza, yo me veía con los cables al aire por siempre jamás. Tuvimos suerte y el terrorismo internacional le permitió a nuestro voluntario acabar la instalación. Desde entonces tenemos horno eléctrico de pan.

En otra ocasión, durante quince días, tuvimos como voluntario a un socorrista. Era guapo como un príncipe Disney. Juro que cuando se movía parecían caerle chispillas de aquel pelo que, incluso en nuestra Zway petada de cal en el agua, le caía sedosamente sobre la frente perfecta. Por las noches, para estar en casa, se ponía la camiseta, la pantaloneta y las chanclas de socorrista de piscina. Se notaba que el tema del socorrismo lo llevaba con orgullo. En invierno, trabajaba en una fábrica de chocolate, haciendo monas de Pascua. Nos pintó la clase para enseñar inglés, que luego reconvertimos en vivienda de emergencia.

El verano pasado, uno de los voluntarios era un estudiante de Filosofía. Raro, raro. Le parecimos, en general, bastante superficiales. Pintó varias clases de la escuela de los curas. Se pasaba el día pensando, y le buscaba no tres, sino quinientos pies al gato. Sigue con sus estudios de Filosofía, en lo que averigua si el gato existe o no, y si lo devorará o no. Además, participó en actividades de tiempo libre con niños del campo.

En nuestro top tres de personas raras tenemos a una señora, catedrática de universidad, viuda y jubilada, a la que su marido le dejó un dinerito que ella se dedica a distribuir entre distintos proyectos. Estuvo quince días con nosotros, dejándonos una retahíla de anécdotas para los restos (era poeta, y tenía un novio por Whatsapp al que llamaba “El Guerrero”). La que a mí más me puso de los nervios es el día en el que se presentó en el proyecto con una niña de unos ocho años:

_ Tenemos que escolarizarla. Me la he encontrado por la calle.

Entiéndase que de casa al proyecto hay unos doscientos metros. Obviamente, la niña ya estaba escolarizada (cursaba segundo de Primaria). No estaba en la calle. Estaba jugando a la puerta de su casa, porque la mayoría de las escuelas sólo tienen horarios de media jornada. Desde un punto de vista incluso legal, la frenji no la estaba ayudando. La estaba secuestrando. Le ordenamos devolver la niña donde se la había encontrado.

Las Navidades pasadas nos visitó un jardinero que daba clases de jardinería en un hogar de jubilados, y que además en sus ratos libres era tenor lírico. Superadas las primeras diferencias estéticas (a él le gustaban las flores, a mí también, pero me gustan más las flores que se pueden comer), nos construyó un jardín que es un primor. Además, nos cantó dos arias para la inauguración de la guardería de los peques. Momento para la posteridad.

A lo largo de los años, he vivido/trabajado con –calculo-, más de doscientas personas. De varios rincones del planeta. La casa donde vivimos (y también la casa en la que vivíamos antes) son casas de voluntarios. A días, lo confieso sin problemas, me tienen hasta el moño. Pero la mayor parte del tiempo considero que uno de los grandes regalos que me da esta vida loca es la cantidad de gente que he conocido: no sólo los amigos añadidos a mi vida, sino también aquellos que, a veces durante un verano, a veces dos días, me regalaron su tiempo y sus historias. Y tengo que decir que, más allá de las anécdotas, el panorama que se dibuja en nuestra casa abierta de esta humanidad que nos circunda es muy caótico, pero siempre interesante y esperanzador.

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Sep 14

FIESTÓN

La semana pasada tuvimos fiestón. Porque sí. No teníamos un duro en el banco, pero nos dio igual. Dos cabras compramos. Como nos quedamos sin dinero para coca colas, bebimos los polvos solubles, a dos birr el sobre, para dos litros de agua. Decoramos con sábanas viejas y papel de váter. La excusa: el cumpleaños de nuestros hijos. Como en las guarderías buenas, celebramos una vez al año el cumpleaños de todos los peques. En Europa lo hacen para no liarse con tanta fiesta. Aquí lo hacemos porque nadie se acuerda de la fecha de nacimiento de sus hijos.

A las once de la mañana, con la carne ya preparada, llegó S.: “¡¡¡¡Kaktus!!!, ¡ya puedo ver!”. Dios mío, qué alegría. Su abuela –recientemente entrada en el proyecto-, lo mira contenta. Y a pesar de que no he hecho nada –sólo lo mandé al médico a que le corrigieran la medicación- me embarga una felicidad absurda.

Y luego llega A. del cole, caminando casi normal con su pierna nueva, y su madre, F., me mira y se ríe. Ponemos a M., su otro hijo, tumbado en un colchón en medio del jaleo, para que se sienta todo lo importante que es. Se quedará dormido a mitad de sarao, pero hasta entonces abrirá su enorme bocota para gritar que él también se alegra de estar vivo.

A mediodía, de bolsas de plástico escondidas, salen vestidos de tul cutre, brillantes brillantes, y las peques se visten de novias. Las Señoras Vulnerables preparan la mesa del bufé. Las Adolescentes Gueter acaban de decorar. Las dos cuidadoras se visten de fiesta, porque es el cumpleaños de sus alumnos.

Música a todo trapo, carne por un tubo, y la Nena que llega del cole, se pone en fila para el bufé, y se come su injeera con carne y patatas. Tampoco yo sé cuándo es su cumpleaños.

Llegan H. y H., madre e hijo. Les va bien. El peque es súper despierto. Recordamos, una vez más, el día en que, con dos años, entró en la oficina y me soltó:

_ Kaktus

_ Díme, H.

_ Yo no pierdo la esperanza

Y se piró. Ahora esa misma frase está escrita en el tablón del proyecto y en la pared de mi dormitorio. Todavía la uso, al menos, una vez al día.

Pastel del taller de cocina, de colores y cremas imposibles. Lo comemos con las manos, y se nos quedan las manos rosas y verde pistacho. No porque el pastel llevara pistachos. El colorante era verde pistacho. El pastel llevaba un porrón de huevos y bien de margarina.

Bailamos un rato, les largo un discursín en el que comparo nuestras unidades familiares con un pan, en el que los niños son la levadura, que da forma al pan y es lo más importante de la masa. Según voy hablando, me doy cuenta también de que es una cuestión numérica: si hay pocos el pan viene más triste, y si hay demasiados el pan se desmorona. Como yo sólo tengo a la Nena, no llevo la metáfora tan allá. A ver si a las que están solas con uno o dos les va a dar por tener dieciséis.

Acabado el baile, les pongo una peli a los peques. Cuando salimos, las Señoras me han guardado una cazuelilla con restos de wot para la cena. Es curioso que siempre me dan los restos de comida, como si la necesitada fuera yo. Están convencidas de que no sé cocinar, y de que por eso la Nena y yo estamos más bien delgaínas.

Llegamos a casa, la Nena todavía con el uniforme de micro monja que lleva para ir al cole y la cara pintada con los colores de la bandera etíope. Estamos tan cansadas que, por fuerza, tiene que haber sido un fiestón genial.

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Abr 10

SORORIDAD

A la señora D. nos la trajo uno de los seveñás. Dormía en la calle de al lado de la misión, acurrucada en una esquina. Como es grandona, no conseguía esconderse lo bastante, y a veces los borrachos la intentaban molestar, por decirlo finamente. La señora D. gritaba y los seveñás de la misión acudían y espantaban a los borrachos. Y así, durante una semana. Como obviamente la situación carecía alarmantemente de sostenibilidad, los guardianes nos pidieron nuestra colaboración para reintegrar a la señora D. en la sociedad.

Las primeras semanas fueron de muchas risas. La señora D. aparecía mentalmente perjudicá, hablando científicamente. Repelía de manera patológica el contacto humano. Teníamos que hablarle a una distancia de unos cinco metros. Si nos acercábamos, se alejaba. Bailábamos por todo el recinto, nosotros dando chillos y ella farfullando cosas que nunca llegábamos a entender.

Le preguntamos que por qué estaba durmiendo en la calle. Nos respondió que porque le daba la santa gana. Le ofrecimos una caseta de lámina en el recinto del cementerio católico que forma parte de la misión. Es un sitio tranquilo, sin nadie que te moleste. No hay muchas tumbas, y sinceramente a la señora parecían molestarle más los vivos que los muertos. Como siempre hay guardián, estaría vigilada. Y hay baño. No quiso entrar en la caseta porque, afirmó, “se me caerá encima”, y durmió bajo el techo de una pequeña capilla que hay en el cementerio. Cuando le enseñamos su nuevo hogar (esto es, el cementerio), estaba la guardiana (seveñá) del cementerio: la señora K., una ex beneficiaria que tiene unos cincuenta años pero que aparenta 133 por lo menos, y que, a su salida del proyecto, fue contratada por la misión como la primera mujer seveñá, hace ya un porrón de años. Tiene un hijo bastante parasitario de veinticinco años y vive en una pequeña habitación dentro de nuestro proyecto. Fue a la señora K. a  la que se le ocurrió que, si le daba miedo dormir indoors, podía dormir debajo del techo de la capilla. “Yo la dejaré arreglada todos los días antes de irme. No os preocupéis. Y le diré al seveñá de por la noche que esté atento por si necesita algo”, nos dijo.

Dos días más tarde fuimos a visitarla después del trabajo. Ambas dos estaban lavando la ropa de D. D. lavaba y la señora K., a distancia, le daba instrucciones: “escurre bien, tiende extendido que queda mejor”. Aparentemente, D. seguía las indicaciones.

Una semana más tarde D. pidió comprarse un hornillo. Quería cocinar. Le ayudaba la señora K. Fuimos a ver cómo iba el proceso de reinserción en la sociedad. Las dos inclinadas encima del hornillo. Juntas. Con la señora K. que le explicaba todo pausadamente y D. que asentía. Hizo un pan tradicional. Lo comimos todas juntas. Su primer pan. Se comió su pedazo a sólo un metro de nosotras. Todo un logro

La señora K. es católica y así, con gran horror de la parroquia, que son bastante intolerantes, comenzó a llevarse a D., que parece venir de un entorno musulmán, a misa. Se ponían en el último banco. La señora K. de blanco riguroso, delgada y chiquinina, con la cabeza bien alta; y D., grandona y descoordinada, envuelta en los coloridos trapos que suele vestir sin orden ni concierto, siempre cabizbaja y con la inexpresiva mirada aparentemente perdida. La señora K. seguía indicándole: “levántate, santíguate, aplaude”. Y D. se levantaba, se santiguaba, aplaudía.

Cuando D. nos informó de que pensaba que sí que le apetecía dormir bajo techo, le buscamos una casa (habitación) y se la equipamos. Tuvo que ir también la señora K. a enseñarle cómo vivir en ella. Los primeros dos días no había tocado nada. Ni siquiera se había tapado con la manta: “Kaktus lo puso todo ordenado. No quiero desordenarlo”. La señora K. le enseñó que podía desordenarlo y volver a ordenarlo de nuevo.

Un día no aparecieron a misa. El lunes le pregunté a la señora K: “Ayer saltasteis la misa, ¿eh?”. “Sí”, me respondió, “nos fuimos de picnic al lago”. Decir que se me quedó la boca abierta es poco. “D. me dijo que quería ir a comer al lago, como la gente bien, y nos fuimos con la tartera a sentarnos debajo de un árbol”, explicó. “Lo pasamos muy bien”, concluyó.

Y así ha pasado un año. D. trabaja en nuestros telares. Nunca habla con nadie por iniciativa propia, pero responde cuando le preguntas algo. Ya no está tan atenta de apartarse si alguien se acerca, aunque todavía lo hace de vez en cuando. Está medicada y va cada tres meses, junto a la señora K., a visita con el psiquiatra. Se van en autobús, duermen en un hotel, y vuelven al día siguiente.

Las dos son inseparables. Los domingos se toman juntas el café y van a misa. D. no habla, pero asiente cuando la señora K. lo hace. La señora K. se apunta a un bombardeo, y D. va con ella a todo.

El pasado domingo corrimos una carrera que organizó (fatalmente, pero bueno) la oficina local de Asuntos del Niño y la Mujer para celebrar el Día de la Mujer. La señora K. y D. quisieron participar.  Verlas entrar corriendo de la mano en la línea de meta es una de esas imágenes que Etiopía me regala de vez en cuando y que atesoro en mi corazón. Creo que uno de los sentidos de esa palabra que últimamente suena tanto, “sororidad”, es ése: dos señoras, las dos solas; una joven, la otra no. Una loca, la otra menos. Una necesitada de cariño, la otra también. Caminando juntas. Ayudándose. Asumiendo como propio el dolor ajeno. Acompañándose. Luchando. Y soñando.

D. nos pidió si podía regalarle a la señora K. uno de los fulares que hace en su telar. La señora K. se emocionó hasta el infinito. Esta semana las vimos que cuchicheaban por los rincones. Se les ha ocurrido cultivar café. Nada serio. Sólo algunas plantas que nos sirvan para el proyecto. Lo tienen todo estudiado. Las dos. Este sábado compraremos las plantas.

Será el café más feliz del mundo. Si hay gallinas felices y vacas felices, digo yo que habrá café feliz también, ¿no? Pues el nuestro lo será de verdad.

 

 

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Mar 26

SER DIFERENTE

A. tiene trece años y es una Adolescente Gueter… diferente.
Hace mucho tiempo se llamaba Helen. En algún momento se cambió el nombre, se puso uno neutro (vale para chico y para chica) y nunca jamás volvió a llevar faldas. Hace dos años se quedó sin familia y bastante colgada y la canguro de la Nena la acogió en su casa. Nosotros la acogimos en el proyecto, y la escolarizamos.
En la actualidad viene al proyecto cuando la escuela que retomó y el equipo de fútbol del que forma parte se lo permiten. Tuvimos que cambiarla de escuela porque el año pasado iba a una escuela en la que le obligaban a llevar falda y pelo largo. Obviamente, no funcionó.
A pesar de su muy difícil historia familiar y personal, A. es una niña (porque es todavía más niña de lo que ella cree) sociable y cariñosa. Externamente, se viste y comporta como un chico. De hecho, hay mucha gente que piensa que es un chico, y que cuando visita el proyecto nos preguntan por qué tenemos un chico. “No es un chico”, respondo. Y ya. No digo ni una palabra más. No es asunto de nadie. Ella ha elegido vestirse y comportarse así y, visto que no perjudica a nadie, no tiene por qué dar explicaciones. Nunca se las hemos pedido y a ella, y a otra integrante del equipo de fútbol femenino que también hay en el proyecto, las demás las llaman cariñosamente “los Hermanos”.
A. es parte integrante de nuestras vidas. Mi Nena la quiere con locura. La única motivación para querer ponerse un pantalón es que “mira, así te vistes como A.”. A., por su parte, quiere a mi Nena con un cariño y una ternura que me conmueven. La veo jugar con ella durante horas, sin aburrirse, sin mirar el reloj. Tienen una complicidad de hermanas, por la que doy gracias cada día. Mi Nena sabe que A. es una de esas personas que la quieren y la protegen. Nunca se tienen bastantes de esas, ¿no?
A A. la llamaron ayer de un centro de entrenamiento de fútbol femenino de la Oromia. El lunes se irá a vivir allí. Es un internado donde juegan a fútbol. Todo pagado. La Nena ha dicho que ella se va con A. a jugar al fútbol. El internado está en Ambo, a pocos kilómetros de Addis y no demasiado lejos de aquí.
A. estaba contenta. Es su sueño. Cuando me lo ha dicho, le he dado la enhorabuena. “A ver cómo se lo decimos a la Nena”, he comentado. A. ha bajado la mirada. “¿Qué pasa?, ¿no quieres ir?”.
“Sí quiero ir… pero aquí he estado bien”, me responde. Es verdad. En Zway ha encontrado una familia, un poco rara, pero que la quiere mucho. Y que no la juzga. Y que le dejan llevar el pelo y la ropa que quiere.
“A., no te preocupes”, le he dicho, “seguro que allí encontrarás más chicas como tú”.
Me mira raro.
“Chicas que juegan al fútbol. Ya verás que enseguida te harás al ambiente. Y, si no, llama y te vamos a buscar”
“¿Vendríais?”
“Por supuesto. Que no se te olvide: aquí siempre puedes volver”.
Creo que a A. le asusta eso: perder su sitio al que volver. De momento, la niñera ya ha firmado como su madre el permiso para ir al internado. Le hemos preparado la bolsa. Le he puesto hasta bragas nuevas y sujetadores. Bragas de pantaloncillo y sujetadores deportivos, como las atletas de verdad. La vamos a echar mucho, mucho de menos.

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Dic 20

INTERNET DE EMERGENCIA

Mensaje en whatasapp: “te escribieron del XXX donador hace varios días… hay que contestar”

Ya. Desde febrero tenemos censura férrea, por lo que si queremos acceder a nuestros mails tenemos que usar un proxy. Desde hace dos meses, las líneas aéreas de Internet no funcionan e Internet sólo funciona en las líneas terrestres, esto es, en alguien que pague más de cien euros al mes por una conexión que, en el mejor de los casos, funciona la mitad de los días.

Voy al Internet café. Como uso un proxy, me pide un código de verificación que mandan a mi teléfono móvil. No hay red de móvil, no recibo el código, no puedo entrar.

Vuelvo a casa, cojo el ordenador, voy al wi-fi más cercano donde suelo conectarme, y la conexión hace tres días que aparece “limitada”, lo que en la práctica quiere decir que no te puedes conectar a nada.

Salgo al jardín trasero. Las monjas de la casa de al lado también tienen wi-fi. Me aparece la conexión. Me conecto. Nótese que estoy en un jardín, arriesgándome a que me caiga un plátano en la pantalla del ordenador y con tanta luz que es muy difícil ver nada. Tengo suerte y la batería del ordenador está cargada.

Se va la luz. Desaparece la conexión. Llevo dos horas dando vueltas, estoy sudando y no he podido ver ni un solo mail.

Y no es un día excepcionalmente desafortunado. Es un día normal. Es siempre así. Si tengo suerte, en unos diez días conseguiré ver el mail del donador y contestarle. Como se puede imaginar, cuando alguien te dice “me corre prisa que me mandes las fotos del campo de fútbol que pagó XXXX”, un poco te da la risa floja. Si te pidieran que hicieras el pino puente mientras engulles una galleta y tratas de decir Pamplona, tendrían más posibilidades de quedar satisfechos.

¿Estado de emergencia? Ojalá fuera sólo eso.

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Dic 16

MEDALLÓN

Llego a la oficina y me encuentro a M. Es una Señora Vulnerable, sólo que no es una señora, porque tiene dieciséis años. A su lado, otra de las señoras, bastante más mayor (al menos treinta años) le está, aparentemente, echando la bronca “díle, díle a Kaktus lo que le ha pasado a la niña”. La niña de M. tiene nueve meses.

“Es que… es que ayer se quemó la niña”, me dice M. bastante compungida. “¿Y qué se ha hecho?”, le pregunto. “Enséñale, enséñale”, le dice la señora. Obviamente, le indico a la señora que salga de la oficina que para echar broncas ya estoy yo. M. me enseña una quemadura más aparatosa que grave en el cuello de su peque.

“Mi madre se despistó, y tiró el agua hirviendo de la col sin darse cuenta de que C. estaba al lado en el suelo, y le salpicó. No fue culpa mía. Yo estaba en el baño. Lo siento, Kaktus, de verdad”.

“¿Qué hicisteis?”

“Fuimos corriendo al hospital, a urgencias, le han dado antibiótico y una pomada. La cura se le ha caído durante la noche. Ahora la llevo a que se la cambien”

“No te preocupes, con la pomada se la puedo volver a poner yo. ¿Ya le has dado el antibiótico?”

“Sí, me dijeron que empezara ayer noche. Pero, de verdad, Kaktus, que no volverá a pasar, que fue un despiste”, repite.

A M. y a su madre, la abuela de treinta años de la niña, las conocí el año pasado. La niña tenía una semana de vida, pesaba un kilo y trescientos gramos, y querían abandonarla porque no podían alimentarla. M., en aquel momento, parecía bastante indiferente en su relación con la criatura. La abuela estaba firmemente convencida de que no quería más críos en casa.

_ M., deja de decir que no volverá a pasar– le digo- claro que volverá a pasar. Los niños se caen, se queman, se hacen cosas.

_ A ella no le volverá a pasar. Te lo prometo-, me dice

_ No me tienes que prometer nada. Además, -completo- estoy muy, muy orgullosa de ti

_ ¿Por haber quemado a la niña?

_ Por supuesto que no. Porque habéis tenido una emergencia, y la habéis resuelto bien. Tenías dinero para pagar el hospital y le estás dando las medicinas. Y todo sin perder los nervios.

_ Bueno… en el hospital me eché a llorar… pero así nos hicieron pasar antes

_ Bien hecho, M. Todo muy bien hecho.

Y, mientras ella piensa en lo que le estoy diciendo, me acuerdo de toda la gente que nos ha ayudado a que C. viviera, desde los doctores de Meki, hasta el voluntario que, cada día, la pesaba en una ensaladera en la báscula de la cocina, pasando por mis padres, que nos trajeron vestidos preciosos para niños minúsculamente preciosos. Y de todas las señoras vulnerables, que han ayudado a que C. sea, a día de hoy, una niña querida y cuidada.

A media mañana pasa la abuela, esa que hace nueve meses no dejaba de preguntar dónde tenía que firmar el abandono, a ver cómo está la peque. “Nos llevamos un susto…”, me cuenta, “qué agobio, por Dios, como se le quede marca, me muero, ¿le habéis puesto la pomada?”. Afirmo con una sonrisa.

Yo no soy muy de colgarme medallas, pero esta, con el permiso de las tres generaciones de chicas, me la voy a poner bien vistosa.

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Dic 07

TÚ, QUE NUNCA HACES CASO

Ella nunca hizo caso. A nadie. Ni siquiera cuando le dijeron que tenía que casarse. Ni siquiera cuando le dijeron que a una mujer los estudios le servían para más bien poco. Nunca se casó. Acabó la FP y se fue de aquel pueblo hecho de polvo y envidias. No hizo caso cuando le aconsejaron marcharse a Addis Abeba. Su objetivo era otro. Volvió de Dilla dos años más tarde con algo de dinero, embarazada, sola y contenta.

Dicen de ella que siempre ha hecho un poco lo que le ha dado la gana. Yo tengo que decir que, cuando tuve que decirle lo peor que le he dicho jamás a nadie –“no, M., esto no tiene solución”-, sí que me hizo caso. Se dobló en dos, y calló profundo, profundo. Y después de un rato, se levantó para vivir cuatro días eternos.

Me llamó al día siguiente: “Kaktus, nos vamos a casa. Dejamos el hospital”. Y sé que quería que le contestase “no, esperad, tiene que tomarse las medicinas”. Lo podía sentir, en su respiración, que esperaba esa respuesta. Tragué saliva. “Me parece bien. Os paso a ver luego”.

Y de nuevo, en este África despiadada, otra Piedad. Cuatro días con sus noches. M. y su niño bonito, su bebé. “Sólo esperamos que venga Dios”, me decía. Y a mí me faltaban las fuerzas para decirle “ya está aquí. Lo tienes en brazos”. He tragado tanta saliva estos días. Y la Madre, M., que de puertas afuera afirmaba que habría aceptado la voluntad de ese Dios ortodoxo, mientras bajito le susurraba a su niño amarillo “no te vayas, amor, quédate conmigo”.

En Etiopía los lutos de niños de menos de un año son asumidos como un mal necesario. Algo que te puede pasar. La tradición manda que muestres al mal tiempo buena cara, que te perfumes y te pongas mantequilla en el pelo, para demostrar que aceptas la voluntad de Dios con el mejor de tus ánimos. Y para que Dios no te castigue.

Así, al día siguiente del entierro de su niño amarillo, a M. se le aparecieron los ancianos del barrio, dispuestos a ponerle la mantequilla en la cabeza. No hizo caso. Les gritó como nadie les había gritado nunca. La recriminaron: “no querrás que Dios te castigue. No querrás que te quite otras cosas u otra gente”.

Dicen que respondió “y qué me va a quitar, si ya se lo ha llevado todo. Que venga, ahora que ya no lo espero, y que se lleve lo que quiera”

Cuando volví a verla, una semana más tarde, se estaba poniendo la mantequilla en el pelo. “Ya que la trajeron, era una pena que se pusiera mala”, explicó con sonrisa cansada. “Y no tengo nada que perder. Ya no”

Entró en mi vida de forma fortuita. Alguien me pidió que la ayudara a entender los males que aquejaban a su pequeño. Dos meses más tarde, lo único que pude darle fue el convencimiento de que nada ni nadie, en ningún sitio, hubiera podido salvar a su pequeño. De que es la mejor madre que ese niño podía tener. De que vivir y morir rodeado de amor es algo bonito. Aunque sólo se viva cuatro meses.

Cuando nos encontramos la primera vez, le dije: “sabes que no soy ni doctora ni enfermera”. “Sí, lo sé, pero me han dicho que sabes cómo luchar”. Me he labrado una fama como problemática en hospitales. Luchamos las dos, luchamos con todo lo que éramos, ella infinitamente más que yo, porque tenía infinitamente más que perder.

Mantengo que esas semanas fueron para mí un regalo: el regalo de acompañar a alguien que sufre, y no acompañarlo con dinero, o con proyectos, o con actividades…sólo acompañar. Estar allí. Hasta que Niño Amarillo se fue, y nos desaparecimos todos, y la dejamos con su mantequilla y su pena, y su seno rebosante y su tristeza final.

Ayer me la encontré, después de varios meses de no verla. Iba por la calle, con velo negro, empeñada en su luto –nadie lleva mucho luto por los niños pequeños-, con unas amigas. Saludé a todas con un abrazo. Ella me abrazó sólo un poquitín más de lo necesario. Cuando siguieron ellas su camino y yo el mío, concluidos los saludos de rigor, me volví para verla marchar. Se volvió ella también.

“Gracias”, me articuló con la boca.

Hay muchísimas cosas que no merezco. Su agradecimiento es sólo una de ellas.

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Ago 06

NEGUER GUEN

Hace ya un tiempo, en ese foro de reflexión que es Madre de Marte, alguien lanzaba al aire la cuestión sobre el control y/o fomento de la natalidad que realizan proyectos católicos. Un tema tan estupendo como cualquier otro.

En nuestro proyecto, siempre comenzamos a hablar del tema diciendo “todos los niños son un regalo de Dios”, y luego, obviamente, nos lanzamos al “pero” (neguer guen, en amárico). Les sugerimos que, visto que el período previsto en el proyecto es de sólo un año, reservarse ese año para ellas. Es decir, evitar embarazos durante ese año (y si esperan otro más, mejor) para asegurarse de que retoman su vida con capacidades plenas. Como todo, esta es la teoría. En la práctica, siempre tenemos alguna embarazada, y allí, dependiendo de la situación (si tienen marido o no, fundamentalmente), se les apoya de un modo u otro.

Las Señoras Vulnerables utilizan mayormente las inyecciones anticonceptivas, que tomamos como el menor de los males posibles. Obviamente, no les protegen contra el Sida. Así, cuando alguna le sale el número en la rifa, la actitud más frecuente es cerrar los ojos fuerte fuerte y desear que, cuando los abras, el dinosaurio ya no esté allí. O sea, esperar a ver si te curas. Hay una Señora Vulnerable que, cuando le recordé que su nena S. necesita urgentemente empezar la medicación, me contestó que la nena sólo necesita tiempo. Y miel por las mañanas, que tiene muchas vitaminas. “Le estoy dando miel. Se pondrá bien”. Pos va a ser que no.

Las inyecciones, como digo, presentan sus problemas y carencias. En mi modesto entender, a veces se pasan con las hormonas. Hay señoras que lloran durante días así, sin saber por qué. Y que a las Señoras Vulnerables se les olvida que hay que volvérsela a dar cada cierto tiempo. Y que tienen una fertilidad a prueba de bombas.

Como se puede imaginar, en esta proliferación de embarazos sorpresa, a veces hay quien intenta salir del problema tolo tolo (deprisa) y decide abortar. En Etiopía trabaja la ONG internacional Marie Stopes que centra sus actividades en lo que definen como “family planning” y que en la práctica se limita bastante a los abortos. Además, desde –creo- 2008, el aborto es legal hasta las 22 semanas en todos los supuestos, por lo que incluso en los hospitales públicos se realizan sin problemas.

Como al final todo lo que nos puede pasar nos pasa, un día llegó una Señora Vulnerable con un recibo médico de un aborto, pidiendo el reembolso de gastos médicos que todas las señoras reciben durante su estancia en nuestro proyecto. Hubiera sido su cuarto hijo. Tiene marido de esos que son como una ola: van y vienen. ¿La inyección? Se le pasó la cita. Se le pasó tres meses.

Delante del papelillo del hospital, tuvimos que decidir así, en dos patadas, la postura de nuestro proyecto en relación al aborto voluntario y no forzado por circunstancias médicas. Sólo que en aquel momento me di cuenta de que, para mí, no había tanto que decidir. No se lo iba a pagar. No podía pagárselo.

En primer lugar, porque es un procedimiento médico electivo. No redunda en un bien para su salud. No redunda en una mejora de las condiciones de salud de nadie. Desde un punto de vista formal, podría ser una rinoplastia. Tú eliges hacértelo por cuestiones personales y/o sociales.

Segunda cuestión: no es tan caro. Estamos hablando de 250 – 300 birr. Has hecho una cagada (te has olvidado de las inyecciones), somos todos adultos, asume tu responsabilidad, arregla como te parezca el follón en el que te has metido. Pero, cari, del tamaño del sapo tiene que ser la pedrada. A gran cagada, gran responsabilidad. Si cuando no fuiste a darte la inyección no me lo contaste, si cuando descubriste el embarazo y decidiste abortar no me lo contaste… no me puedes pedir que te reembolse la responsabilidad de una decisión que tomaste completamente sola. No puedes tampoco escudarte en el consabido “no me hubieras dejado abortar”. Sí te hubiera dejado. Pero no te lo hubiera pagado. Tampoco sirve “qué podía hacer yo”. Podías tener el niño. Te hubiéramos apoyado, como ya hemos hecho con otras. Podías dar Vida.

Así se lo dije a la señora, y así se quedó la cuestión. No le conté el argumento más importante, porque era –entendí- demasiado personal. No puedo pagar abortos de las Señoras Vulnerables porque no podría vivir con la idea de tener que dar gracias porque la madre de mi hija jamás encontró un proyecto como el mío. La madre de mi hija no abortó. Cómo puedo impedir que otros niños, otras familias, vivan. Cómo puedo oponerme a que tengan la misma suerte que mi Nena y yo. No puedo. Y no lo hago.

 

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Nov 28

LO IMPOSIBLE

A unos amigos nuestros de Addis Abeba (italianos) les ha pasado Eso. Lo Peor. Lo que no le deseas a nadie. Eran la familia perfecta, y, cinco segundos más tarde, ya no. Ya ni siquiera eran.

No dejo de pensar en ellos. En cómo lo han perdido todo. En cómo la desgracia les ha amputado de nuestra vida. Las relaciones entre expatriados (hablo de amistad) la mayoría de las veces son frágiles, circunstanciales. Cuando algo pasa, todo el mundo corre a ponerse a cubierto. A sus lugares de origen. Y ya no los ves más. Y te das cuenta de que esta no es nuestra casa. Casa es donde entierras a tus muertos. Para mí, L y su marido han pasado a un mundo paralelo, un mundo que no tiene apenas vinculación con el que vivo yo. Ya no están. Y no creo que vuela a verlos jamás. No podré decirles cuánto recé, cuántas dudas me plantea lo que les ha pasado, cuán injusta me parece la suerte que les ha tocado. Tampoco sé si se lo diría, porque a veces “sin palabras” no es sólo una expresión. Hay cosas demasiado horribles como para hablar de ellas.

Durante un par de días, me imaginaba a L. y al pequeño M., y la sensación era como en esa escena angustiosa de Lo Imposible, cuando la madre, en mitad de la corriente, busca por todos los medios alcanzar al hijo mayor. Y se hiere y no se da cuenta, porque sólo quiere alcanzarlo. Al final, lo alcanza, y están juntos. A L. se le escapó el pequeño.

Hay quien me critica (con cariño) porque la Nena todavía duerme conmigo. Es más, la meto a dormir en su cama y, cuando yo me voy a dormir, me la paso conmigo. He decidido que me da igual. L daría su vida entera por poder dormir una vez más con M., por bañarle una vez más, por abrazarlo… qué no daría por abrazarlo. A ella también la criticábamos (con cariño). La “niñocéntrica”. Siempre pendiente. La madre perfecta. Sin vida propia. Siempre girando en torno al niño. Como si lo supiéramos todo. Y no sabemos una mierda. Porque a lo mejor la culpabilidad no la dejará vivir, pero siempre le quedará el haber pasado el cien por cien de su tiempo con el pequeño M. Le quedará el ser la mejor madre del mundo. Madre ahora truncada, pero siempre madre.

La Nena seguirá durmiendo conmigo hasta que no quiera más. Y espero que tarde mucho en no querer más. Porque a veces me entra el miedo. Porque a veces, a la Nena, en la oscuridad, no puedo verla. Si cerra los ojos, no se le ve. Y, aunque sé que no puedo protejerla siempre, me he puesto una luz de esas de noche para verla mejor. Para que la oscuridad no la alcance.

Como dije hace unos días, espero que todo esto (que nos rodea), visto desde Arriba, tenga algún sentido. Yo, estos días, no se lo veo.

 

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