REFUGIO
Hay un trozo de mi camiseta donde a veces se refugian los niños que no saben adónde ir. Es la parte baja, el dobladillo, a la derecha de mi espalda. Se agarran ahí, y, simplemente, me siguen. Se adaptan a mi ritmo, giran cuando yo giro, se paran cuando yo lo hago… A veces no me doy cuenta de que llevo colgando un piojo de quince kilos.
Hay quien ha pasado allí horas. Otros días, e incluso semanas. Saben que no pueden quedarse indefinidamente, porque es un lugar bastante concurrido. Pero les gusta. A mí también.
El momento dobladillo es una de las fases que atraviesa la Santa Infancia en ese vadear suyo por las aguas de la pobreza, en ese despertar, encenderse, aprender a vivir al que asistimos cotidianamente. Es apasionante ver cómo cambian durante las primeras semanas. A veces no te das ni cuenta, y, de repente, un día te preguntas desde cuándo sonríe H. o cuándo perdió Y. ese aire de niño perpetuamente enfermo que le caracterizaba. A veces, también, te preguntas dónde está el interruptor de apagado, porque hay plantas que florecen tan espectacularmente, tan sin control, que te cuesta asimilar su belleza, su energía (y su constante necesidad de alguien que atestigüe y celebre todos y cada uno de sus progresos).
Y, a veces, si la burbuja explota o su mundo se tambalea, se vuelven al dobladillo, como quien retoma el chupete olvidado, como quien busca la seguridad de un trozo de tela deformado. Como quien sufre.