TÚ, QUE NUNCA HACES CASO
Ella nunca hizo caso. A nadie. Ni siquiera cuando le dijeron que tenía que casarse. Ni siquiera cuando le dijeron que a una mujer los estudios le servían para más bien poco. Nunca se casó. Acabó la FP y se fue de aquel pueblo hecho de polvo y envidias. No hizo caso cuando le aconsejaron marcharse a Addis Abeba. Su objetivo era otro. Volvió de Dilla dos años más tarde con algo de dinero, embarazada, sola y contenta.
Dicen de ella que siempre ha hecho un poco lo que le ha dado la gana. Yo tengo que decir que, cuando tuve que decirle lo peor que le he dicho jamás a nadie –“no, M., esto no tiene solución”-, sí que me hizo caso. Se dobló en dos, y calló profundo, profundo. Y después de un rato, se levantó para vivir cuatro días eternos.
Me llamó al día siguiente: “Kaktus, nos vamos a casa. Dejamos el hospital”. Y sé que quería que le contestase “no, esperad, tiene que tomarse las medicinas”. Lo podía sentir, en su respiración, que esperaba esa respuesta. Tragué saliva. “Me parece bien. Os paso a ver luego”.
Y de nuevo, en este África despiadada, otra Piedad. Cuatro días con sus noches. M. y su niño bonito, su bebé. “Sólo esperamos que venga Dios”, me decía. Y a mí me faltaban las fuerzas para decirle “ya está aquí. Lo tienes en brazos”. He tragado tanta saliva estos días. Y la Madre, M., que de puertas afuera afirmaba que habría aceptado la voluntad de ese Dios ortodoxo, mientras bajito le susurraba a su niño amarillo “no te vayas, amor, quédate conmigo”.
En Etiopía los lutos de niños de menos de un año son asumidos como un mal necesario. Algo que te puede pasar. La tradición manda que muestres al mal tiempo buena cara, que te perfumes y te pongas mantequilla en el pelo, para demostrar que aceptas la voluntad de Dios con el mejor de tus ánimos. Y para que Dios no te castigue.
Así, al día siguiente del entierro de su niño amarillo, a M. se le aparecieron los ancianos del barrio, dispuestos a ponerle la mantequilla en la cabeza. No hizo caso. Les gritó como nadie les había gritado nunca. La recriminaron: “no querrás que Dios te castigue. No querrás que te quite otras cosas u otra gente”.
Dicen que respondió “y qué me va a quitar, si ya se lo ha llevado todo. Que venga, ahora que ya no lo espero, y que se lleve lo que quiera”
Cuando volví a verla, una semana más tarde, se estaba poniendo la mantequilla en el pelo. “Ya que la trajeron, era una pena que se pusiera mala”, explicó con sonrisa cansada. “Y no tengo nada que perder. Ya no”
Entró en mi vida de forma fortuita. Alguien me pidió que la ayudara a entender los males que aquejaban a su pequeño. Dos meses más tarde, lo único que pude darle fue el convencimiento de que nada ni nadie, en ningún sitio, hubiera podido salvar a su pequeño. De que es la mejor madre que ese niño podía tener. De que vivir y morir rodeado de amor es algo bonito. Aunque sólo se viva cuatro meses.
Cuando nos encontramos la primera vez, le dije: “sabes que no soy ni doctora ni enfermera”. “Sí, lo sé, pero me han dicho que sabes cómo luchar”. Me he labrado una fama como problemática en hospitales. Luchamos las dos, luchamos con todo lo que éramos, ella infinitamente más que yo, porque tenía infinitamente más que perder.
Mantengo que esas semanas fueron para mí un regalo: el regalo de acompañar a alguien que sufre, y no acompañarlo con dinero, o con proyectos, o con actividades…sólo acompañar. Estar allí. Hasta que Niño Amarillo se fue, y nos desaparecimos todos, y la dejamos con su mantequilla y su pena, y su seno rebosante y su tristeza final.
Ayer me la encontré, después de varios meses de no verla. Iba por la calle, con velo negro, empeñada en su luto –nadie lleva mucho luto por los niños pequeños-, con unas amigas. Saludé a todas con un abrazo. Ella me abrazó sólo un poquitín más de lo necesario. Cuando siguieron ellas su camino y yo el mío, concluidos los saludos de rigor, me volví para verla marchar. Se volvió ella también.
“Gracias”, me articuló con la boca.
Hay muchísimas cosas que no merezco. Su agradecimiento es sólo una de ellas.