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Archive for the ‘Sociedad’ Category

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Mar 26

SER DIFERENTE

A. tiene trece años y es una Adolescente Gueter… diferente.
Hace mucho tiempo se llamaba Helen. En algún momento se cambió el nombre, se puso uno neutro (vale para chico y para chica) y nunca jamás volvió a llevar faldas. Hace dos años se quedó sin familia y bastante colgada y la canguro de la Nena la acogió en su casa. Nosotros la acogimos en el proyecto, y la escolarizamos.
En la actualidad viene al proyecto cuando la escuela que retomó y el equipo de fútbol del que forma parte se lo permiten. Tuvimos que cambiarla de escuela porque el año pasado iba a una escuela en la que le obligaban a llevar falda y pelo largo. Obviamente, no funcionó.
A pesar de su muy difícil historia familiar y personal, A. es una niña (porque es todavía más niña de lo que ella cree) sociable y cariñosa. Externamente, se viste y comporta como un chico. De hecho, hay mucha gente que piensa que es un chico, y que cuando visita el proyecto nos preguntan por qué tenemos un chico. “No es un chico”, respondo. Y ya. No digo ni una palabra más. No es asunto de nadie. Ella ha elegido vestirse y comportarse así y, visto que no perjudica a nadie, no tiene por qué dar explicaciones. Nunca se las hemos pedido y a ella, y a otra integrante del equipo de fútbol femenino que también hay en el proyecto, las demás las llaman cariñosamente “los Hermanos”.
A. es parte integrante de nuestras vidas. Mi Nena la quiere con locura. La única motivación para querer ponerse un pantalón es que “mira, así te vistes como A.”. A., por su parte, quiere a mi Nena con un cariño y una ternura que me conmueven. La veo jugar con ella durante horas, sin aburrirse, sin mirar el reloj. Tienen una complicidad de hermanas, por la que doy gracias cada día. Mi Nena sabe que A. es una de esas personas que la quieren y la protegen. Nunca se tienen bastantes de esas, ¿no?
A A. la llamaron ayer de un centro de entrenamiento de fútbol femenino de la Oromia. El lunes se irá a vivir allí. Es un internado donde juegan a fútbol. Todo pagado. La Nena ha dicho que ella se va con A. a jugar al fútbol. El internado está en Ambo, a pocos kilómetros de Addis y no demasiado lejos de aquí.
A. estaba contenta. Es su sueño. Cuando me lo ha dicho, le he dado la enhorabuena. “A ver cómo se lo decimos a la Nena”, he comentado. A. ha bajado la mirada. “¿Qué pasa?, ¿no quieres ir?”.
“Sí quiero ir… pero aquí he estado bien”, me responde. Es verdad. En Zway ha encontrado una familia, un poco rara, pero que la quiere mucho. Y que no la juzga. Y que le dejan llevar el pelo y la ropa que quiere.
“A., no te preocupes”, le he dicho, “seguro que allí encontrarás más chicas como tú”.
Me mira raro.
“Chicas que juegan al fútbol. Ya verás que enseguida te harás al ambiente. Y, si no, llama y te vamos a buscar”
“¿Vendríais?”
“Por supuesto. Que no se te olvide: aquí siempre puedes volver”.
Creo que a A. le asusta eso: perder su sitio al que volver. De momento, la niñera ya ha firmado como su madre el permiso para ir al internado. Le hemos preparado la bolsa. Le he puesto hasta bragas nuevas y sujetadores. Bragas de pantaloncillo y sujetadores deportivos, como las atletas de verdad. La vamos a echar mucho, mucho de menos.

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Mar 17

KOSHE 2017

Me llama la Santa Infancia. Que se les ha caído esto en la cabeza la semana pasada. Que el barrio es un caos. Lo que más me sorprende es que, incluso en llamadas cómo esa, me pregunten veinte veces que qué tal estoy. Bien, cariños. Yo salí. Yo ya no vivo en Koshe.

Pienso repetidamente que no hay nada más triste que vivir y morir en la basura. Bueno, sí: que alguien diga que fue un accidente.

_ ¿Te acuerdas de la montaña enorme de mierda que hemos ido acumulando a lo largo de los años? Sí, hombre, la que a un cierto punto cubrimos parcialmente de tierra y fingimos que no había existido nunca

_ Ah, sí, Koshe, ¿no?

_ Pues flipa, se ha derrumbado

_ Quién lo hubiera dicho… qué cosas

Las reuniones en el Ayuntamiento de Addis Abeba deben de ser un descojono. Visto que por ahora nadie ha dimitido, y ninguna compensación ha sido ofrecida a las víctimas, supongo que, de nuevo, como Dios existe, pues ya no hace falta nada más.

Y dirán que eran chabolas ilegales. Algunas sí, otras no lo eran. Eran terrenos dados por el Ayuntamiento para las familias de los militares que participaron en la guerra con Eritrea.  Algunas, como la casa de Getanew, un ex compañero mío de trabajo, eran casas normales, de una planta, tres habitaciones, una letrina, un televisor. Su madre, su padre y una niña de la Santa Infancia que vivía con ellos ya no están. Su casa tampoco. Y dirán que ha sido culpa de los pobres que queman la basura. No; sólo queman la basura los empleados del basurero. Los pobres hurgan entre la basura y la reutilizan. No la queman. Si la queman, no encuentran nada. Y dudo yo que una hoguera te desencadene una avalancha de toneladas. El problema, desde mi punto de vista, es que la montaña de Koshe medía más de treinta metros y se extendía más de dos kilómetros. La separaba de las casas colindantes una red de dos metros. No era montaña. Era ya meseta.

A las lluvias no pueden culparlas, porque hace meses que no llueve.

Por cierto: la gente NO vivía en Koshe. Vivían al lado de Koshe. En la basura sólo dormían los niños de la calle, y desde hace sólo algunos años. Antes nadie dormía dentro porque por la noche acudían las hienas de las montañas cercanas.Muchas de las casas sepultadas eran casas normales a las que Koshe les había crecido demasiado en los últimos años.

Una vez pasaba por la Ring Road. Koshe se había llenado de pequeños lagos con las lluvias. Vi a un joven que, completamente desnudo, se tiraba de cabeza en uno de los lagos. Era por la tarde y no había demasiado humo. Volaban los buitres y aquella persona parecía nadar. Me pareció precioso.

Siempre me fascinó aquel cacho de humanidad de detrás de mi casa. Su inmensidad, su espectacularidad. También su dureza y como, de vez en cuando, nos recordaba que nadie podía escapar: el humo que muchos días llenaba el barrio, la peste en la ropa, en las cortinas de casa, en los cuerpos y el pelo de la Santa Infancia. La peste y el humo. El humo y la peste.

El basurero se llama Koshe (literalmente, suciedad o basura), y, por extensión, el barrio crecido a su alrededor también. Pero originariamente se llamaba (y se llama todavía así la rotonda de la Ring Road), Ayer Tena. En amárico: “el aire de la salud”. Yo esto lo contaba siempre en los momentos en que la peste era más fuerte y la gente se meaba de la risa. Yo también.

Soñaba con hacerme una sesión Trash The Dress con un tutú en la cima de Koshe. Estos días sueño la sonrisa de Serkaddis, cuando llegó del Wollo, cuando entró en Koshe. No recuerdo ni siquiera con claridad el resto de ella, ni a su hermana, de la que sólo recuerdo el nombre. Recuerdo su sonrisa tímida. Serkaddis no se murió la semana pasada. Empezó a morir hace seis años, cuando se bajó con su madre y su hermana del autobús, y decidieron que, siguiendo los pasos de sus paisanos, vivirían en Koshe. Igual que Kiddist. Igual que otras decenas de personas. Igual que todo ese barrio, que fue mi casa y que recuerdo con inmenso cariño. Todo él. El mercado, la Ring Road, el Alert Hospital, el barranco de detrás del Alert, las calles de barro, el fango, los mendigos, los leprosos, las familias medio bien que habían recibido tierra para construir en esa esquina de Addis Abeba, Koshe, Koshe, Koshe. Leprosario, campo de refugiados, basurero. Y tumba.

“¿De dónde eres?”, les preguntaban a mi Santa Infancia en los hospitales. “De Koshe”, respondían, orgullosos, porque era ciudad. Ciudad de mierda. Eso, pobres, nunca lo decían.

 

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Dic 22

ESA CLASE DE MADRE

Hace un mes tuvimos una reunión con la Señora F. y su marido para anunciarles que había llegado un equipo de cirujanos extranjeros a un hospital cercano y que su pequeña A., de siete años, podría por fin someterse a la amputación de la pierna izquiera, una pierna que se le dañó de pequeña y que en la actualidad le colgaba inerte dándole un aspecto muy Crónicas de Narnia, visto que la criatura se movía, fundamentalmente, a la pata coja.

No es la primera vez que alguien les comentaba la necesidad de amputar. La Señora F. miraba perdida alrededor: _ Qué pasa, F., qué piensas – le pregunté

_ Siempre hace igual– bufó el marido – la vez pasada igual.

_ F., díme qué pasa

_ Que no quiero serlo

_ Ser el qué

_ Ese tipo de madre

_ ¿Qué tipo?

_ La clase de madre que deja que alguien le corte las piernas a sus hijos. ¿Qué clase de madre soy? ¿Qué madre consiente que corten la carne que ha parido?

Y allí hubo una diferencia en las reacciones: la gente sin hijos se puso a explicarle las ventajas de la amputación. Las que tenemos hijos sólo la mirábamos. Y la entendíamos. Qué clase de madre eres, que ni siquiera puedes conservar las dos piernas de tu hija. En qué mundo extraño y retorcido tienes que alegrarte porque alguien se ofrezca a cortarle la pierna a tu hija. En un mundo de mierda, sin lugar a dudas.

A un cierto punto, la señora F. se echó a llorar. La gente sin hijos le decía que no era para tanto, que luego le pondrán la prótesis. Que no llorara.

_ No – le dije – llora ahora. Llora mucho. Porque es una faena que haya que cortarle la pierna a A., porque es pequeña y porque se va a enfadar. Llora ahora y luego, luego prométeme que no vas a llorar hasta el año que viene. Porque A. te necesita fuerte, y porque la amputación es sólo el principio. Lloramos hoy y luego, F., no volveremos a llorar hasta dentro de un año. Ese es el plan.

Y así lo hemos hecho. Cuando hoy han venido con las muletas y sin pierna, nadie ha llorado. “Guau, A. qué muletas tan chulas”– le he dicho. Con un gesto rápido me las ha tirado: _ Pues para ti. Yo no las quiero. Quiero que me devuelvas mi pierna.

He mirado a la señora F. No llores. No ha pasado un año. Todavía no.

_ Vale, me las quedo. Me parecen súper chúlas. Mañana las pinto. Y podemos jugar – he llamado a los demás niños – podemos fingir que son fusiles, espadas –he comenzado a disparar con las muletas, luego hemos hecho el trenecillo con las muletas, hemos jugado un rato con las freacking muletas.

_ Bueno, me voy a trabajar

Los peques, obviamente, querían seguir jugando con las muletas.

_ Las dejo aquí. El que las quiera, que le pida permiso a A. Porque son suyas– la he mirado – que nadie toque las muletas sin su permiso.

_ Sí, son mías – me ha dicho – ¿mañana podemos pintarlas?

_ Por supuesto. Del color que tú quieras. Bien bonitas las vamos a dejar

Su madre me mira. Me sonríe. “Se acostumbrará”, le digo. “La que no se acostumbra soy yo”, me responde. Supongo que no se acostumbra a ser esa clase de madre. Esa que ni siquiera puede preservar la carne de sus hijos. Supongo que a ciertas cosas es mejor no acostumbrarse. Cuando tienes hijos (y me van a permitir que no distinga entre maternidades), al dolor de madre, ese dolor impotente, enorme, desgarrador, incluso cuando es otra la que lo sufre (me van a permitir también que me quede en femenino), es imposible acostumbrarse.

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Dic 20

MUNDO ADELANTE

Hace un par de semanas me llegó un mensaje al móvil, anunciándome que estaban por aquí los de Españoles por el Mundo. Que, si alguien estaba interesado, que fuera a un bar a una hora para verlos. Yo no fui, en primer lugar porque era en Addis, y en segundo porque me conozco: soy demasiado empática. Mi pasado de periodista, lejos de darme las bases para una adecuada protección de mi intimidad y de la de la Nena, hace que me den pena las Paqui Peña de turno. Yo sé que si me ponen un micrófono, lo largo todo, Nena incluída.

En esto pensaba yo esta mañana, en mitad de mi sesión de masaje. Hace un mes empezó a dolerme la espalda y yo, que soy muy de “donde fueres, haz lo que vieres”, hoy me he decidido a acudir a una masajista local. Muy local.

He ido a su casa, que era la tradicional chabola de barro. En el patio, entre los árboles de falso banano, la señora me había puesto un plastiquillo con un colchón de paja. Primero me ha ofrecido un café, luego se ha calentado las manos acercándolas al hornillo del café, y luego me ha pedido que me desvistiera y me tumbara en la mencionada zona chill out.

Allí he estado durante veinte minutos mientras la señora me hacía el masaje. A mí me ha parecido bastante profesional, al margen de las ovejas que nos pululaban alrededor. Al menos ha cerrado la puerta de la calle con candado, porque a mí la imagen de la frenji tumbada medio en bolas bajo los árboles de banano con la señora curandera que me manoseaba me parecía desternillante, y sé sin lugar a dudas que la gente pagaría entrada para verlo. Y allí es cuando he pensado que, si me pillan los de Españoles por el Mundo, me hacen un especial. Los de Documentos TV no, pero los de Españoles sí. Dirán ustedes que estoy exagerando. Les comento que el final de la jornada laboral por la tarde me ha pillado subida en un carro tirado por asnos, sentada encima de una montaña de sacos de berberé, circulando por las calles de la ciudad cual reina de las fiestas de un pueblo mú raro.

Si no los llamo es por miedo al qué dirán, porque luego la gente dirá que quién soy yo para lanzar a la Nena a la fama y demás. En fin. Esperaremos hasta que desarrollen Etíopes por el Mundo y la vengan a ver a España.

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Dic 20

INTERNET DE EMERGENCIA

Mensaje en whatasapp: “te escribieron del XXX donador hace varios días… hay que contestar”

Ya. Desde febrero tenemos censura férrea, por lo que si queremos acceder a nuestros mails tenemos que usar un proxy. Desde hace dos meses, las líneas aéreas de Internet no funcionan e Internet sólo funciona en las líneas terrestres, esto es, en alguien que pague más de cien euros al mes por una conexión que, en el mejor de los casos, funciona la mitad de los días.

Voy al Internet café. Como uso un proxy, me pide un código de verificación que mandan a mi teléfono móvil. No hay red de móvil, no recibo el código, no puedo entrar.

Vuelvo a casa, cojo el ordenador, voy al wi-fi más cercano donde suelo conectarme, y la conexión hace tres días que aparece “limitada”, lo que en la práctica quiere decir que no te puedes conectar a nada.

Salgo al jardín trasero. Las monjas de la casa de al lado también tienen wi-fi. Me aparece la conexión. Me conecto. Nótese que estoy en un jardín, arriesgándome a que me caiga un plátano en la pantalla del ordenador y con tanta luz que es muy difícil ver nada. Tengo suerte y la batería del ordenador está cargada.

Se va la luz. Desaparece la conexión. Llevo dos horas dando vueltas, estoy sudando y no he podido ver ni un solo mail.

Y no es un día excepcionalmente desafortunado. Es un día normal. Es siempre así. Si tengo suerte, en unos diez días conseguiré ver el mail del donador y contestarle. Como se puede imaginar, cuando alguien te dice “me corre prisa que me mandes las fotos del campo de fútbol que pagó XXXX”, un poco te da la risa floja. Si te pidieran que hicieras el pino puente mientras engulles una galleta y tratas de decir Pamplona, tendrían más posibilidades de quedar satisfechos.

¿Estado de emergencia? Ojalá fuera sólo eso.

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Dic 14

ADOPCIÓN LOCAL

Este año tenemos en el proyecto una señora que, por el momento, es la única persona etíope de nivel digamos vulnerable que conozco que ha adoptado un niño.

Cuando la señora K. llegó al proyecto, se limitó a comunicarnos que tenía cinco hijos. De estos cinco, uno de ellos presentaba problemas de motricidad medio leve en una mitad del cuerpo. Así, fuimos con niño y madre a una clínica para que nos indicaran el mejor camino a seguir. Y allí, cuando los médicos le preguntaron si el niño había nacido así, nos contestó sucintamente “no lo sé. Me lo encontré por la calle”. En el momento, me quedé muerta y, tengo que decirlo, elaboré un montón de ideas en mi cabeza “seguro que no lo quiere, seguro que lo quiere para limpiar, seguro que se lo ha robado a alguien”. Y no. Simplemente lo ha adoptado. A su manera, pero adoptado.

Es verdad que se lo encontró por la calle cuando el niño tenía alrededor de seis meses. “y te pareció una buena idea quedártelo, ¿no?”, le espeté. “No”, me contestó, “intenté buscar a su madre, pregunté en el barrio, fui a la policía y denuncié el hecho. Al final, como no apareció nadie, los servicios sociales me escribieron una carta donde me confían la tutela del niño”. Y todo era verdad. Considerando que la señora no sabe ni leer ni escribir, el todo me pareció amazing. “¿Por qué crees que lo abandonó?”, le pregunté. “Supongo que porque entonces ya se le notaba que no movía una mitad del cuerpo”, me respondió. Para una persona que ya tenía tres bocas que alimentar en casa en ese momento, tengo que decir que la decisión consciente de criar y querer a un niño con una discapacidad evidente, en esta Etiopía limitada e ignorante que suele dejar morir los gemelos pequeños, le honra. Mucho. Además, cuando encontraron al niño, la señora K. tenía otro niño también de menos de un año, por lo que dividió pecho y atenciones entre los dos. Los dos se crían bastante bien. Al menos se crían igual.

El niño S., de seis años, tiene la misma edad que este hermano. Y la señora les trata exactamente igual. S., además de problemas motrices, tiene hiperactividad. No es que sea movido. Es que, objetivamente, habría que medicarlo. Es bastante imposible trabajar con él. Su madre lo quiere muchísimo, tiene una paciencia infinita con él y ha accedido a llevar al hermano a la escuela a condición de que también S. pudiera ir a la misma escuela. Nunca pide cosas sólo para el uno o el otro, sino que está atenta a prevenir celos y, si al hermano las cuidadoras le dicen que ha hecho algo bien, ella enseguida añade algo que S. haya hecho bien. Si nos volcamos demasiado con S., porque es muy afectuoso y porque es más vulnerable, la señora K. nos acerca enseguida al hermano y, de alguna manera, consigue entretener a los dos. Todos los niños de la señora K. son niños simpáticos, abiertos y muy movidos.

Hoy contemplábamos las dos a S., que corría torpemente y ha saltado desde un sitio demasiado alto para él. Ha aterrizado entero, se ha levantado sonriendo y nos ha saludado. Una de las señoras ha dicho: “es peligroso. Se abrirá la cabeza”. Su madre, tranquila, ha rebatido: “No. Es fuerte. Sólo fuerte”. Supongo que lo ha aprendido de su madre.

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Dic 12

SE APRENDE

Hace siete u ocho años fui un día a las oficinas de Inmigración de Addis Abeba. Allí me encontré un grupo de familias españolas envueltos en los últimos trámites de la adopción de sus churumbeles. Ya entonces me llamaron poderosamente la atención. Ellos y sus carritos. Porque todos llevaban carritos, y serían como seis familias, y en aquel pasillo no había quien se moviera, con tanto carrito por medio. Me pareció algo absurdo, contando con que todos los niños eran pequeños, Addis está muy poco asfaltada, y para llegar a Inmigración subes una escalinata de al menos veinte peldaños, y tienes que pasar por una muy estrecha caseta de seguridad, de forma separada hombres y mujeres, y por lo tanto el carrito lo había tenido que meter sólo uno de los dos. Poco imaginaba que el correr del tiempo me sorprendería también a mí tratando inútilmente de empujar el freaking carrito en las mal asfaltadas calles de la periferia de Addis Abeba.

Aquel día, en Inmigración, uno de los niños estornudó. Entiéndase que en aquella época había como tres supermercados en toda Addis. Me dejó bastante estupefacta la inmediata proliferación de cleenex, toallitas de varios tipos, esponjillas y detergentes varios entre la tropa española. Hubieran podido sonarle los mocos a un batallón de recién nacidos y esterilizar una sala operatoria en el mismo pasillo de Inmigración.

Algunos años después me encontraba yo en el aeropuerto, aguardando pacíficamente para venir a España. Había una pareja de españoles con su peque recién adoptado. El niño se cagó. Me entretuve observándolos mientras le cambiaban el pañal. Como si viera una película, porque eso es lo que les costó cambiar el pañal. Tardaron como cinco minutos, usaron unas veinte toallitas, abrieron y cerraron el pañal varias veces (“si no se lo atas bien, se le saldrá todo”) y se intercambiaron varias veces los roles (“déjame a mí, anda”): uno cambiaba pañal mientras el otro le indicaba desde la espalda lo que tenía que hacer, en una dinámica tan agradable como ir conduciendo con alguien de copiloto que te indica constantemente cómo tienes que conducir. Antes de proceder al cambio de pañal, acondicionaron el banco como si el niño tuviera que permanecer encamado quince años en el mismo, y desvistieron completamente a la criatura. Obviamente, le cambiaron hasta los lazos del pelo y le pusieron lazos del pelo nuevos y limpios, y se pusieron a contar cuántos lazos del pelo y cuántos pañales limpios les quedaban porque el vuelo iba con retraso. Luego se pasaron dos horas intentando dormir al churumbel, hasta que éste se volvió a cagar y repitieron toda la operación, esta vez intercalando teorías de lo más variopinto sobre la caguerilla del churumbel: la leche, que es nueva; la cena, que es nueva; nosotros, que somos nuevos.

A lo largo de los años, esta escena de familia recién formada en el aeropuerto o en el avión la he vivido varias veces. Una vez, incluso, me tocó vivirla a mí. Contrariamente a mis planes, mi Nena y yo viajamos a España sólo un mes después de su llegada a nuestro hogar. Fue con diferencia el peor viaje de mi vida, que alcanzó su momento cumbre cuando mi Nena, aprovechando el único momento en el que se me dobló la cabeza, sobre las cinco de la mañana, le mordió las orejas al pasajero de al lado, que también dormía. Conclusión obvia, a nuestra llegada a casa: “La maternidad te sienta fatal”. Llegué descompuesta, después de todo tipo de vicisitudes.

Después de aquel primer viaje, una idea me asaltó con claridad: “volveremos sólo cuando le toque hacer la primera comunión o cuando hayan perfeccionado la teletransportación. Lo que pase antes”. Obviamente, mi familia en España no ha compartido esta idea y hemos vuelto desde entonces, al menos, una vez al año. El último vuelo, el pasado verano, fue increíblemente bien. La Nena parecía sacada de un catálogo de nenes de comportamiento perfecto. Cenó, vio la película, y se durmió del tirón hasta Madrid.

Viene todo esto a que la principal conclusión que puedo ofrecer después de tres años de vida en común junto a la Nena es la siguiente: se aprende. Aprendemos ella y yo. Se aprende a cambiar pañales en situaciones inverosímiles, se aprende a limpiarle el culete con una hoja si nos hemos olvidado los cleenex en casa, se aprende a cocinar una cena aceptable en diez minutos, se aprende que a ella le importa más que me siente junto a ella a jugar cuando llego a casa que que me ponga a cocinar, se aprende que, si estamos juntas en casa, me será materialmente imposible hacer nada que me tome más de veinte minutos, se aprende que llevar un libro a la playa no quiere decir que vayas a leerlo.

Hace dos días estábamos la Nena y yo en un baño fuera de casa. Tenía el cordón de la cadenilla caído dentro de la cisterna. En lo que la Nena se subía los pantalones, abrí la cisterna y saqué el cordón por el agujero.

_ Mamá, ¿qué haces?

_ Arreglo el váter

_ ¿Por qué? Mamá, no tienes porqué arreglar todo – me soltó.

Nos queda mucho, mucho por aprender. Ciertamente, me queda más a mí por aprender que a ella, porque todavía hay cosas que me pillan medio pez. Hasta ahora ha sido fascinante. Es fascinante. Y seguro que será fascinante.

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Dic 07

TÚ, QUE NUNCA HACES CASO

Ella nunca hizo caso. A nadie. Ni siquiera cuando le dijeron que tenía que casarse. Ni siquiera cuando le dijeron que a una mujer los estudios le servían para más bien poco. Nunca se casó. Acabó la FP y se fue de aquel pueblo hecho de polvo y envidias. No hizo caso cuando le aconsejaron marcharse a Addis Abeba. Su objetivo era otro. Volvió de Dilla dos años más tarde con algo de dinero, embarazada, sola y contenta.

Dicen de ella que siempre ha hecho un poco lo que le ha dado la gana. Yo tengo que decir que, cuando tuve que decirle lo peor que le he dicho jamás a nadie –“no, M., esto no tiene solución”-, sí que me hizo caso. Se dobló en dos, y calló profundo, profundo. Y después de un rato, se levantó para vivir cuatro días eternos.

Me llamó al día siguiente: “Kaktus, nos vamos a casa. Dejamos el hospital”. Y sé que quería que le contestase “no, esperad, tiene que tomarse las medicinas”. Lo podía sentir, en su respiración, que esperaba esa respuesta. Tragué saliva. “Me parece bien. Os paso a ver luego”.

Y de nuevo, en este África despiadada, otra Piedad. Cuatro días con sus noches. M. y su niño bonito, su bebé. “Sólo esperamos que venga Dios”, me decía. Y a mí me faltaban las fuerzas para decirle “ya está aquí. Lo tienes en brazos”. He tragado tanta saliva estos días. Y la Madre, M., que de puertas afuera afirmaba que habría aceptado la voluntad de ese Dios ortodoxo, mientras bajito le susurraba a su niño amarillo “no te vayas, amor, quédate conmigo”.

En Etiopía los lutos de niños de menos de un año son asumidos como un mal necesario. Algo que te puede pasar. La tradición manda que muestres al mal tiempo buena cara, que te perfumes y te pongas mantequilla en el pelo, para demostrar que aceptas la voluntad de Dios con el mejor de tus ánimos. Y para que Dios no te castigue.

Así, al día siguiente del entierro de su niño amarillo, a M. se le aparecieron los ancianos del barrio, dispuestos a ponerle la mantequilla en la cabeza. No hizo caso. Les gritó como nadie les había gritado nunca. La recriminaron: “no querrás que Dios te castigue. No querrás que te quite otras cosas u otra gente”.

Dicen que respondió “y qué me va a quitar, si ya se lo ha llevado todo. Que venga, ahora que ya no lo espero, y que se lleve lo que quiera”

Cuando volví a verla, una semana más tarde, se estaba poniendo la mantequilla en el pelo. “Ya que la trajeron, era una pena que se pusiera mala”, explicó con sonrisa cansada. “Y no tengo nada que perder. Ya no”

Entró en mi vida de forma fortuita. Alguien me pidió que la ayudara a entender los males que aquejaban a su pequeño. Dos meses más tarde, lo único que pude darle fue el convencimiento de que nada ni nadie, en ningún sitio, hubiera podido salvar a su pequeño. De que es la mejor madre que ese niño podía tener. De que vivir y morir rodeado de amor es algo bonito. Aunque sólo se viva cuatro meses.

Cuando nos encontramos la primera vez, le dije: “sabes que no soy ni doctora ni enfermera”. “Sí, lo sé, pero me han dicho que sabes cómo luchar”. Me he labrado una fama como problemática en hospitales. Luchamos las dos, luchamos con todo lo que éramos, ella infinitamente más que yo, porque tenía infinitamente más que perder.

Mantengo que esas semanas fueron para mí un regalo: el regalo de acompañar a alguien que sufre, y no acompañarlo con dinero, o con proyectos, o con actividades…sólo acompañar. Estar allí. Hasta que Niño Amarillo se fue, y nos desaparecimos todos, y la dejamos con su mantequilla y su pena, y su seno rebosante y su tristeza final.

Ayer me la encontré, después de varios meses de no verla. Iba por la calle, con velo negro, empeñada en su luto –nadie lleva mucho luto por los niños pequeños-, con unas amigas. Saludé a todas con un abrazo. Ella me abrazó sólo un poquitín más de lo necesario. Cuando siguieron ellas su camino y yo el mío, concluidos los saludos de rigor, me volví para verla marchar. Se volvió ella también.

“Gracias”, me articuló con la boca.

Hay muchísimas cosas que no merezco. Su agradecimiento es sólo una de ellas.

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May 03

ROAD MOVIE

Hace poco tuve que ir a Addis Abeba para unas gestiones. Como era poca cosa, fui y volví en el día en autobús. A la vuelta, después de un día que había empezado a las cuatro de la mañana, estaba yo un poquitín cansada, deseando llegar a casa. Así, me metí en el primer minibús de 16 puestos que encontré y esperé a que lo llenaran con, al menos 30 personas.

Una vez abarrotado el vehículo, partimos. Cuando salimos de la única autopista que hay en Etiopía, nos paró la policía, más o menos a mitad de camino entre Addis y Zway. Creo que los conductores (conductor y chaval asistente) pagaron soborno para que la policía no se diera cuenta de que sobraban como diez personas en el interior de la furgoneta. Luego, para dar una apariencia de servicio, nos dijeron al pasaje “recordad que el precio justo son 55 birr”, y nos dejaron ir.

Al poco, el asistente empezó a pedirnos el precio del billete. Según él, 60 birr. Toma ya. La gente empezó a rebotarse, y el conductor paró el bus, y dijo que hasta que no pagáramos los 60 birr por barba, de allí no nos movíamos. La gente siguió roñando y, al final, como todos queríamos irnos, empezaron a decir que vale, que total 5 birr no son nada.

A mí, en aquel momento se me juntó todo: llevaba dos horas plegada en tres, estoy hasta los webs de los “vale, total para qué”. Al final siempre se paga, en todas partes. Y es un abuso. Un abuso de 5 birr, pero un abuso. Mientras el chófer repetía “o 60 birr o no nos movemos”, salté:

_ Hay otra opción – me oí decir- visto que vosotros sois dos, y nosotros somos 20 tíos y tres tías, hay otra opción.

Expectación y silencio.

_ Podemos daros una hondonada de hostias entre todos, dejaros aquí tirados, llevarnos el minibús hasta Zway (tengo carnet de conducir) y ya vendréis a buscarlo cuando podáis/queráis. Y entonces, en vez de 60 birr, pagaríamos cero birr. Todo for free.

_ ¿Y si denuncian? – me preguntó una chica que estaba a mi lado

_ Que denuncien si tienen lo que hay que tener…y los papeles en regla para conducir el minibús.

Silencio sepulcral en el minibús. El chófer y el asistente se miraban con intensidad.

_ Vale, 55 birr

_ Pues a pagar todos, que se nos va a hacer de noche.

Y así llegamos contentos y felices a Zway. Todos me dieron las gracias, menos el conductor y el asistente. Yo sólo ofrecí opciones. No es mi culpa que aquí las opciones estén muy mal vistas.

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Abr 30

COLE

He ido hoy a buscar las notas al cole de mi Nena. Sí, a mi Nena la califican. Numericamente. Y le hacen exámenes. Y tiene tres cuadernos: uno para inglés, otro para amárico y otro para matemáticas.

La cartilla de notas estaba bastante bien: en teoría tendrían que evaluar aptitudes como el compartir juguetes, la concentración, la memoria, la capacidad de seguir instrucciones… sólo que en todas esas casillas las maestras pusieron el mismo número. Un número basado únicamente en la capacidad de leer y escribir de mi Nena, que en este momento es nula. Y así, nos han cascado un 50 sobre 100 en todas las “materias”, menos en deporte, que le han puesto 100, y en “honestidad”, que también les han puesto 100 a todos los niños. Creo que puede ayudar a entender la situación el contar que mi Nena tiene tres años y medio, que hace el equivalente a Primero de Infantil, y que creo que fue la niña con las notas más bajas de toda la clase (los demás tenían entre 70 y 90). Los cuadernos se notaba descaradamente que se los rellenan las maestras. Mi Nena no podría dibujar un “8” ni borracha. Tampoco sé por qué se los rellenan: yo ya sé que no sabe escribir.

Y este es el quid de la questión: quiero decir, yo no me preocupo. Me limito a pensar que mi Nena no está echa para el sistema educativo infantil etíope (o viceversa), que es todavía pronto para saber leer y escribir, y que los demás niños son algo más mayores que ella (algunos hasta dos años más mayores que ella, aquí cada quien empieza Infantil cuando se acuerda de empezarlo). Pero, dando vueltas al tema, me veo un poco como esas madres que mantienen contra viento y marea que sus hijos son normales, que sólo necesitan tiempo… y luego al final se encuentran con un marrón enorme porque el niño realmente tenía problemas y no se buscó la ayuda a tiempo. Aparte de que ignorar todo lo que me dicen en la escuela –básicamente que la niña se porta/reprime mega bien, juega normalmente, canta como un ruiseñor, pero no es capaz de hacer ningún ejercicio escrito- me parece un poco heavy. Quiero decir: si no tomo en cuenta nada de lo que me dicen las maestras, ¿por qué la mando al cole? Por socializar, me repito. Para que juegue, me repito. Según las maestras tendría que trabajar con ella en casa por lo menos una hora todas las tardes. Ya he dicho que tiene tres años y medio. Pasamos una hora todas las tardes en los columpios, y no sé si está dispuesta a cambiar columpios o juegos en la calle en el barrio por una hora de desarrollo de destrezas escritas. En el hipotético caso de que yo realmente fuera capaz de enseñarle destrezas escritas. O de que ese tipo de enseñanza se llamara “destrezas escritas”, que creo que me lo he inventado.

Y en el fondo me preocupa, porque no es que vea a la Nena “un poquitín” por detrás. Es que está a años luz de alcanzar el nivel que piden. Cuando le preguntas si sabe escribir, te responde “sí, sé escribir el cero”. Y te casca un cero que es un gozo. En los días inspirados, le dibuja rayos y lo convierte en un sol.

Y tampoco es tan indiferente a mi preocupación el hecho de que las niñas de mis Señoras Vulnerables analfabetas sí han sacado 80s y 90s. Y la Nena de la frenji… la última de la clase. Con Einstein, me consuelo, mientras rezo para que niña, al menos me aprenda cinco letras en amárico de aquí a final de curso. Así sólo le quedarán doscientas sesenta para el año que viene.

 

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