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Posts Tagged ‘Salud’

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Mar 29

LA MASAJISTA

Como ya mencioné, antes de Navidad me quedé “enganchá” con la espalda. Ya entonces fui una tarde a la masajista. Como luego ya fui a España, pues allí fui a un fisio estupendo que me dejó nueva.

Hasta que, cuando volví, me decidí a pintar el baño. Pues fina soy yo con mis labores del hogar. Después de una mañana de pintora de brocha gorda, no podía mover ni las pestañas. Y así, volví a la masajista que, como ya comenté, entra decididamente en el tomo de la Encarta dedicado a “culturas ancestrales”.

Es, obviamente, una curandera. Como marca el tópico, su trabajo de curandera lo ha aprendido en el profundo gueter, aunque, también siguiendo el tópico “no es algo que se aprende. O se tiene el don o no se tiene”.

A mí me prepara un plastiquillo en mitad de su patio de árboles de falso banano, echa a las ovejas que pululan alrededor, manda a sus hijos a vigilar que no venga nadie, y me da un masaje bastante profesional de una media hora. La loción para el masaje la llevo yo, pero, si quiero, luego me da un café. Además, mientras me masajea me da lecciones de vida: “con lo que me has pagado, hubieras contratado a alguien que te pintara el baño”, sentenció el tercer día. “Nadie hubiera dejado el baño como a mí me gusta”, le espeté. “Es un baño. No es el salón. Sólo sirve para hacer pipí”, afirmó categóricamente. Como digo, una sabia de las de verdad. Me recomienda una y otra vez que me relaje, que no trabaje tanto. Y luego me da un café. Creo que es para tensionarme y que vuelva.

Dicen que es la única que hay en la ciudad. Ella añade que es también la única para todos los pueblos aledaños, y me cuenta que la llaman hasta de Bulbulá, a veinte kilómetros de aquí. Mientras me cuenta todas estas cosas, yo miro al muro que delimita la “consulta”, construido con maderas viejas, hojas secas de distintos árboles y con los objetos más variopintos incrustados entre todo el follón: una rueda de máquina de coser antigua, un uso para hilar algodón, un par de sillas rotas de alguna asociación funeraria… Cada día encuentro algo nuevo.

Como en los mejores cuadros costumbristas, no tiene precio estándar, sino “la voluntad”. Tengo que decir que la sensación de estar con el culete al aire en una casa abesha mientras la señora le grita a su hija –que no ha heredado el don, por cierto- que saque la injeera del fuego (es súper multitasking) no tiene precio. ¿Lo mejor? Al final del tratamiento, te echa un escupitajo en la zona afectada para bendecirte y transmitirte su sabiduría que te deja muerta. De la risa, en mi caso.

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Dic 22

ESA CLASE DE MADRE

Hace un mes tuvimos una reunión con la Señora F. y su marido para anunciarles que había llegado un equipo de cirujanos extranjeros a un hospital cercano y que su pequeña A., de siete años, podría por fin someterse a la amputación de la pierna izquiera, una pierna que se le dañó de pequeña y que en la actualidad le colgaba inerte dándole un aspecto muy Crónicas de Narnia, visto que la criatura se movía, fundamentalmente, a la pata coja.

No es la primera vez que alguien les comentaba la necesidad de amputar. La Señora F. miraba perdida alrededor: _ Qué pasa, F., qué piensas – le pregunté

_ Siempre hace igual– bufó el marido – la vez pasada igual.

_ F., díme qué pasa

_ Que no quiero serlo

_ Ser el qué

_ Ese tipo de madre

_ ¿Qué tipo?

_ La clase de madre que deja que alguien le corte las piernas a sus hijos. ¿Qué clase de madre soy? ¿Qué madre consiente que corten la carne que ha parido?

Y allí hubo una diferencia en las reacciones: la gente sin hijos se puso a explicarle las ventajas de la amputación. Las que tenemos hijos sólo la mirábamos. Y la entendíamos. Qué clase de madre eres, que ni siquiera puedes conservar las dos piernas de tu hija. En qué mundo extraño y retorcido tienes que alegrarte porque alguien se ofrezca a cortarle la pierna a tu hija. En un mundo de mierda, sin lugar a dudas.

A un cierto punto, la señora F. se echó a llorar. La gente sin hijos le decía que no era para tanto, que luego le pondrán la prótesis. Que no llorara.

_ No – le dije – llora ahora. Llora mucho. Porque es una faena que haya que cortarle la pierna a A., porque es pequeña y porque se va a enfadar. Llora ahora y luego, luego prométeme que no vas a llorar hasta el año que viene. Porque A. te necesita fuerte, y porque la amputación es sólo el principio. Lloramos hoy y luego, F., no volveremos a llorar hasta dentro de un año. Ese es el plan.

Y así lo hemos hecho. Cuando hoy han venido con las muletas y sin pierna, nadie ha llorado. “Guau, A. qué muletas tan chulas”– le he dicho. Con un gesto rápido me las ha tirado: _ Pues para ti. Yo no las quiero. Quiero que me devuelvas mi pierna.

He mirado a la señora F. No llores. No ha pasado un año. Todavía no.

_ Vale, me las quedo. Me parecen súper chúlas. Mañana las pinto. Y podemos jugar – he llamado a los demás niños – podemos fingir que son fusiles, espadas –he comenzado a disparar con las muletas, luego hemos hecho el trenecillo con las muletas, hemos jugado un rato con las freacking muletas.

_ Bueno, me voy a trabajar

Los peques, obviamente, querían seguir jugando con las muletas.

_ Las dejo aquí. El que las quiera, que le pida permiso a A. Porque son suyas– la he mirado – que nadie toque las muletas sin su permiso.

_ Sí, son mías – me ha dicho – ¿mañana podemos pintarlas?

_ Por supuesto. Del color que tú quieras. Bien bonitas las vamos a dejar

Su madre me mira. Me sonríe. “Se acostumbrará”, le digo. “La que no se acostumbra soy yo”, me responde. Supongo que no se acostumbra a ser esa clase de madre. Esa que ni siquiera puede preservar la carne de sus hijos. Supongo que a ciertas cosas es mejor no acostumbrarse. Cuando tienes hijos (y me van a permitir que no distinga entre maternidades), al dolor de madre, ese dolor impotente, enorme, desgarrador, incluso cuando es otra la que lo sufre (me van a permitir también que me quede en femenino), es imposible acostumbrarse.

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Dic 16

MEDALLÓN

Llego a la oficina y me encuentro a M. Es una Señora Vulnerable, sólo que no es una señora, porque tiene dieciséis años. A su lado, otra de las señoras, bastante más mayor (al menos treinta años) le está, aparentemente, echando la bronca “díle, díle a Kaktus lo que le ha pasado a la niña”. La niña de M. tiene nueve meses.

“Es que… es que ayer se quemó la niña”, me dice M. bastante compungida. “¿Y qué se ha hecho?”, le pregunto. “Enséñale, enséñale”, le dice la señora. Obviamente, le indico a la señora que salga de la oficina que para echar broncas ya estoy yo. M. me enseña una quemadura más aparatosa que grave en el cuello de su peque.

“Mi madre se despistó, y tiró el agua hirviendo de la col sin darse cuenta de que C. estaba al lado en el suelo, y le salpicó. No fue culpa mía. Yo estaba en el baño. Lo siento, Kaktus, de verdad”.

“¿Qué hicisteis?”

“Fuimos corriendo al hospital, a urgencias, le han dado antibiótico y una pomada. La cura se le ha caído durante la noche. Ahora la llevo a que se la cambien”

“No te preocupes, con la pomada se la puedo volver a poner yo. ¿Ya le has dado el antibiótico?”

“Sí, me dijeron que empezara ayer noche. Pero, de verdad, Kaktus, que no volverá a pasar, que fue un despiste”, repite.

A M. y a su madre, la abuela de treinta años de la niña, las conocí el año pasado. La niña tenía una semana de vida, pesaba un kilo y trescientos gramos, y querían abandonarla porque no podían alimentarla. M., en aquel momento, parecía bastante indiferente en su relación con la criatura. La abuela estaba firmemente convencida de que no quería más críos en casa.

_ M., deja de decir que no volverá a pasar– le digo- claro que volverá a pasar. Los niños se caen, se queman, se hacen cosas.

_ A ella no le volverá a pasar. Te lo prometo-, me dice

_ No me tienes que prometer nada. Además, -completo- estoy muy, muy orgullosa de ti

_ ¿Por haber quemado a la niña?

_ Por supuesto que no. Porque habéis tenido una emergencia, y la habéis resuelto bien. Tenías dinero para pagar el hospital y le estás dando las medicinas. Y todo sin perder los nervios.

_ Bueno… en el hospital me eché a llorar… pero así nos hicieron pasar antes

_ Bien hecho, M. Todo muy bien hecho.

Y, mientras ella piensa en lo que le estoy diciendo, me acuerdo de toda la gente que nos ha ayudado a que C. viviera, desde los doctores de Meki, hasta el voluntario que, cada día, la pesaba en una ensaladera en la báscula de la cocina, pasando por mis padres, que nos trajeron vestidos preciosos para niños minúsculamente preciosos. Y de todas las señoras vulnerables, que han ayudado a que C. sea, a día de hoy, una niña querida y cuidada.

A media mañana pasa la abuela, esa que hace nueve meses no dejaba de preguntar dónde tenía que firmar el abandono, a ver cómo está la peque. “Nos llevamos un susto…”, me cuenta, “qué agobio, por Dios, como se le quede marca, me muero, ¿le habéis puesto la pomada?”. Afirmo con una sonrisa.

Yo no soy muy de colgarme medallas, pero esta, con el permiso de las tres generaciones de chicas, me la voy a poner bien vistosa.

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Dic 07

TÚ, QUE NUNCA HACES CASO

Ella nunca hizo caso. A nadie. Ni siquiera cuando le dijeron que tenía que casarse. Ni siquiera cuando le dijeron que a una mujer los estudios le servían para más bien poco. Nunca se casó. Acabó la FP y se fue de aquel pueblo hecho de polvo y envidias. No hizo caso cuando le aconsejaron marcharse a Addis Abeba. Su objetivo era otro. Volvió de Dilla dos años más tarde con algo de dinero, embarazada, sola y contenta.

Dicen de ella que siempre ha hecho un poco lo que le ha dado la gana. Yo tengo que decir que, cuando tuve que decirle lo peor que le he dicho jamás a nadie –“no, M., esto no tiene solución”-, sí que me hizo caso. Se dobló en dos, y calló profundo, profundo. Y después de un rato, se levantó para vivir cuatro días eternos.

Me llamó al día siguiente: “Kaktus, nos vamos a casa. Dejamos el hospital”. Y sé que quería que le contestase “no, esperad, tiene que tomarse las medicinas”. Lo podía sentir, en su respiración, que esperaba esa respuesta. Tragué saliva. “Me parece bien. Os paso a ver luego”.

Y de nuevo, en este África despiadada, otra Piedad. Cuatro días con sus noches. M. y su niño bonito, su bebé. “Sólo esperamos que venga Dios”, me decía. Y a mí me faltaban las fuerzas para decirle “ya está aquí. Lo tienes en brazos”. He tragado tanta saliva estos días. Y la Madre, M., que de puertas afuera afirmaba que habría aceptado la voluntad de ese Dios ortodoxo, mientras bajito le susurraba a su niño amarillo “no te vayas, amor, quédate conmigo”.

En Etiopía los lutos de niños de menos de un año son asumidos como un mal necesario. Algo que te puede pasar. La tradición manda que muestres al mal tiempo buena cara, que te perfumes y te pongas mantequilla en el pelo, para demostrar que aceptas la voluntad de Dios con el mejor de tus ánimos. Y para que Dios no te castigue.

Así, al día siguiente del entierro de su niño amarillo, a M. se le aparecieron los ancianos del barrio, dispuestos a ponerle la mantequilla en la cabeza. No hizo caso. Les gritó como nadie les había gritado nunca. La recriminaron: “no querrás que Dios te castigue. No querrás que te quite otras cosas u otra gente”.

Dicen que respondió “y qué me va a quitar, si ya se lo ha llevado todo. Que venga, ahora que ya no lo espero, y que se lleve lo que quiera”

Cuando volví a verla, una semana más tarde, se estaba poniendo la mantequilla en el pelo. “Ya que la trajeron, era una pena que se pusiera mala”, explicó con sonrisa cansada. “Y no tengo nada que perder. Ya no”

Entró en mi vida de forma fortuita. Alguien me pidió que la ayudara a entender los males que aquejaban a su pequeño. Dos meses más tarde, lo único que pude darle fue el convencimiento de que nada ni nadie, en ningún sitio, hubiera podido salvar a su pequeño. De que es la mejor madre que ese niño podía tener. De que vivir y morir rodeado de amor es algo bonito. Aunque sólo se viva cuatro meses.

Cuando nos encontramos la primera vez, le dije: “sabes que no soy ni doctora ni enfermera”. “Sí, lo sé, pero me han dicho que sabes cómo luchar”. Me he labrado una fama como problemática en hospitales. Luchamos las dos, luchamos con todo lo que éramos, ella infinitamente más que yo, porque tenía infinitamente más que perder.

Mantengo que esas semanas fueron para mí un regalo: el regalo de acompañar a alguien que sufre, y no acompañarlo con dinero, o con proyectos, o con actividades…sólo acompañar. Estar allí. Hasta que Niño Amarillo se fue, y nos desaparecimos todos, y la dejamos con su mantequilla y su pena, y su seno rebosante y su tristeza final.

Ayer me la encontré, después de varios meses de no verla. Iba por la calle, con velo negro, empeñada en su luto –nadie lleva mucho luto por los niños pequeños-, con unas amigas. Saludé a todas con un abrazo. Ella me abrazó sólo un poquitín más de lo necesario. Cuando siguieron ellas su camino y yo el mío, concluidos los saludos de rigor, me volví para verla marchar. Se volvió ella también.

“Gracias”, me articuló con la boca.

Hay muchísimas cosas que no merezco. Su agradecimiento es sólo una de ellas.

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Abr 27

PURA VIDA

Una de las cosas bonitas del África es el tópico de que la vida florece por doquier. África es vida y Etiopía más. Una pena que esa vida se empeñe en florecer dentro de los muros de mi casa. A lo largo de la semana pasada, hemos establecido contacto indoors con: lagartijas (son legión); cucarachas over sized; los consabidos mosquitos; un ratón, mantis religiosas; una invasión de grillos que tal como vino, después de unos tres días, se fue; y, el sábado por la tarde, una mangosta gigante con la que nuestro perro hubo de luchar a brazo partido para explicarle que ella NO cabía en casa.

Siguiendo la lógica de las películas comerciales apocalípticas, alguna de estas especies debería comerse a las demás y, al menos, librarnos de un par de problemas. Pues no. No está pasando. Todas conviven pacíficamente en nuestro hogar. Conmigo y con mi Nena de tres años. Y es verdad que la casa es muy grande, pero, como hay tanta variedad, normalmente también están los que más tirri te dan, que en mi caso son los ratones, y así me pasé cuatro días metiéndome el orinal de la Nena en el cuarto por la noche porque me daba miedo salir al baño y encontrarme el ratón. Al final, como la educación adquirida es siempre un peso, la verdad es que no conseguí hacer pipí en el orinal, por lo que me pasé cuatro noches soñando que me meaba y rezando para que una infección de orina no viniese a añadirse a mis muchos problemas vitales.

La mangosta, sobre la que he pasado de refilón, merecería capítulo aparte. Baste decir que, cuando el perro empezó a ladrar en dirección a su caseta, yo pensé que era una serpiente. Mi primer impulso fue cerrar la puerta y echarme la siesta, pero luego pensé que mi Nena juega en ese jardín y no puede haber serpientes campando a sus anchas. Fingiendo un valor que no poseo, cogí la escoba y salí a ver qué serpiente había encontrado el perro. Imagínense mi cara cuando sale de la caseta del perro un roedor aproximadamente el doble de grande que un gato adulto. Me di cuenta  de que en vez de la escoba necesitaba un fusil. Al final, después de diez minutos de encarnizada lucha con el perro, conseguimos llevarlo hacia la verja y echarlo fuera. San Google nos ha informado de que era una mangosta. Gigante, siempre según Google.

Más allá de nuestra verja, también la vida animal campa a sus anchas. El día de los Difuntos, en la mejor tradición cristiana, nuestra exigua parroquia marchó en procesión al cementerio. Y allí íbamos todos con nuestros velos, cruz al frente y en alto, y rezando el Rosario. La Nena sólo sabe decir “Santamaría” y “Amén”, pero le queda bastante propio. En estas estábamos cuando, en un lateral de la calle, una de las puertas de lámina se abrió y salieron dos bueyes enloquecidos que cargaron con lo primero que pillaron que era nuestra escuálida procesión.

La procesión se transformó en un caos donde cada cual corría por su vida. Yo con la Nena en brazos me dispuse a luchar por nuestra supervivencia. Lista que soy, me arrimé al otro lateral de la calle, pensando en meterme en la primera puerta que pillara. Los bueyes se giraron y uno de ellos empezó a correr hacia nosotras. Y entonces me di cuenta de que no había puerta, sólo muro. Juro que ví mi vida pasar ante mis ojos. Estoy muy satisfecha de mi vida, pero morir en una calle polvorienta y apestosa embestida por un buey me pareció súper triste. Como detrás de los bueyes habían corrido los pastores a controlarlos, uno de ellos consiguió desviar al buey y pasó el peligro. Considerando que las primeras filas de la procesión seguían cantando el Rosario ajenas al caos de la retaguardia, parecíamos una serie española costumbrista de presupuesto muy, muy bajo. Sólo nos faltaban una taberna y una pata de jamón.

El verano pasado en España fuimos a uno de los populares encierros infantiles: son toros de cartón piedra en carretillas empujados por animadores. A la Nena no le hizo demasiada gracia, y se mantuvo a distancia prudencial. Hubo quien me dijo que, claro, con la diferencia cultural, la Nena no sabe lo que es San Fermín. “No”, respondí”, “es que para nosotras, morir aplastadas por una vaca es una posibilidad real”. Ya antes del incidente “procesión”, la Nena había aprendido que vacas, coches, burros, camiones y caballos entran en la categoría de cosas que pueden atropellarte.

La niñera tiene otras categorías: animales malos y animales que dan igual. Y, si bien colaboró en el exterminio del ratón, de las lagartijas y los grillos pasa tres pueblos porque “no muerden”.

A mí los nervios me están mordiendo entre todos. Mucho me temo que la especie que se extinguirá antes será la nuestra.

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Ago 06

NEGUER GUEN

Hace ya un tiempo, en ese foro de reflexión que es Madre de Marte, alguien lanzaba al aire la cuestión sobre el control y/o fomento de la natalidad que realizan proyectos católicos. Un tema tan estupendo como cualquier otro.

En nuestro proyecto, siempre comenzamos a hablar del tema diciendo “todos los niños son un regalo de Dios”, y luego, obviamente, nos lanzamos al “pero” (neguer guen, en amárico). Les sugerimos que, visto que el período previsto en el proyecto es de sólo un año, reservarse ese año para ellas. Es decir, evitar embarazos durante ese año (y si esperan otro más, mejor) para asegurarse de que retoman su vida con capacidades plenas. Como todo, esta es la teoría. En la práctica, siempre tenemos alguna embarazada, y allí, dependiendo de la situación (si tienen marido o no, fundamentalmente), se les apoya de un modo u otro.

Las Señoras Vulnerables utilizan mayormente las inyecciones anticonceptivas, que tomamos como el menor de los males posibles. Obviamente, no les protegen contra el Sida. Así, cuando alguna le sale el número en la rifa, la actitud más frecuente es cerrar los ojos fuerte fuerte y desear que, cuando los abras, el dinosaurio ya no esté allí. O sea, esperar a ver si te curas. Hay una Señora Vulnerable que, cuando le recordé que su nena S. necesita urgentemente empezar la medicación, me contestó que la nena sólo necesita tiempo. Y miel por las mañanas, que tiene muchas vitaminas. “Le estoy dando miel. Se pondrá bien”. Pos va a ser que no.

Las inyecciones, como digo, presentan sus problemas y carencias. En mi modesto entender, a veces se pasan con las hormonas. Hay señoras que lloran durante días así, sin saber por qué. Y que a las Señoras Vulnerables se les olvida que hay que volvérsela a dar cada cierto tiempo. Y que tienen una fertilidad a prueba de bombas.

Como se puede imaginar, en esta proliferación de embarazos sorpresa, a veces hay quien intenta salir del problema tolo tolo (deprisa) y decide abortar. En Etiopía trabaja la ONG internacional Marie Stopes que centra sus actividades en lo que definen como “family planning” y que en la práctica se limita bastante a los abortos. Además, desde –creo- 2008, el aborto es legal hasta las 22 semanas en todos los supuestos, por lo que incluso en los hospitales públicos se realizan sin problemas.

Como al final todo lo que nos puede pasar nos pasa, un día llegó una Señora Vulnerable con un recibo médico de un aborto, pidiendo el reembolso de gastos médicos que todas las señoras reciben durante su estancia en nuestro proyecto. Hubiera sido su cuarto hijo. Tiene marido de esos que son como una ola: van y vienen. ¿La inyección? Se le pasó la cita. Se le pasó tres meses.

Delante del papelillo del hospital, tuvimos que decidir así, en dos patadas, la postura de nuestro proyecto en relación al aborto voluntario y no forzado por circunstancias médicas. Sólo que en aquel momento me di cuenta de que, para mí, no había tanto que decidir. No se lo iba a pagar. No podía pagárselo.

En primer lugar, porque es un procedimiento médico electivo. No redunda en un bien para su salud. No redunda en una mejora de las condiciones de salud de nadie. Desde un punto de vista formal, podría ser una rinoplastia. Tú eliges hacértelo por cuestiones personales y/o sociales.

Segunda cuestión: no es tan caro. Estamos hablando de 250 – 300 birr. Has hecho una cagada (te has olvidado de las inyecciones), somos todos adultos, asume tu responsabilidad, arregla como te parezca el follón en el que te has metido. Pero, cari, del tamaño del sapo tiene que ser la pedrada. A gran cagada, gran responsabilidad. Si cuando no fuiste a darte la inyección no me lo contaste, si cuando descubriste el embarazo y decidiste abortar no me lo contaste… no me puedes pedir que te reembolse la responsabilidad de una decisión que tomaste completamente sola. No puedes tampoco escudarte en el consabido “no me hubieras dejado abortar”. Sí te hubiera dejado. Pero no te lo hubiera pagado. Tampoco sirve “qué podía hacer yo”. Podías tener el niño. Te hubiéramos apoyado, como ya hemos hecho con otras. Podías dar Vida.

Así se lo dije a la señora, y así se quedó la cuestión. No le conté el argumento más importante, porque era –entendí- demasiado personal. No puedo pagar abortos de las Señoras Vulnerables porque no podría vivir con la idea de tener que dar gracias porque la madre de mi hija jamás encontró un proyecto como el mío. La madre de mi hija no abortó. Cómo puedo impedir que otros niños, otras familias, vivan. Cómo puedo oponerme a que tengan la misma suerte que mi Nena y yo. No puedo. Y no lo hago.

 

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Feb 04

ESAS FOTOS DE HAMBRUNAS…

Desde hace ya algunos años, sobre todo desde que los índices de crecimiento económico dan la razón sobre el papel al gobierno, todo artículo que se precie sobre Etiopía comienza haciendo referencia al imaginario colectivo sobre el país: las hambrunas de los 80 y esas fotos de niños famélicos. Y entonces los artículos, sobre todo los que aparecen en los periódicos de aquí, te dicen que todo eso ya no es así. Que estamos creciendo como la espuma. Que el gobierno se está empeñando con todo su ser para que todos tengan su plato de injeera cotidiana. Yo percibo siempre este esfuerzo soterrado de ir más allá del tópico, de cambiar el imaginario colectivo, de presentar Etiopía como un país en marcha, activo, con futuro.

En todas estas cosas pensaba yo cuando me pusieron en brazos al sobrino de la señora B., un niño de menos de un mes cuya madre había fallecido a la semana de dar a luz. Había ido al hospital, le dijeron que todavía no le tocaba parir, volvió a casa y parió allí y una semana después murió. La señora B. decidió llevarse al recién nacido, porque estaba algo pachucho y porque el viudo tenía otros cinco hijos de los que ocuparse. Y yo, oliéndome de lejos la tostada, fui a visitarla y a preguntarle cómo estaba su sobrino. Pues eso, no del todo bien, me dijo. Traémelo, le pedí, como si fuera un rey medieval, preséntame a tu hijo. Mandíbula desencajada cuando mi compañera desenvolvió el paquetillo y nos encontramos al imaginario colectivo: niño aparentemente prematuro (y eso explicaría la absurda confusión hospitalaria) con un grado híper alto de malnutrición. Así, a simple vista.

Dí el pistoletazo de salida y todas a correr como locas. En unos hospitales no tenían la leche especial que necesitaba el pequeño y en otros, sencillamente, no tenían permiso para tratar malnutridos recién nacidos. De oca a oca y tiro porque me toca. En un país que recibe miles de millones de todas las monedas posibles para el combate a la malnutrición, y en trescientos kilómetros a la redonda ningún hospital público tenía los recursos ni la capacidad de tratar a nuestro pequeño todavía sin nombre. Eso sí, para no aumentar los números sobre mortalidad, ni siquiera lo ingresan. Así no es su responsabilidad. Así se queda sin nombre, sin número. Fuera.

En un momento dado de la carrera, me lo volvieron a plantar en los brazos, mientras las Señoras Vulnerables organizaban todo para el enésimo traslado. Y allí es donde, mientras miraba a aquel monillo recién nacido, ya desfigurado, respirando débilmente, con aquellos dedos que supongo que eran de longitud normal, pero que parecían muy, muy largos porque eran finos, finos, con miedo de que cualquier gesto, cualquier movimiento, pudiera quebrarle la vida, pensé en todos esos artículos, en todos esos intentos de negar la realidad sólo porque se ha convertido en mainstream. He conocido mucha gente que, cuando viene a Etiopía, queriendo ir más allá del tópico, se fijan sólo en lo positivo (que lo hay). Y Etiopía, hoy por hoy, es todavía niños que mueren de hambre. Y adultos que mueren de hambre. En Etiopía todavía hay mucha, muchísima gente que pasa hambre. De la de verdad. Y muchas mujeres que mueren al dar a luz. Y luego te dicen que es porque, culturalmente, nadie va al hospital. Pero en esta ciudad donde vivo todos saben que el hospital tiene de hospital sólo eso: el nombre.

Me gustaría decirles que esta historia acabó bien. Que el monillo sobrevivió y que pudimos buscarle un nombre más adecuado que el que se nos ocurrió para rellenar el registro en el primer hospital en el que estuvimos (le pusimos un nombre ortodoxo y luego resultó que el niño era musulmán). Pero no. Behamlak falleció diez días después de su ingreso en un hospital de la Iglesia Católica. Falleció en un sitio digno, donde hicieron mucho más de lo que habían hecho en los tres hospitales precedentes, públicos y privados. Pero falleció. De hambre. Y de ignorancia. Y sí, Behamlak es Etiopía. Y como él, tantos otros.

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Nov 24

VUELA

Vuelvo a Kore. Llego a mi sitio anterior, cargo en el coche a dos elementos de la Santa Infancia, y nos vamos a ver a la señora F.

La encontramos, obviamente, en la cama. A pesar de que mira ya sin ver, con los ojos y el alma ya más Allá que aquí, me reconoce. Me arrodillo, la beso en la frente, le acaricio la cara como si fuera esa niña pequeña que creo que nunca fue. Levanta la mano, cuatro dedos extendidos. Sus cuatro hijos, me recuerda. Intenta hablar. No puede. Le digo que esté tranquila, que la he entendido.

Es casi de noche, y hace ya cinco años desde que también, casi de noche, llegué a su casa porque sus hijos me pidieron que fuera a verla. Mientras intento sacar conversación de donde no la hay, me asaltan todos los momentos vividos desde entonces: los hospitales, los ingresos, aquella vez que había tanto barro que la tuve que cargar en brazos hasta el coche (no fue difícil. Pesaba ya muy poco)… y también la sonrisa de su peque, A., que entonces tenía dos años y ahora me mira asombrado, desde sus siete años.

Y sé que se ha acabado. Y sé que ella también lo sabe. Que el tiempo regalado se ha agotado. Que ella está muy cansada. Y no le pido que aguante. No le pido que lo haga por sus hijos. No le pido que mire hacia adelante. Porque ya no hay más adelante al que mirar. Le pido que descanse. De verdad. Le pido que vuele, que salga de su miseria, que corra a buscar lo que sea que la esté esperando. Por fuerza, tiene que ser mejor que lo que ha vivido hasta ahora, hijos aparte.

La Nena pide entrar en la chabola, y la cojo en brazos. La señora F., desde la cama, sonríe al verla. La Nena trepa y, a pesar de que la señora F., objetivamente, da miedo, le sonríe también y le da un beso. Le digo que está enferma. La Nena le acaricia también la cara, que se ve que es lo que hacemos en esta casa cuando alguien está enfermo. La señora F. duerme.

Tardará quince días más en dormirse del todo. En ese sol despiadado en el que vivo ahora, miro al cielo cuando suena el teléfono. Aquí hay muchos, muchos pájaros. Espero que la señora F. esté volando como ellos. Y que, vista desde arriba, su vida tenga algún sentido.

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Mar 08

RUSO PARA POBRES

Cuando era pequeña leí un cuento que estaba contenido en una antología para niños de cuentos populares rusos. Se narraba la historia de un señor rico que pasaba todos los días delante de un mendigo. Un día, queriendo ayudar al mendigo, le compró una vaca. Varios días más tarde, se volvió a encontrar con el mendigo que había retomado su actividad mendicante: la vaca había muerto. El señor rico, inasequible al desaliento, le compró entonces una casa al mendigo. Varios días más tarde, encontró al mendigo en el mismo punto de mendicidad: la casa se había quemado. Así, el rico optó por la vía más directa, y le dio un caldero lleno de oro. Al día siguiente, lo encontró muerto: unos ladrones le había robado el oro y lo habían matado. Como el rico se preocupaba por él, le pagó el funeral. Al embalsamarlo, le encontró en el bolsillo una nota que decía: “yo pobre lo quise, tú rico lo quieres. Resucítalo si puedes”. La firmaba Dios.

La misma antología te explicaba la moraleja diciendo que este señor rico había intentado cambiar lo que era la voluntad de Dios, y por eso había fracasado. No entraré aquí en la crueldad de ciertos libros que leíamos de pequeños, pero el hecho es que aquel relato se me quedó grabado. Cuando lo leí no me paré a meditarlo demasiado, fundamentalmente porque no debía de tener ni diez años, y esa edad me parecía que todo lo que se decía en los libros, desde la Biblia hasta el Zipi y Zape, era Verdad Revelada.

Estos días sigo recordándolo, y sobre todo me cuadra el hecho de que fuera un cuento ruso: allí también son ortodoxos.

Z. tiene diez años y una malformación en las manos: tres de los dedos están unidos por el extremo opuesto a la palma de la mano. Aparentemente, bastaría cortar la unión y, aunque igual no perfectos, sí que tendría más capacidad para hacer cosas con esa mano. Sus padres son los dos seropositivos y, escudándose en eso, hace años que se niegan a trabajar y reciben ayuda de varios proyectos. En la parte positiva, eso debería dejarles bastante tiempo libre para dedicar a sus hijos.

Hace años que lucho con ellos para que vayan al centro de salud a que les hagan el volante para el hospital público del barrio, donde sí hacen cirugía ortopédica. Por el momento, nadie ha hecho nada y, conforme Z. crece, la mano más se atrofia. La semana pasada solicitamos cita para varios niños con problemas parecidos en un hospital privado. Hoy por la mañana, todas las madres con sus hijos tenían cita para venir a las siete. A las siete y media ha partido el grupo con un voluntario extranjero que conducía el coche del proyecto y los acompañará durante todo el día. Z. y su madre han venido a las ocho. Yo he llegado a las ocho y media, y me los he encontrado diciéndole a la enfermera que habían llegado tarde porque el grupo se ha ido a las seis, y ellos tenían hora a las siete. Allí he intervenido, y he puntualizado que realmente el grupo los había esperado media hora antes de irse. También he matizado que nosotros habíamos pedido la cita, poníamos el coche, el chófer, el acompañante y habríamos pagado la consulta. Ellos sólo tenían que llegar a tiempo.

“ Y entonces, ¿qué hacemos?”, me ha preguntado la madre. “Lo que hubieráis tenido que hacer hace años: os vais al centro de salud, que os hagan el volante, y pedís cita en el hospital del barrio”.

_No pienso hacerlo

_ Pues así se va a quedar el niño

_ Será la voluntad de Dios

Allí la he hecho pasar a la oficina (no me parece de buena educación gritar ourdoors), y le he dado la consabida charla sobre la confusión entre la voluntad de Dios y “no me sale de los huevos mover un dedo”.

A nadie se le escapa que una parte importante de las posibilidades de mejora de una persona, en cualquier ámbito, se basa en la capacidad para distinguir las oportunidades que se presentan y saberlas aprovechar en tu propio beneficio. Todo ello (ver las oportunidades, actuar para aprovecharlas…) requiere de un esfuerzo. Y ese es el problema por aquí: cuando pides un mínimo esfuerzo, a veces no lo encuentras.

Obviamente, no creo que la voluntad de Dios sea que esta señora sea estúpida integral o que su hijo tenga que pagar una y otra vez su falta de interés. La pregunta que queda siempre en el aire es: ¿hay que volver a intentarlo? ¿Tenemos que volver a intentar llevar al niño al hospital? Porque en el hipótetico caso de que sí se presenten a tiempo a una nueva cita, y de que el cirujano acepte operar al niño, el niño va a necesitar que alguien pase con él varios días en el hospital, y que alguien le acompañe a rehabilitación durante varios meses. Si no podemos garantizar la correcta rehabilitación, muchas de estas operaciones de cirugía ortopédica resultan dolor inútil para los niños. La opción que a su madre se le presenta como evidente es que nosotros nos hagamos cargo de todo. Pero es que yo trabajo diez horas al día y tengo también una hija, y ella y su señor marido, aunque tienen más hijos, se pasan los días mano sobre mano. Y el hijo es suyo, coño.

Y lo peor es que en estas situaciones las madres y yo nos envolvemos en una negociación absurda que tiene como moneda de cambio e instrumento de chantaje lo único que ellas tienen y que a mí me interesa: sus hijos. En los casos más extremos, la salud de sus hijos. Lo más peor de lo peor es que sé que ellas siempre llevarán la apuesta más lejos, llegarán más al límite, hasta que algo, la salud de sus hijos, o nuestra compasión, ceda al chantaje. A veces sientes que te encuentras pequeñas notitas en los bolsillos de los cadáveres de estas discusiones. Tus notitas dirían “¡pardilla!, has vuelto a caer”. Y a lo mejor también las firmaría Dios.

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Dic 03

LA NENA Y EL PELO

Poco a poco, la Nena y yo nos vamos integrando en nuestra nueva vida. Un punto importante, obviamente, es la parte de nuestra vida que compartimos con la Santa Infancia. Como los excesos son, eso, excesivos, hemos empezado a tomar contacto poquito a poco, en los momentos en los que en vez de quinientos niños, pues sólo hay cien o doscientos.

La semana pasada estuvimos con M. y su niña de dos años, a la que todos llamamos Mita. En Etiopía las niñas pequeñas se llaman Mita y los niños pequeños Abush. Cuando creces, si tus padres se preocupan minimamente, deberías transicionar a tu verdadero nombre, pero hay quien se olvida, y se le queda Abush o Mita para toda la vida. Hago otro inciso para explicar que la Mita ha pasado dos años completos sin separarse de su madre, quien trabajaba sólo cuando la Mita la dejaba en paz. En los intervalos en los que su madre trabajaba, la Mita ha jugado sin descanso con un batallón de niños mayores que ella. Estoy convencida de que la infantita Leonor no ha crecido tan estimulada como la Mita. Como resultado de la larga baja maternal de su mamá, la Mita dejó el pañal antes de cumplir los dos años, y, algunos meses después, es capaz de expresar una gran variedad de opiniones y emociones con claridad. Están intentando enseñarle a tostar el café. Además, estos días está aprendiendo el significado de la palabra “celos”, porque se huele que la Nena le está robando el puesto.

_ ¿Qué tiempo tiene la Nena?– me preguntó M.
_ Mmmm… no sé, como un año y medio
_ ¿Y todavía no camina?– me preguntó de nuevo, mirando alternativamente a la Mita y a la Nena.
_ Esto… no- respondí sucintamente. Y M. que seguía comparando la Mita y la Nena, la Nena y la Mita. Anticipando el golpe, reaccioné –la Mita a esa edad ya caminaba, ¿no?
_ No, -me repuso dignamente- la Mita cuando cumplió el año ya corría y todo. Al año y medio ya contestaba el teléfono.

Es lo que tenemos las madres, que nos encanta tener razón. A los 35 y a los 18. Además de las opiniones de M., –“la Nena no te camina porque la tienes que coger sólo de una mano, no de las dos”-, tengo todas las opiniones del resto de la Santa Infancia, que aunque no tengan hijos, sí han criado varios hermanos. “Tienes que masajearle las piernas con vaselina al sol”, “no hagas nada, ya caminará cuando quiera”, “le tienes que hablar en inglés, sino nunca aprenderá inglés” (NO quiero que aprendar inglés, quiero que aprenda español, pero es que la Santa Infancia se olvida frecuentemente de mi nacionalidad y lengua de orígen), “¿pero no tienes dinero para ponerle mantequilla en el pelo?”. Como se ve, el modelo de crianza etíope está pensado o para hermanos mayores sin escolarizar o para madres que no trabajan. Aquí también, es materialmente imposible que te dé tiempo de hacer todo lo que se supone que tienes que hacer con tu hijo y su cuerpo (masajes, pelos, ejercicios varios…).

Lo del pelo me dejó muerta. Más que nada porque tenían un punto de razón: la cabeza de la Nena aparecía un poquitín descamada. Oh, Dios Mío. La tiña, pensé. “No, no es tiña, es sólo seco”, me dijo M., marisabionda ella. “Sólo tienes que cuidarla más”. Remató.

Después de dialogar con la señora G., ese ángel que vela por nosotras, ante mi negativa a ponerle mantequilla, vengo a saber que lo más de lo más para el cuero cabelludo de la Nena es el aceite de zanahoria. A 153 birr la botella, señores. En los días de mi Etiopía me he gastado yo ese dineral en un champú. No me ha quedado más remedio, porque me he dado cuenta de que el estado de la cabeza de mi Nena sirve como barómetro público de mis capacidades como madre de una niña abeshá.

Y que se joda la Mita, que el pelo le crece todavía a cachos porque siempre duerme en la misma postura. Yo a mi Nena la giro, para que le crezca uniforme. Seguro que eso a M. no se le ha ocurrido.

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