ECHANDO DE MENOS (Y DE MÁS)
Hace unos días vino B., que a veces parece un poco tonto, pero que no lo es en absoluto, y me dijo:
_ Estoy enfadado contigo
_ ¿Y eso? –yo, ante estas declaraciones de amor, reacciono con normalidad. Trabajo con adolescentes. SIEMPRE hay alguien rebotado conmigo.
_ Te has llevado a M. , y no me has dicho nada
_ No me lo he llevado –corrijo- lo hemos metido en un internado – es verdad, desde hace un mes, está felizmente internado con una congregación de curas. Dicen que es la sensación del internado – y sabes que es por su bien.
_ Ya, pero no me habías dicho nada
_ Lo siento –concedo
_ Y lo echo de menos
Y ahí sí no puedo ayudarle. Yo también lo echo de menos, pero estoy infinitamente contenta de que hayamos encontrado una solución que lo ha apartado de las calles y de su madre. Porque en los últimos meses, M. se había convertido también en la sensación del barrio, la mascota de todos los macarras.
En vez de venir al cole, se iba a pedir limosna a los minibuses. Hasta ahí, pues normal. Nuestra Santa Infancia tiene una tendencia natural a pedir (y a necesitar) limosna. Yo intenté combatir el instinto:
_ M., tienes que venir a clase. La calle es peligrosa. Para los macarras eres como un cachorro, y te abandonarán cuando crezcas – es verdad. La gente le toma cariño a los niños pequeños y, cuando crecen, los mandan a tomar por saco. Este año era el turno de M. como Niño Gracioso. Como la presidencia de la Unión Europea, el título de Niño Gracioso caduca más o menos a los seis meses.
_ Además, -proseguí-, te estás jugando la vida por unos céntimos de nada – la efectividad de sus actos puede ser un concepto difícil para un niño de seis años, pero no imposible – porque, ayer, al final, ¿cuánto dinero recogiste?
M., baja los ojos. Evita siempre el contacto visual, para regocijo de las que nos empapamos de manuales de psicología evolutiva. Se lleva la mano al bolsillo, cuenta, y me comunica:
_ Ciento cincuenta birr
Coño pelota. Eso es una pasta.
_ Un señor me dio cien birr, y los otros cincuenta me los dio otra gente. Además, una señora me dio ropa nueva y zapatos.
Y, mientras miraba a nuestro pequeño Huckleberry Finn, vestido más limpio que en todos los días de su vida, me di cuenta de que el problema era serio. Si yo fuera él, y cada día me encontrara ciento cincuenta birr, más ropa, más zapatos, con las narices que iba yo al colegio.
Y así procedimos a buscarle un internado en el campo. Y, con mucha ayuda de mucha gente, lo encontramos.
Lo echo de menos. Los macarras del barrio me preguntan por él. También ellos lo echan de menos. Luego me he enterado de que es porque el pequeño M. les pagaba la comida con lo que sacaba mendigando. Desde que se fue, no han vuelto a comer caliente.