DEVIL CAME TO ME
El otro día, W. se desmayó en la clase de baile. Sí, los mayores de la Santa Infancia han desarrollado este año una pasión nunca vista por los bailes tradicionales etíopes. Se han buscado un profe y se pasan tres horas todos los sábados sudando la gota gorda y moviendo los hombros compulsivamente.
En medio de tanta pasión, a W. le dio un jamacuco y tuvo un momento de ausencia mental. Una vez más o menos recuperada, varias amigas la acompañaron a casa. Por razones que no vienen al caso y que incluyen una voluntaria muy, muy estresá (que no soy yo), fuimos por la noche a su casa para asegurarnos de que estaba bien. Cuando llegamos era ya de noche y W. esperaba con sus tres amigas a la puerta de su casa, porque su madre estaba fuera y no había llegado todavía. La voluntaria estresá (que no, que no soy yo) sacó su vena maternal y a W., ante la atención focalizada sobre su persona, le volvieron todos los males de este mundo. Tanto, tanto le dolía, que se sumergió en una crisis histérica con todas las de la ley. Sus amigas, rápidas como el rayo, alcanzaron una conclusión unánime: está endemoniada. W. así lo entendió y, como suele hacer la Santa Infancia, una vez metida en el papel, decidió ir a por el Óscar. Todo el mundo sabe que los Golden Globes son de pobres.
Y allí estábamos cuando llegó la madre: cuatro frenjis (una de ellas apunto de empezar a repartir leches, y ésta sí era yo), tres niñas abeshá, W. que gritaba como una posesa (literal) y un nutrido grupo de vecinos que habían salido a ver el show. Para reducir la audiencia, sugerí a la madre que lo mejor sería entrar en su casa.
Una vez que llegamos a la casa, la madre hizo lo que cualquier madre había hecho: abrazó serenamente a W. y la tranquilizó con palabras amables, explicándole que es del todo imposible que el demonio habite en el cuerpo de una niña de catorce años. La acunó despacito hasta que se durmió, con una sonrisa en los labios.
Lo siento. Estaba soñando.
Cuando entramos en la cabaña, los gritos de la madre rivalizaban con los de W. Inmediatamente, sacó el tzebel* de emergencia que se ve que tienen en todas las casas, y empezó a rociar a su hija con el agua mientras recitaba oraciones sin parar. Una vecina se unió al exorcismo descolgando un cuadro del arcángel Gabriel que había en la pared y dándole con él a W. en la cabeza. W., totalmente metida en situación, incrementó el volumen de sus gritos mientras se revolcaba por el suelo, tirando los pocos muebles que había en la casa. Las otras tres niñas medio lloraban medio gritaban también.
Y allí, en medio del caos, mientras al fondo de tu cabeza Daniel Day Lewis observa con atención la escena por si tiene que hacer la segunda parte de Mi Pie Izquiero (hay gente muy rara en tu cabeza), la sientes: esa niebla, esa tristeza. Esa pobreza ignorante, asustada, oscura, densa. Esa fe triste, amargada, pegajosa. Esa certeza de que hay abismos demasiado profundos. Lo ves todo, lo oyes todo: los gritos, la oscuridad, el tzebel que te moja a ti también, el arcángel Gabriel que se ha caído de su cuadro; y sabes que todo lo que haces son escupitajos al mar. Sabes que te ahogas. Ellas te arrastran. Y te dan ganas de marcharte: salir de la cabaña (que presenta un evidente overbooking) y pirarte. Y desentenderte. Y dejarlas que hablen, que chillen, que lloren, que griten, porque jamás van a escucharte.
Pero no. En lugar de salirte tú, echas a los demás de la cabaña. El cuadro queda en el suelo, la botella con el tzebel en un rincón. W. sigue gritando, con los ojos desorbitados, afirmando que ve espíritus en una de las esquinas de la cabaña. Con la poca luz que hay, no sé cómo puede ver nada. ¿Por qué siempre ponen la única bombilla de sólo 45 watios? Me siento al lado de W., y espero a que se le pase. Eliminada una gran parte de la audiencia, y ante la indiferencia del público restante (esto es, servidora), la actriz pierde fuelle. Comienza a mirarme, a escuchar lo que le digo. Le digo que sé que está asustada, pero que ya pasó. Que sé con certeza que en su cuerpo sólo puede vivir Dios, porque la conozco bien. Que deje de gritar, porque a su madre le va a dar un yuyu también (y yo no estoy dispuesta a lidiar con dos posesas, pero esto no se lo digo, porque no me parece el momento). Que me ha asustado. Coge la mano que le ofrezco, se va calmando. Nos sentamos en un rincón. Le rehago la coleta del pelo, para que dé menos susto.
Comenzamos a recoger el desastre, por hacer algo. Devolvemos a Gabriel a su lugar original. Luego, salimos de la cabaña y tranquilizamos a todos los que hay fuera, incluida la madre. Después, me toca llevar a las tres amigas a sus respectivas casas y explicarles a sus familias por qué llegan a casa cuando ya es noche cerrada.
Luego, me voy a mi casa. Noche cerrada también para mí.
*Tzebel: Aguas benditas
* Frenji: Como muchos sabéis, así es como llaman a los extranjeros en Etiopía.