El otro día (que es una expresión muy española, que lo mismo puede indicar ayer que hace quince años), G., como persona libre que es, a sus doce años, decidió que ya había aprendido todo lo que tenía que aprender dentro del sistema educativo convencional y dejó de asistir a la escuela. Se ve que, analizando la bonanza del sistema educativo público etíope, le pareció que después de tercero de Primaria todo es cuesta abajo, y coligió que con lo que sabía tenía bastante. G. tomó esta decisión unilateralmente, sin comentarla previamente ni con sus padres ni conmigo. Que yo a lo mejor le hubiera dado la razón, oyes, pero el caso es que permaneció callado como una sexoservidora. Sus amigos, que son muy majos pero un poquitín cretinos, tardaron dos semanas en analizar y acordar la conveniencia de informarme de la deserción escolar de G. Por lo que, cuando dicha circunstancia llegó a mis oídos, G. llevaba tres semanas sin ir al cole. Y el sistema etíope será un caos pero, en Addis y en Fernando Poo, si faltas a clase sin justificación durante tres semanas, amigo, tienes un problema.
Desde la escuela solicitaron la presencia de sus progenitores. Y esto nos avocaba a un nuevo problema: G. no quería decirles que había dejado la escuela. Cuando al día siguiente me vino con un ojo morado (y sin padres acompañándolo), entendí por qué. Y así, aprovechando que era 24, me fui a ver a los padres de G. para felicitarles la Navidad frenji, que es una cosa que aquí a nadie le importa.
Fuimos con el sujeto de análisis -esto es, G.- y con uno de los mayores (M.) por cuya casa habíamos pasado previamente a saludar a su madre, que estaba en la cama escupiendo los pulmones (literal, mientras escribo estas líneas está ingresada en una clínica de una conocida congregación religiosa). Ya ambientados tras la deprimente visita a la madre de M., llegamos a casa de G. Allí encontramos a su madre que me saludó sin muchas ganas. Yo le comenté que venía a hablar del pequeño problema de G. y su tensa relación con la dinámica educativa y ella me contestó que no me preocupara, que al día siguiente G. se iba al pueblo y así se acabarían todos los problemas.
_ ¿Con quién se va?
_ Con una gente que conozco -respondió vagamente
_ ¿Y con quién va a vivir en el pueblo?
_ No sé, se las apañará
_ ¿Y que comerá?
_ …
_ ¿Y si se pone malo?
_ …
Vamos, que le habían comprado un billete de ida al gueter lo mismo que hubieran podido dejarlo en Bole Road (puestos a abandonar, yo abandonaría allí) y salir corriendo. Le pregunté también por el moratón en el ojo, y me dijo que el padre se había pillado tremendo cabreo por la apostasía escolar de G. Tanto, tanto se había enfadado que no le habían quedado ganas de ir a la escuela para solicitar la readmisión.
Yo, que a veces paciencia me falta, me puse un poquito nerviosa, porque no me parecía ningún tipo de solución esta de transformar a G. en una versión de Heidi sin abuelo, sin perro y sin colchón de suave heno sobre el que dormir. Sobre todo porque miraba a la madre, que me estaba diciendo que quería abandonar a su hijo con una cara absolutamente carente de ningún tipo de expresión, sin mirar ni siquiera al niño que, aunque es un bastante macarra, se estaba derrumbando en un rincón.
_ Pero es que no me obedece -me dijo
_ A mí tampoco -le repliqué
_ Y me insulta
_ A mí también
_ Y llega tarde a casa
_ Al centro viene siempre tarde
_ Y no lo quieren admitir de nuevo en la escuela
_ Lo sé
_ ¿Qué puedo hacer?
_ Quererlo. Yo lo quiero. Tú también puedes quererlo.
Y allí me pasó una cosa muy rara, porque a la señora le empezaron a caer unas lágrimas extrañas, que no le modificaban en absoluto la cara, pero la que veía borroso era yo. Y, de repente, no sé por qué, me dio por pensar que las leyes del mundo deberían prohibir que la gente dejara de querer a sus hijos. Sobre todo en Navidad. Y como ya no sabía muy bien qué decir, seguía pensando “ésta quiere abandonar al niño porque no sabe que es Navidad. Si lo supiera, a lo mejor no lo abandonaría”. Pero era un pensamiento bastante estúpido, porque en Mekanissa aquel día no era Navidad.
Al final, acordamos que el niño permanecería en su casa y yo me haría cargo de él durante el día. Lo he tenido esta semana arbitrando partidos de los pequeños y ayudándome a cambiar interruptores y cristales (estoy inmersa en una furia sin precedentes por el bricolage). Me sigue a todas partes como un perrillo, y, cuando se aburre, se dedica a desatascar los grifos. Ayer volvió a intentar por su cuenta que lo admitieran en la escuela y, mira por dónde, el maestro se apiadó de él y vuelve a estar escolarizado. A su madre le he mandado una docena de huevos y un kilo de café, en pago por los servicios prestados por G. esta semana. G. ha dicho que se había puesto bastante contenta (supongo que el champán lo descorchará en otra ocasión).
Es un poco lo que pasa con la Navidad aquí. Que a veces, de tanto echarla de menos, de tanto prescindir de ella, no te das mucha cuenta cuando llega.
Gran historia.
La mejor dosis de esa navidad invisible es la que te leemos, periódicamente.
Y eso se tiene que notar por allí, como la musiquilla que acompaña a los finales casi-felices.
Como siempre chapó!
Ojala hubiera mas gente en el mundo como tu