EL MES
Hoy ha acabado mi calvario. Ha vuelto Brother House. Debo ser la única curranta del mundo que cuenta las horas para que vuelva su jefe. Porque la vida sin Brother House es muy, muy dura. La vez pasada que hice lo que popularmente conocemos como El Mes se me retiró hasta la regla. Esta vez, que tengo más callo -han pasado cuatro años-, he conseguido menstruar a su debido tiempo pero, una vez más, he desarrollado un apetito compulsivo del que planeo hablar mañana (u otro día).
Y no es sólo que Brother House, trabajando doce horas al día 365 días al año, sea un vacío dificilillo de llenar, no. En el campo educativo (lo que viene a ser solución de problemas cotidianos de la Santa Infancia), me apaño bastante bien. Y cuando no me apaño, con decir “lo hablamos cuando vuelva Brother House”, pues tira que te va. Lo que más me cuesta es la gestión de los campos de fútbol y otros deportes.
Lo de los campos de fútbol, verdaderamente, es más difícil que organizar la sección de lácteos del Mercadona (por lo menos). Vaya por delante que, como saben mis conocidos (y también la gente que me conoce menos, porque esto es algo que yo grito a quien quiera escucharme) O.D.I.O. el fútbol. En todas sus variantes: Futbito, fútbol ocho, fútbol sub-18, fútbol sala, fútbol sub-21…. De hecho, una de las más importante motivaciones a la hora de volver a Etiopía fue el hecho de que el equipo de mi cuidad natal ascendió a Segunda División. Aguanté la primera jornada de liga. Y, mientras no desciendan, aquí que me quedo. Creo -y sé que es una opinión profundamente polémica- que el fútbol saca lo peor de la gente. Y eso que yo, de pequeñita, era fan de Pelé. Pero sólo cuando lo veía en Evasión o Victoria.
Así las cosas, como se puede imaginar, me toca un pie quién juegue en cada campo o quién tenga que arbitrar cada partido. No entiendo las reglas. Y no me importan. En teoría, hay fans del fútbol (de todo tenemos) que sí entienden de estas cosas y están a cargo de los distintos torneos. El problema es que todo el barrio quiere jugar en el mismo campo, que casualmente es el de baloncesto. Porque ahora se ha puesto de moda jugar a futbito. Una pasión que los que normalmente juegan al baloncesto en el mismo terreno no comparten. Al margen del problema del campo, está el problema del balón. Porque tú no lo sabías, reina, pero a futbito se juega con un balón del número 3. Sí, los balones vienen numerados en función de su tamaño. ¿Que cuál es el número 3? El que no venden en Etiopía. Y a futbito, aunque tú no lo entiendas (porque eres cortita), o se juega con balones del número 3 o no se puede absolutamente jugar. Y todo el mundo sabe que la juventud, si se ve privada del fútbol durante más de dos días seguidos porque tú no has encontrado el puto balón, pues no tiene más opciones que darse a las drogas o a la bebida (aquí no venden la Wii). Por tu culpa.
Luego, para los amantes del fútbol clásico, tenemos dos campos: uno dependiente del centro en el que trabajo y otro que, por pertenecer a las escuelas que se encuentran en el mismo recinto, queda, en teoría, fuera de mi jurisdicción. En la práctica, resulta que, aunque ambos campos se asemejen con milimétrica precisión, el de las escuelas es más inestable -dicen. Ni muerta me he acercado a comprobarlo- y, según los expertos jugadores, se producen más lesiones allí, y entonces se vienen a jugar a nuestro campo, que es donde juegan los pequeños, que, aun siendo pequeños, si no tienen su partido diario de fútbol se ponen a aullar como cabrones. Y entonces yo sitúo a los pequeños en el campo de las pequeñas (que también juegan al fútbol, porque somos muy modernos. Ahora entiendo yo por qué las monjas nos ponían a hacer punto de cruz, coño), y entonces son las niñas las que aúllan porque sólo les queda el campo de voley y la pelota les choca en la red. Y yo en ese momento me pregunto qué tiene el ajedrez que lo hace tan poco popular y se me queda la cabeza como en blanco mientras me imagino un porche lleno de niños con corbatas y jerseys de punto, concentrados en una sucesión interminable de acertijos reflejados en los escaques. “Dios mueve al jugador, y éste la pieza. ¿Qué Dios, detrás de Dios, la trama empieza?”, citarían, embebidos de inteligencia, mesándose una inexistente barba.
Después de un mes de tensiones cotidianas, aderezadas por la celebración del campeonato organizado por el Kebelé* que voló de un plumazo el precario equilibrio que había conseguido establecer tras tres semanas de duras negociaciones, hoy, cuando me han planteado por enésima vez el acertijo de “somos cuatro equipos y los cuatro queremos entrenar a las cinco de la tarde en un campo para nosotros solos, pero tú sólo tienes tres campos que ofrecer” -que a mí me vienen ganas de responder como al chiste de los cuatro elefantes en el Seiscientos: “dos delante y dos detrás”, por decir algo-, pues me ha venido como una risilla y les he dicho, después de algunos minutos de reflexión: “Tururú. Ya ha vuelto Brother House. Se lo preguntáis a él”. Y me he quedado tan ancha.
Kebelé: Es la autoridad loca, de barrio. Como el ayuntamiento.